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Mirados
por Dios
Cuando Samuel
fue enviado por Dios a la casa de Jesé para escoger a uno de sus hijos como rey
en lugar de Saúl, le fue presentado el mayor de ellos, no sólo por ser el primogénito, sino también por su
prestancia y gallardía. Jesé suponía que Eliab, -así se llamaba el hijo mayor-
habría de ser la persona en quien Dios se había fijado. De hecho esto fue lo
que pensó para sí: “Sin duda está ante
Yahveh su ungido” (1S 16,6b). No sólo discurrió así él, sino también el mismo
Samuel y, si vamos más lejos, cualquiera hubiera pensado igual. Sí, cualquiera
menos el que llama y elige: Dios, quien dijo a Samuel: “No mires su apariencia
ni su gran estatura, pues yo lo he descartado. La mirada de Dios no es como la
mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, mientras que Dios mira
el corazón” (1S 16,7-8).
La mirada de
Dios llega hasta el corazón. Dios no se deja condicionar por las apariencias
como nosotros. Indaga el corazón del hombre, y si descubre una pequeña rendija,
por mínima que sea, a través de la cual pueda hacer la obra de sus manos,
empieza su trabajo creador: un corazón nuevo. Dios prestó su mirada a Samuel de
forma que, cuando éste tuvo delante a David, el más pequeño, el menos indicado
de los hijos de Jesé para ser rey de Israel, oyó su voz que le dijo: “Levántate
y úngelo, porque es éste” (1S 16,12b).
La mirada de
Dios tiene sus propias coordenadas que no son las nuestras, tan pragmáticas
como raquíticas a la hora de comprender los planes y proyectos de Dios. Esto es
sobre todo importante a la hora de valorar la idoneidad espiritual de los
demás. Recordemos, por ejemplo, cómo miró la ciudad de Jericó a Zaqueo cuando,
en su deseo de ver a Jesús, se encaramó a un árbol. Los cientos de ojos que se
fijaron en él no vieron más que a un publicano ladrón, extorsionador, impuro,
etc. Jesús vio un corazón hambriento de vida, por lo que, desafiando los
cientos de ojos acusadores, alzó los suyos hacia su corazón, le llamó por su
nombre y le dijo: “Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede yo en
tu casa” (Lc 19,5b). Te conviene a ti y me apetece a mí, pues he mirado tus
ojos y tu corazón y sé lo que buscas, aun cuando tú aún no tengas plena
conciencia de ello.
Entramos de
lleno en la mirada de Jesús, la que se pasea casi despectivamente hasta
sobrepasar la apariencia y alcanza el corazón. Es la mirada del Enviado del
Padre. Ambos, el Padre y el Hijo, coinciden en su forma de llegar a lo más
profundo del hombre. Ambos están libres de prejuicios, ostentaciones y fachadas
deslumbrantes. A fuerza de mirarse el uno al otro, sondean confiadamente el
corazón del hombre con sus ojos.
Si hay una
persona, un apóstol en quien la mirada del Señor Jesús alcanza una fuerza de
penetración implacable, y también una ternura inmedible, éste es Pedro.
Recordemos su primer encuentro con Jesús tal y como nos lo cuenta Juan. Su
hermano Andrés que, juntamente con Juan, había conocido a Jesús y reconocido en
él al que todo Israel esperaba como Salvador, va su encuentro y se limita a
decirle: “Hemos encontrado al Mesías”. Las grandes y buenas noticias no
necesitan mucha prosa ni discurso. ¡Hemos encontrado al Mesías! Pedro oyó y se
dejó llevar por su hermano donde Jesús, quien “fijando su mirada en él, le
dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan: Tú te llamarás Cefas, -que quiere decir,
Piedra” (Jn 1,42).
Jesús fijó su
mirada en Pedro. Le miró, le amó y le llamó: He ahí la triple dimensión de las
elecciones del Hijo de Dios: mirar, amar y llamar; y, como eje central que une
estos tres actos, la creación del discipulado. Al ser creación, se dejan de
lado los pretendidos méritos adquiridos para ir directo al corazón de quien es
llamado al discipulado/pastoreo. Los profetas del pueblo santo llamarán a esta
forma de actuar de Dios “la circuncisión del corazón”. Dada nuestra impotencia
para remover nuestro yo, Él mismo será quien lo haga. Empieza a trabajar en el
hombre con su mirada interior. Así fue como empezó el Hijo de Dios su trabajo
con Pedro: con su mirada.
