viernes, 24 de agosto de 2018
Domingo de la Semana 21ª del Tiempo Ordinario. Ciclo B- 26 de agosto de 2018 «¿Donde quién vamos a ir? »
fotografía de la entrada del Paso de Nuestra Señora de los Reyes en la mañana del 15 de agosto foto Cameso
Lectura del libro de Josué (24, 1-2a.15-17.18b.): Nosotros serviremos al Señor: ¡Es nuestro Dios!
En aquellos días, Josué reunió a las tribus de Israel en Siquén. Convocó a los ancianos de Israel, a los cabezas de familia, jueces y alguaciles, y se presentaron ante el Señor. Josué habló al pueblo: «Si no os parece bien servir al Señor, escoged hoy a quién queréis servir: a los dioses que sirvieron vuestros antepasados al este del Éufrates o a los dioses de los amorreos en cuyo país habitáis; yo y mi casa serviremos al Señor.»
El pueblo respondió: «¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros! El Señor es nuestro Dios; él nos sacó a nosotros y a nuestros padres de la esclavitud de Egipto; él hizo a nuestra vista grandes signos, nos protegió en el camino que recorrimos y entre todos los pueblos por donde cruzamos. También nosotros serviremos al Señor: ¡es nuestro Dios!».
Salmo 33,2-3.16-17.18-19.20-21.22-23: Gustad y ved qué bueno es el Señor. R./
Bendigo al Señor en todo momento, // su alabanza está siempre en mi boca; // mi alma se gloría en el Señor: // que los humildes lo escuchen y se alegren. R./
Los ojos del Señor miran a los justos, // sus oídos escuchan sus gritos; // pero el Señor se enfrenta con los malhechores, // para borrar de la tierra su memoria. R./
Cuando uno grita, el Señor lo escucha // y lo libra de sus angustias; // el Señor está cerca de los atribulados, // salva a los abatidos. R./
Aunque el justo sufra muchos males, // de todos lo libra el Señor; // él cuida de todos sus huesos, //
y ni uno solo se quebrará. R./
La maldad da muerte al malvado, // y los que odian al justo serán castigados. // El Señor redime a sus siervos, // no será castigado quien se acoge a él. R./
Lectura de la carta de San Pablo a los Efesios (5, 21-32): Es éste un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.
Hermanos: Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano.
Las mujeres, que se sometan a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia; él, que es el salvador del cuerpo. Pues como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo.
Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia. Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son.
Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. «Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne.»
Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.
Lectura del Santo Evangelio según San Juan (6, 60-69): ¿A quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna.
En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?».
Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: «¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen.» Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo: «Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede.»
Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?» Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios.»
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Una de las ideas centrales en las lecturas de este Domingo es la opción personal por seguir a Dios y recorrer sus caminos. En la Primera Lectura vemos cómo todas las tribus de Israel están reunidas por Josué en Siquén para decidir si van a servir a Yahveh o a otros dioses. Es sin duda un momento importante donde deciden «servir a Yahveh, porque es nuestro Dios». Los seguidores de Jesús, también tienen que decidirse por seguir a Jesús ante el escándalo que les ha producido las duras palabras del Maestro: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna». Luego será a los Doce a quienes Jesús directamente les preguntará: «¿También ustedes quieren irse?». Pedro, en nombre de los Doce, abre su corazón y le dice: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Evangelio). En la Segunda Lectura vemos el «gran misterio» de amor y fidelidad de Jesucristo por su Iglesia, es decir por todos aquellos que por el bautismo hacemos parte del Nuevo Pueblo de Dios.
¿Continuamos o lo abandonamos?
Josué , ya anciano, convocó a todas las tribus de Israel para una asamblea general en Siquén«en presencia de Dios», es decir en el santuario. Siquén era, por su posición geográfica, un lugar ideal para la reunión de las tribus (ver 1R 12); y por su pasado, era un escenario predestinado para la realización de este pacto religioso ya que había sido el lugar donde Abrahán había ofrecido el primer sacrificio en tierra cananea (Gn 12,7) y donde la familia de Jacob había enterrado los ídolos paganos (Gn 35,4). Después de su testamento espiritual (Jos 23); Josué se dirige a la asamblea reunida realizando un resumen de todas las intervenciones de Dios en favor de su pueblo amado (Jos 24,2-13).
