sábado, 17 de septiembre de 2016

PASTORES SEGÚN MI CORAZÓN. Catequesis vocacional del Reverendo P. ANTONIO PAVIA (X)

Las cenizas se sonrojan

Uno de los signos que hará reconocible al Mesías anunciado por los profetas de Israel es que, gracias a Él, el hombre podrá ser partícipe del fuego, de la luz de Dios. El salmista lo explicita meridianamente al proclamar exultante ante Dios: “En tu luz vemos la luz” (Sl 36,10b). Es la Luz -sinónimo del Fuego- la que hará posible que se restablezcan los brazos débiles y las rodillas vacilantes del hombre caído. Recordemos la exhortación llena de esperanza de Isaías: “Fortaleced las manos débiles, afianzad las rodillas vacilantes. Decid a los de corazón cansado: ¡Ánimo, no temáis!” (Is 35,3-4a).
Al igual que esta promesa,  otras semejantes se harán también realidad por medio de su propio Hijo, el Emmanuel. Se acercará al hombre caído y no le pedirá cuentas, sino que le levantará. El mismo Isaías nos lo anuncia proféticamente como aquel que se compadece de la mecha humeante a la que se ha visto reducido el hombre que ha decidido vivir de espaldas a Dios. Se apiadará de él y, con ternura inmensurable, convertirá su apenas imperceptible pábilo en luz, en antorcha de Dios que ilumina el mundo.
Jesús, antorcha, hoguera luminosa de Dios Padre, prenderá su fuego en el mundo. Sí, lo hará pero a costa de su vida. Su obediencia amorosa al Padre, su entrega incondicional al hombre, le lleva hasta su mecha humeante, sus brazos caídos, sus esperanzas fallidas, su corazón renqueante; y, con su aliento, prenderá en él el Fuego eterno, el de Dios.
He aquí una descripción bellísima de la acción del Hijo de Dios sobre el hombre. Su Encarnación fue un caminar hacia sus angustias, al tiempo que Él no se privó de ellas; Él mismo nos lo hace saber cuando, confidencialmente, se abrió a sus discípulos y les dijo: “He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla! (Lc 12,49-50).
No parece que sus discípulos se enterasen mucho de lo que les acababa de decir, pues sus ensoñaciones idílicas acerca de Jesús y su misión pesan demasiado. No importa -se diría el Señor- ya tendrán su tiempo de madurez. De todas formas, en la última cena vuelve sobre el tema, puntualizando que sólo entregando su vida podrán recibir el Espíritu Santo que -como sabemos- descendió en forma de fuego sobre ellos (Hch 2,1…).
Jesús pierde la vida, mejor dicho, la entrega por amor. Sin duda que las angustias le pesan enormemente; aun así, el amor es más fuerte. Es la obediencia de quien ama, de quien confía, del que pone toda su existencia en Aquel que le indica su voluntad. Nunca una obediencia fue tan libre, nunca un amor tan cargado de vida hacia aquellos a quienes ama: las mechas humeantes, los hombres sin brazos ni pies para sostenerse, ¡el hombre caído!
Estremecedora, a este respecto, la profecía de Isaías sobre la restauración de Jerusalén. La ciudad de la tristeza, a causa del exilio, se convertirá en la ciudad de la luz, y su esplendor iluminará a todas las naciones: “Por amor de Sión no he de callar, por amor de Jerusalén no he de descansaré, hasta que salga como resplandor su justicia, y su salvación brille como antorcha. Verán las naciones tu justicia, y todos los reyes tu gloria" (Is 62,1-2a).
No, no descansará el Mesías hasta que se cumpla esta palabra del Padre. Incluso si es necesario que Él se abrace a las tinieblas de la cruz y de la muerte para que el hombre alcance a ser revestido de la luz y fuego de Dios, dirá a su Padre: “Aquí estoy para hacer tu voluntad” (Hb 10,7).