Nobleza y grandeza
Tengamos en
cuenta que hablamos de un pescador, probablemente bastante inculto, poco
refinado, sin mucha querencia a recitar oraciones interminables, pero sí con la
suficiente nobleza de corazón como para apreciar con gratitud infinita el hecho
de que el Mesías hubiera fijado en él sus ojos. Pedro, el hombre rudo del mar,
sintió que esa mirada había atravesado amorosamente su alma.
Si tuviéramos
el don de saber la razón por la cual Jesús sondeó las interioridades de este
hombre con su mirada y decidió nombrarlo Piedra de su Iglesia (Mt 16,18),
podríamos afirmar que vio una enorme calidad humana y finura de alma oculta
bajo una más que preocupante debilidad. No importa -se diría Jesús- ya me
encargo yo de convertir su debilidad en roca firme; no estoy dispuesto en absoluto
a desperdiciar tanta nobleza y grandeza interior.
De la nobleza y
grandeza de alma de Pedro dan buena fe sus intervenciones ante el grupo
apostólico. Cuando todos callan aunque piensen lo mismo, es Pedro quien, como
quien dice, da la cara. Recordemos cuando intentó disuadir a Jesús de poner su
vida en bandeja ante los sumos sacerdotes y escribas que buscaban su muerte (Mt
16,21-23). Nobleza y grandeza de alma que alcanza su culmen cuando se resiste a
aceptar que todo el grupo abandonará a Jesús a su suerte en el momento de su
Pasión (Mc 14,26-31).
El Señor Jesús
–repito- estaba al tanto de la inmensa debilidad de Pedro, mas, cuando le miró
por primera vez, supo inmediatamente que no podía desaprovechar tanto tesoro
oculto. Por eso -como dije antes- le miró, le amó y le llamó; ya llegaría el
momento de curar su debilidad; y el momento llegó. Sí, llegó cuando Pedro tuvo
conciencia de ella en la noche en que prendieron a su Señor. Su debilidad se
deslizó traicioneramente como una serpiente, por todo su ser. Cada negación del
apóstol provocaba el alarido triunfante del Tentador. Por tres veces se repitió
el suplicio, por tres veces su debilidad apuñaló su alma. Juró y perjuró que no
conocía a Jesús, que no tenía que ver nada con Él.
En esa noche en
que su debilidad se elevó triunfante sobre sus amores y promesas…, Jesús le
volvió a mirar. “Y el Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las
palabras del Señor, cuando le dijo: Antes que cante hoy el gallo, me habrás
negado tres veces. Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente” (Lc
22,61-62).
Jesús se volvió
con el intento de alcanzar con su mirada a Pedro. El Apóstol, el del rostro
curtido por las borrascas y tormentas del mar, el de las manos encallecidas de
tanto levantar y arrastrar las redes, el de la piel cuarteada por el relente de
las noches interminables pescando, se vio de pronto llorando como un niño.
Acaba de entrar en un combate despiadado. Su grandeza y nobleza intentan
sobreponerse a su debilidad que no quiere en absoluto ceder su supremacía; se
ve ya vencedora sobre este pobre hombre casi abatido.
Sí, también a
Pedro le parece definitiva su caída. Él mismo se siente irrecuperable para el
discipulado. Sin embargo, tiene un arma en sus manos que puede cambiar el curso
de este combate tan desigual, y que consiste en que Jesús se ha vuelto para
mirarle. Los mismos ojos que le miraron por primera vez, han vuelto a
atravesarle. Pedro, tan rudo como noble, lloró, amó y le esperó. Venció
fortalecido por la mirada de Jesús. Ningún reproche en ella. Pedro la utilizó
como una espada y se enfrentó a su Acusador (Satán significa Acusador). Se
enfrentó a él y deshizo sus mentiras: hacerle creer que ya no habría perdón
para él. Son los sofismas con los que los demonios nos quieren someter a todos.
Pedro se supo perdonado y restablecido. Le tocaba esperar, la fe tiene mucho de
esto: saber esperar a Dios.