La expresión «esto no se lo debes a tu espada ni a tu arco» (Jos 24,12) es un buen resumen de toda la historia del pueblo elegido y protegido por Dios. Una vez recordada la historia, Josué saca la consecuencia para el presente y el futuro: temed al Señor y servidle con fidelidad; lo que supone la retirada de los dioses paganos a los que sirvieron en Mesopotamia y en Egipto. Esto es más sorprendente todavía. Habían servido a otros dioses no sólo en Mesopotamia; sino ¡también en Egipto! Más aún, puesto que habla de retirar esos dioses podemos concluir que hasta ese momento les seguían dando culto. Josué busca un compromiso bien definido, que no admita interpretaciones ni rebajas. Busca también un compromiso solemne, que se recuerde para siempre: hay que elegir entre servir al Señor, con todas las consecuencias, o servir a los dioses paganos con todas las consecuencias. Josué y su familia ya han optado por el Señor.
La respuesta del pueblo es la esperada: el compromiso de servir, no a ningún otro Dios, sino al Señor, «porque Él es nuestro Dios». No pueden ser infieles a quien ha hecho tanto por ellos. El pueblo clama que quiere servir al Señor.Josué les dice: «Vosotros sois testigos contra vosotros mismos de que habéis elegido al Señor para servirlo». El pueblo responde: «¡Lo somos!» Josué les exige que retiren los dioses extranjeros. El pueblo entero concluye: «Serviremos al Señor nuestro Dios y obedeceremos su voz» (Jos 24, 21- 24). Finalmente se pactará una alianza que se pondrá por escrito (Jos 24,25-28). Luego Josué tomará una gran piedra y la coloca en la encina que había en el santuario de Yahveh.
«Gran misterio es éste respecto a Cristo y la Iglesia»
Toda la sección que leemos en la carta a los Efesios 5,21-6,9 contiene una serie de consejos para cada uno de los miembros de una familia cristiana. Sin embargo, en el tema de fondo podemos ver cómo Pablo nos quiere explicar el «gran misterio» que existe entre Cristo y su Iglesia, tema fundamental de toda la carta. En el versículo 21 leemos: «Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo», estableciendo así el principio que debe regular las relaciones entre todos los miembros de la familia cristiana. En el lenguaje bíblico la expresión «temor de Dios» tiene el sentido de respeto, veneración, honor, y en último término se aproxima al concepto de amor reverencial. En éste caso concreto evoca sin duda el amor que nos merece quien vivió entre los hombres como modelo de sumisión, de espíritu de sacrificio y de obediencia; y que estando entre nosotros nos: «amó hasta el extremo» (Jn 13,1).
San Pablo descubre que el sentido más profundo de unión de los esposos, tal como Dios lo estableció al principio, constituye una prefiguración de la unión de Cristo con la Iglesia (Ef 5,31-33). Ahí radica el gran misterio. Y de esa perspectiva deriva los deberes radicales del amor y la fidelidad que han de profesarse los esposos, en un perfecto cumplimiento del precepto del amor (ver Mc 12,31; Jn 13,34).
«Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida»
La lectura del Evangelio del vigésimo Domingo del Tiempo Común nos presentaba el rechazo indignado de los judíos ante la declaración de Jesús: «Yo soy el pan del cielo...el pan que yo daré es mi carne, ofrecida en sacrificio por la vida del mundo» (Jn 6,51).Éste rechazo obligó a Jesús a reafirmar el sentido literal de sus palabras: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida» (Jn 6,54). Éste Domingo vemos la reacción del círculo más cercano de Jesús y nos presenta la conclusión del capítulo sexto de San Juan.
El comentario de este capítulo exige constantemente retomar lo que se ha dicho antes, ya que aquí tenemos el típico modo oriental de pensar y de exponer. No es un modo lineal que avanza de una afirmación a otra vinculada por un vínculo lógico, sino un modo cíclico, es decir que va retomando continuamente lo anterior sin dejar de avanzar, como una espiral. ¿Cuál será la reacción ante sus afirmaciones? Muchos decían: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?».
Ésta es la reacción del círculo más cercano de «sus discípulos», de los que habían confiado en Él y, dejándolo todo, lo habían seguido. Ante estas palabras de Jesús se exigía un acto de total confianza en Él: se trata de aceptar como una verdad algo que la razón no puede controlar y mucho menos entender. Es que aquí se trata de una verdad revelada que exige un verdadero acto de fe. Cuando la Iglesia anuncia el Misterio de la Eucaristía no hace sino repetir las palabras de Jesús.