Reflectores de su Luz
El Hijo de Dios murió en la cruz, y de su costado abierto, como nos dicen los Padres de la Iglesia, nació la nueva Jerusalén, a la que Pablo llama metafóricamente: “nuestra madre” (Ga 4,26). Es normal que la que ha sido revestida por la luz de Dios, sea también la luz del mundo. Sus hijos, que lo son por ser discípulos del Señor Jesús, fueron llamados por Él mismo la luz del mundo: “Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa” (Mt 5,14-15).
Cuando Jesús dice a sus discípulos que son la luz del mundo, no les está confiriendo un título honorífico, sino una misión. El rechazo está garantizado y anunciado (Jn 15,19), mas también la victoria del que acepta su misión en total consonancia con quien le envía. Las palabras del Prólogo del evangelio de san Juan acerca de Jesús se cumplen también en sus enviados/discípulos: “La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron” (Jn 1,5).
Vosotros sois la luz del mundo, les dice; es esencial a su elección iluminar al mundo entero. En ellos se realiza la obra de salvación que el Hijo de Dios hará a los hombres, tal como profetizó Isaías. El Mesías anunciará a los pobres la Buena Noticia, vendará los corazones rotos, abrirá a los cautivos caminos de libertad, cambiará sus tristezas y lutos –recordemos las mechas humeantes- en gozo y fiesta incontenible; y no sólo eso: serán reconocidos como plantación de Dios para manifestar su gloria (Is 61,1-3).
Plantación de Dios, su obra amorosa. Y llenos de su esplendor manifestarán al mundo entero la gloria, el amor del Bendito y Eterno.  Oigamos lo que  Jesús añadió cuando dijo a sus discípulos: vosotros sois la luz del mundo. “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16).
Luz de Dios para el mundo, su fuego y su calor frente a la oscuridad lóbrega que le envuelve. Lo anunció el profeta acerca del Mesías: “El pueblo que andaba a oscuras vio una gran luz. A los que vivían en tierra de sombras, una gran luz les brilló. Acrecentaste el regocijo, hiciste grande la alegría. Alegría por tu presencia…” (Is 9,1-2a). Una vez que el Hijo de Dios cumplió su misión de ser Luz del mundo, pasó el testigo a sus pastores. Ellos serán los que, yendo hacia los más alejados rincones de la tierra, iluminarán a los hombres avivando el resplandor de Dios con su Palabra, que es Fuego y Luz verdadera (Jn 1,9).
Estos pastores, que tienen muy claro el tipo de pastoreo al que les ha llamado su Señor y Maestro (Mt 23,8), reflejan la gloria de Dios. Gracias a ellos, porque son pastores según el corazón de Dios, la gloria de lo alto es visible al mundo entero, abriendo así las puertas de la salvación a “hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación” (Ap 5,9b).
Los pastores reciben su misión, envuelven el corazón de sus oyentes con la luz y el fuego de quien les llamó y, tal y como Él les dijo, glorifican a Dios a causa de su ministerio. Pablo testifica que sí, que es cierto que se cumple la promesa que Jesús hizo a sus pastores, los de todos los tiempos, que su pastoreo daría gloria a Dios: “…Luego me fui a las regiones de Siria y Cilicia… Solamente habían oído decir: El que antes nos perseguía ahora anuncia la buena nueva de la fe que entonces quería destruir. Y glorificaban a Dios a causa de mí” (Gá 1,21-24). La mayor señal de la impostura de un pastor es cuando, como “sin querer”, trasvasan la glorificación a Dios, hacia ellos.

Solidarios con los que no ven
Los pastores según el corazón de Dios se reconocen instantáneamente. Desde la oración del corazón, se acercan a la Palabra con el temblor provocado por el asombro inaudito de saberse junto a Dios. Con sus manos entregadas a su misión, van descubriendo y sacando a la luz el Fuego de Dios que, como la lava de un volcán, discurre oculto entre el conjunto de las palabras textuales de la Escritura. Estremecidos ante las entrañas ardientes de Dios que Él mismo ha hecho visibles a los ojos interiores de su alma (Ef 1,18), van presurosos al encuentro de sus hermanos. No necesitan una orden; los gritos de la humanidad, huérfana de vida y calor, les apremian; es como si  todo su interior ardiese.
Por eso mismo, porque el fuego que Dios ha prendido en sus entrañas, se ha convertido en una hoguera incontenible, necesitan compartirla con sus hermanos. Mucho les queman las brasas del Evangelio para quedarse impasibles. Sólo así, compartiéndolas, pueden encontrar sosiego a tanto estremecimiento interno. Cual nuevos samaritanos, se llegan al hombre, al que la frialdad sistemática del Mentiroso (Jn 8,44) ha arrojado, cubierto de heridas, en su camino existencial. Cara a cara con él, convierten su mecha humeante en una hoguera como la suya.
Estos pastores según el corazón de Dios conocen la alegría perfecta, sin límites, porque tiene su origen en Dios, y su meta no existe por venir de quien viene. Su alegría nada tiene que ver con éxitos ni con logros; si fuese así, sería muy poca cosa, y dar la vida por tan poca cosa es desbaratarla, ponerla a precio de mercadillo.
La alegría de estos pastores reside en ver crecer a sus ovejas, saber que su relación con el Fuego de la Palabra no es pasiva sino activa. Me explico. Unas ovejas bien evangelizadas alcanzan a descubrir y sacar a la luz, también ellas, el Fuego oculto de Dios en la Escritura, como dijimos antes. También Dios les da el poder hacerse con el Espíritu y Vida que palpita en su Palabra (Jn 6,63b). Llegados a este punto, entendemos que la alegría de estos pastores no es medible. Hablamos de la alegría colmada que tuvo Jesús: “Ahora voy a ti, Padre, y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada” (Jn 17,13).
Se da una relación así entre pastores y ovejas, cuando el fuego del Evangelio prende en unos y otros, y sólo Dios es glorificado, porque es de su seno de donde ha surgido la llama viva de la predicación. Si diéramos voz a esta predicación y le preguntáramos quién la dio a luz, nos respondería “Yo salí de la boca del Altísimo” (Si 24,3).

Más de uno se habrá extrañado, incluso asustado, por lo que acaba de leer. Otros, más comprensivos, pasarán por alto el susto pensando que me he permitido una licencia metafórica. Bueno, me limito a decir que esto mismo fue lo que Dios dijo a Moisés para tranquilizarle, pues se consideraba totalmente incapaz de cumplir la misión que le había confiado. Le dijo: “Vete, que yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que debes decir” (Éx 4,12). Cuanto más estos pastores tienen conciencia de que su predicación viene de Dios, tanto mejor comprenden lo que les dijo su Señor: “Cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles” (Lc 17,10). Claro que a esto hemos de añadir que Dios glorifica a todo aquel que, renunciando a su propia gloria, busca la suya, la de Él.  

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