Sangre de mi sangre
Todos somos
mirados en la mirada de Pedro; no hay discípulo de Jesús que no haya sido
mirado por Él. Si no fuese así nos faltaría el alma de Pedro para combatir y
derrotar al Tentador, a nuestro Acusador. Al decir que todo discípulo conoce la
mirada de Jesús, no estoy inventando nada. Pobres de nosotros si la razón de
ser de nuestro discipulado tuviese como apoyo la fantasía. Sí, Jesús mira a
todos y a cada uno de sus discípulos al llamarlos, y también para confirmar su
elección.
Lo hemos visto
en Pedro y lo vemos igualmente en
aquella ocasión en que, estando Jesús anunciando la Palabra, se acercaron
algunos a decirle que su madre y sus hermanos le estaban buscando. Jesús
respondió: “¿Quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando a su alrededor, a los
que estaban sentados en torno a él, dijo: Éstos son mi madre y mis hermanos.
Los que cumplen la voluntad de Dios…” (Mc 3,33-35).
Jesús miró a
los que alrededor de Él estaban escuchando su predicación y les consideró
familia propia. Nos lo imaginamos girando la cabeza y posando sus ojos sobre
cada uno de los que escuchaban su Palabra; vio a sus discípulos como los vio en
la Última Cena. Aquella noche santa habló a su Padre de ellos. Le dijo: “…las
palabras que tú me diste se las he dado a ellos” (Jn 17,8). Son sangre de mi
sangre, son mis hermanos.
Savia de mi
savia, vino a decir también cuando los comparó con los sarmientos que dan fruto
gracias a la savia que reciben de la vid. También en este caso, y como es
natural, los sarmientos estaban alrededor suyo, de la Vid. “Yo soy la vid;
vosotros los sarmientos…” (Jn 15,5).
Esto sí que es
carne de mi carne y hueso de mis huesos, dijo Adán cuando vio a Eva recién
creada por Dios (Gé 2,23). Esto sí que es fruto de mi Palabra, dice Jesús cada
vez que fija sus ojos en un corazón que vive abrazado a su Evangelio.
“Abrazasteis la Palabra con gozo del Espíritu Santo”, dice Pablo a los
discípulos de Tesalónica (1Ts 1,6), recordándonos así la imagen de los
sarmientos que dan fruto porque viven bajo la mirada y la savia de la vid, de
Jesús.
La mirada de
Dios no es como la del hombre, hemos dicho a tiempo y a destiempo a lo largo de
esta catequesis. Aun así quedaría incompleta si no insistiésemos en que Dios
continúa mirando el corazón de los hombres a través de la mirada de sus
pastores, los que lo son según su corazón. Los hubo desde los inicios de la
misión de la Iglesia, los hay y los habrá siempre. Recordemos a este respecto
el encuentro de Pedro y Juan con el paralítico que pedía limosna a las puertas
del Templo de Jerusalén. El buen hombre, al ver a los apóstoles, les pidió una
limosna. Se la podían haber dado con toda naturalidad; sin embargo, quisieron
darle algo más que una solución pasajera a su mal: le dieron la riqueza del
Señor Jesús representada en la curación de su enfermedad.
La cuestión que
en este momento nos interesa es la puntualización que nos hace Lucas de que
Pedro y Juan fijaron su mirada en él: “Pedro fijó en él la mirada juntamente
con Juan, y le dijo: Míranos” (Hch 3,4). El paralítico esperaba unas monedas,
pero el caso es que la mirada de estos dos hombres iba muchísimo más alládel
dinero. Los apóstoles sabían muy bien lo que le estaban dando: ¡la fuerza de la
mirada con que ellos fueron llamados por Jesús! Al mirarle, se reflejó en el
corazón de este enfermo la mirada del Buen Pastor. Fue una mirada capaz de
poner en pie a esta oveja: “Pedro le dijo: No tengo plata ni oro; pero lo que
tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar. Y tomándole
de la mano derecha (recordemos los cantos de Israel: la diestra del Señor es
poderosa…) le levantó… Entró con ellos en el Templo andando, saltando y
alabando a Dios…” (Hch 3,6…). Pedro y Juan le asociaron en su caminar hacia el
Padre, lo que es propio de los pastores
según el corazón de Dios.
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