Vemos en sus discípulos una resistencia interior al leer en el texto: «murmuración». Pero Jesús no vacila y llama las cosas claramente por su nombre: «¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?». Lo que los discípulos sufren es de escándalo. El escándalo de la verdad que Jesús les ha manifestado. Es interesante notar que el punto que determinó la crisis en «muchos» discípulos fue un punto de fe y más precisamente la revelación de la Eucaristía.
También hoy muchos de los que se llaman «cristianos» encuentran obstáculo en esta enseñanza y no la aceptan. El acto de fe exige confiar «en quien revela» y así aceptar «lo que revela» siendo dóciles a la ayuda, gracia de Dios, que generosamente se nos otorga en abundancia. Observemos que se habla de «muchos de sus discípulos», y no de «todos sus discípulos». Esto quiere decir que «algunos de sus discípulos» no se echan atrás y siguen con Él.
Finalmente entra en escena el grupo más íntimo de Jesús: los Doce. Si buscamos en el Evangelio de San Juan un lugar donde se relate la vocación de los doce discípulos elegidos por Jesús para constituir un grupo particular, no lo encontraremos. Y sin embargo, Juan menciona este grupo como si fuera perfectamente conocido por sus lectores; de hecho, a nosotros no nos llama la atención que Juan hable de los Doce sin previa presentación, porque también nosotros los conocemos. Esto demuestra que la comunidad en la cual Juan escribe conoce ya los otros Evangelios. «¿También ustedes quieren marcharse?», les dice Jesús de manera directa y con el riesgo de una respuesta negativa de parte de los allegados más cercanos. No, los Doce, a pesar de todo lo dicho por Jesús acerca de comer su carne y beber su sangre, no quieren marcharse.
Ellos comprenden que las palabras dichas por Jesús son verdad, pero no hay que entenderlas según la inteligencia humana, sino según el Espíritu. Así lo explica Jesús: «Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida». Por eso Pedro, a nombre de los Doce, responde la pregunta de Jesús: «Señor, ¿dónde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios».
La diferencia entre los Doce y todos los demás que estaban en la sinagoga está en estas palabras de Pedro: «Nosotros creemos y sabemos». Por eso ellos permanecen con Jesús y siguen siendo hasta ahora las columnas de la Iglesia. Ellos tanto aceptaron y creyeron las palabras de Jesús que de hecho, después que Jesús ascendió al cielo, se alimentaron de su cuerpo y de su sangre y se realizó en ellos lo prometido por Jesús: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él».
Una palabra del Santo Padre:
«En estos domingos la Liturgia nos está proponiendo, del Evangelio de san Juan, el discurso de Jesús sobre el Pan de Vida, que es Él mismo y que es también el sacramento de la Eucaristía. El pasaje de hoy (Jn 6, 51-58) presenta la última parte de ese discurso, y hace referencia a algunos entre la gente que se escandalizaron porque Jesús dijo: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 54). El estupor de los que lo escuchan es comprensible; Jesús, de hecho, usa el estilo típico de los profetas para provocar en la gente —y también en nosotros— preguntas y, al final, suscitar una decisión. Antes que nada, las preguntas: ¿qué significa «comer la carne y beber la sangre» de Jesús? ¿es sólo una imagen, una forma de decir, un símbolo, o indica algo real?
Para responder, es necesario intuir qué sucede en el corazón de Jesús mientras parte el pan para la muchedumbre hambrienta. Sabiendo que deberá morir en la cruz por nosotros, Jesús se identifica con ese pan partido y compartido, y eso se convierte para Él en «signo» del Sacrificio que le espera. Este proceso tiene su culmen en la Última Cena, donde el pan y el vino se convierten realmente en su Cuerpo y en su Sangre. Es la Eucaristía, que Jesús nos deja con una finalidad precisa: que nosotros podamos convertirnos en una sola una cosa con Él. De hecho, dice: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él» (v. 56). Ese «habitar»: Jesús en nosotros y nosotros en Jesús. La comunión es asimilación: comiéndole a Él, nos hacemos como Él. Pero esto requiere nuestro «sí», nuestra adhesión de fe.
A veces, se escucha esta objeción sobre la santa misa: «Pero, ¿para qué sirve la misa? Yo voy a la iglesia cuando me apetece, y rezo mejor en soledad». Pero la Eucaristía no es una oración privada o una bonita experiencia espiritual, no es una simple conmemoración de lo que Jesús hizo en la Última Cena. Nosotros decimos, para entender bien, que la Eucaristía es «memorial», o sea, un gesto que actualiza y hace presente el evento de la muerte y resurrección de Jesús: el pan es realmente su Cuerpo donado por nosotros, el vino es realmente su Sangre derramada por nosotros. La Eucaristía es Jesús mismo que se dona por entero a nosotros. Nutrirnos de Él y vivir en Él mediante la Comunión eucarística, si lo hacemos con fe, transforma nuestra vida, la transforma en un don a Dios y a los hermanos. Nutrirnos de ese «Pan de vida» significa entrar en sintonía con el corazón de Cristo, asimilar sus elecciones, sus pensamientos, sus comportamientos. Significa entrar en un dinamismo de amor y convertirse en personas de paz, personas de perdón, de reconciliación, de compartir solidario. Lo mismo que hizo Jesús.
Jesús concluye su discurso con estas palabras: «El que come este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 58). Sí, vivir en comunión real con Jesús en esta tierra, nos hace pasar de la muerte a la vida. El Cielo comienza precisamente en esta comunión con Jesús. En el Cielo nos espera ya María nuestra Madre —ayer celebramos este misterio. Que Ella nos obtenga la gracia de nutrirnos siempre con fe de Jesús, Pan de vida».
Papa Francisco. Ángelus 16 de agosto de 2015.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana
1. «Queridos jóvenes, al volver a vuestra tierra poned la Eucaristía en el centro de vuestra vida personal y comunitaria: amadla, adoradla y celebradla, sobre todo el Domingo, día del Señor. Vivid la Eucaristía dando testimonio del amor de Dios a los hombres». Acojamos estas palabras de San Juan Pablo II a los jóvenes en el jubileo del año 2000. ¿La Santa Misa es el corazón y el centro de mi Domingo? ¿Voy a Misa con mi familia?
2. «Señor, ¿dónde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna». La respuesta de San Pedro es todo un programa de vida. Recemos y meditemos estas hermosas palabras a lo largo de nuestra semana.
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1333 - 1336
texto facilitado por JUAN R. PULIDO, presidente diocesano de la A.N.E. de Toledo y vicepresidente del consejo nacional de la Adoración Nocturna Española.
sábado, 18 de agosto de 2018
REFLEXIONANDO A SUS PIES
En la Procesión matutina, acompañando a Nuestra Señora de los Reyes, me vino una reflexión como venida del Cielo: las personas terrestres las relacionaba con los gusanos de seda, cuando mueren transcurre un periodo en el se forma el nido de seda; las personas pasan a otro periodo: el purgatorio; hasta que renace una mariposa de seda al igual que los humanos se transformaran en un espíritu donde todos nos encontraremos gozando de la presencia del Señor.
¡Virgen de los Reyes intercede por nosotros¡ y protege nuestra familia hasta que lleguen estas líneas a todos/as nuestros nietos/as
Domingo de la Semana 20ª del Tiempo Ordinario. Ciclo B – 19 de agosto 2018 «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo»
Capilla de la venerada Imagen de San Antonio, Villanueva del Ariscal. foto Comeso
Lectura del libro de los Proverbios (9, 1-6): Comed de mi pan y bebed el vino que he mezclado.
La Sabiduría se ha construido su casa plantando siete columnas, ha preparado el banquete, mezclado el vino y puesto la mesa; ha despachado a sus criados para que lo anuncien en los puntos que dominan la ciudad: «Los inexpertos que vengan aquí, quiero hablar a los faltos de juicio: "Venid a comer de mi pan y a beber el vino que he mezclado; dejad la inexperiencia y viviréis, seguid el camino de la prudencia."»
Salmo 33, 2-3.10-11.12-13.14-15: Gustad y ved qué bueno es el Señor. R./
Bendigo al Señor en todo momento, // su alabanza está siempre en mi boca; // mi alma se gloría en el Señor: // que los humildes lo escuchen y se alegren. R./
Todos sus santos, temed al Señor, // porque nada les falta a los que le temen; // los ricos empobrecen y pasan hambre, // los que buscan al Señor no carecen de nada. R./
Venid, hijos, escuchadme: // os instruiré en el temor del Señor; // ¿hay alguien que ame la vida // y desee días de prosperidad? R./
Guarda tu lengua del mal, // tus labios de la falsedad; // apártate del mal, obra el bien, // busca la paz y corre tras ella. R./
Lectura de la carta de San Pablo a los Efesios (5,15-20): Daos cuenta de lo que el Señor quiere.
Hermanos: Fijaos bien cómo andáis; no seáis insensatos, sino sensatos, aprovechando la ocasión, porque vienen días malos.
Por eso, no estéis aturdidos, daos cuenta de lo que el Señor quiere.
No os emborrachéis con vino, que lleva al libertinaje, sino dejaos llenar del Espíritu. Recitad, alternando, salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y tocad con toda el alma para el Señor. Dad siempre gracias a Dios Padre por todo, en nombre de nuestro Señor Jesucristo.
Lectura del Santo Evangelio según San Juan (6, 51-58): Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» Entonces Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hom¬bre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resu¬citaré en el último día.
Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera be¬bida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí.
Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vues¬tros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.»
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Las lecturas de este Domingo nos ponen de frente con el misterio eucarístico: «fuente y culmen de toda la vida cristiana ». Hay momentos que podemos olvidar las claras palabras de Jesús que nos dice: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna».Y es que solamente Aquel que ha bajado del cielo puede abrirnos la puerta a la eternidad (Evangelio). Pero ¿estamos realmente ante la verdadera carne y la verdadera sangre de Jesús? Misterio insondable y central de nuestra fe que «contiene verdadera, real y substancialmente el cuerpo y la sangre, juntamente con el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo» .
En la Primera Lectura vemos a la Sabiduría de Dios que se deleita en contemplar sus obras y en comunicarse con sus hijos por medio de un celestial banquete, a fin de hacerlos sabios e inteligentes. Justamente ésta es la exhortación que San Pablo dirige a la comunidad de Éfeso: «mirad atentamente cómo vivís; no como necios, sino como sabios». El «Pan vivo bajado del cielo» es el alimento que necesitamos para que poder vivir de acuerdo a la Sabiduría de Dios.
«Venid y comed de mi pan, bebed del vino que he mezclado»
El texto que leemos en la Primera Lectura es un extracto del párrafo titulado: «El Banquete de la Sabiduría», o «La Sabiduría hospitalaria».La Sabiduría es un atributo de Dios, pero aparece en este texto como su personificación. Para los Padres de la Iglesia «la Sabiduría» es la revelación anticipada veterotestamentaria del Verbo de Dios o del Espíritu Santo. La figura de la Sabiduría que se ha construido una casa trae a nuestra memoria el prólogo de San Juan: «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (puso morada entre nosotros), vino a su casa, y los suyos no lo recibieron». Por otra parte, las siete columnas, símbolo de perfección, reflejan más la estructura de un «témenos» griego que la de una casa. En tal caso, se trataría de un banquete sagrado, no de una invitación doméstica. El banquete expresa familiaridad, hospitalidad, invitación a la intimidad, a la confianza y comunión. En la mentalidad oriental el ser invitado a la mesa es una muestra de confianza y amistad muy especial. Quien rechaza esta oferta generosa comete una falta grave; más aún traiciona una amistad.
El banquete expresa en este caso concreto la unión intima entre Dios y el hombre. Dios dispone la mesa para dar de sus manjares al hombre, compartiendo con él sus riquezas y bienes. Sin embargo, entrar en la comunión íntima con Dios Vivo, con Dios Amor conlleva necesariamente rechazar, abandonar toda simpleza y necedad para adentrarse en las realidades profundas del Espíritu y conocer la hondura y la longitud de los misterios divinos, que llevan a la cabal comprensión del misterio humano. Por ello este «banquete celestial» es una invitación a recorrer el camino «de la inteligencia», es decir el sendero humanizante y personalizante que nos permite ir más allá de aquello que nuestros limitados sentidos nos pueden ofrecer y abrirnos a lo que Dios nos quiere compartir.
«Mirad atentamente como vivís…»
La verdadera sabiduría, que proviene de Dios (ver 1 Cor 1,18-31) y que es «más fuerte que la fuerza de los hombres», nos permite conocer y comprender cuál es el designio de Dios y estar dispuesto a cumplirlo. Frente al vino, que conducía al libertinaje (ver la cita de 1 Cor 11,20-22), San Pablo recomienda a los cristianos de Éfeso que se dejen guiar por el Espíritu y que practiquen un culto digno de Dios. Para ello les exhorta a que encuentren en la oración comunitaria la fuerza necesaria para mantenerse firmes y así poder dar gracias a Dios Padre por tantos beneficios recibidos .
«¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
«Habiendo Jesús pronunciado y dicho del pan: ‘Esto es mi cuerpo’, ¿quién se atreverá a dudar en adelante? Y ha¬biendo Él aseverado y dicho: ‘Esta es mi sangre’, ¿quién podrá dudar jamás y decir que no es la sangre de Él?». Estas palabras de San Ciri¬lo de Jerusa¬lén, pronuncia¬das en una catequesis en el año 350 d. C. nos ayudan a entender el tema central del Evangelio dominical. Cuando Jesús declaró: «El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo», los judíos duda¬ban y «dis¬cutían entre sí diciendo: ¿Cómo puede éste dar¬nos a comer su carne?». Ellos habían entendido perfectamente la frase de Jesús y por eso la rechazan indigna¬dos ya que para ellos: «¡Es absur¬do que éste pretenda que comamos su car¬ne!», pensarían.Pero el Evangelio dice que había «discusión » entre los judíos. ¿Qué discu¬tían? ¿Hab¬ían entendido bien las palabras de Jesús? ¿Era verdad lo que habían entendido?
Y claro, esperan que en la próxima frase Jesús retire lo dicho o que atenúe su sentido literal, explicando que se trataba de una expresión metafórica. Pero lejos de esto, Jesús res¬ponde rea¬firmando el sentido literal de sus pala¬bras: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no be-béis su sangre, no tenéis vida en voso¬tros». Es decir, Jesús no sólo reafirma que deberán comer su carne, sino además que deberán beber su sangre. Y por si quedaran dudas va un poco más: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resu¬citaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verda¬dera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, perma¬nece en mí y yo en él».
No hay ninguna duda que toda la tradición de la Iglesia Cató¬lica ha entendido este texto en su sentido literal y cuan¬do celebra la Eucaristía y se nutre de ella cree firmemen¬te que bajo la apariencia de pan y vino los fieles comen y beben real¬mente el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que reci¬ben la vida eterna y la garantía de que serán resuci¬ta¬dos por Jesucristo en el último día. Esta ha sido la fe de la Igle¬sia desde siempre, desde antes de la refor¬ma pro¬tes¬tante, desde mucho antes que existieran los grupos evangé¬licos y las otras sectas que se han disgregado de la única Igle¬sia fundada por Jesús. El mismo San Cirilo es testigo de esta fe en el siglo IV: «En la Eucaristía, lo que parece pan no es pan, aunque así sea sentido por el gusto, sino el Cuerpo de Cristo, y lo que parece vino no es vino, aunque el gusto así lo quiera, sino la Sangre de Cristo».
Es cierto que Jesús amaba usar expresiones enigmáti¬cas; pero cuando era mal comprendido Él mismo se apresuraba en sacar a sus oyentes del error; cuando la comprensión literal es errónea, el mismo Jesús aclara el sentido de sus palabras. En cierta oca¬sión Jesús dice a sus discípu¬los: «Cui¬daos de la levadura de los fariseos y saduceos» y como lo entendieron literalmente, acla¬ra: «¿Por qué no entendéis que no me refería a los panes? Entonces compren¬dieron que se refería a la doc¬tri¬na de los fariseos y saduceos» (ver Mt 16,6-12). Nico¬demo en¬tiende materialmente un nuevo naci¬miento y objeta: «¿Cómo puede un hombre siendo anciano, nacer?». Jesús aclara que no se trata de un naci¬miento material, sino de «nacer del agua y del Espíritu» (ver Jn 3,3-9).
Un día Jesús dice a sus discípulos: «Lázaro duerme, voy a desper¬tarlo». Y como ellos entendie¬ron literalmente y les parece demasiado arriesgado ir allá sólo para despertar al amigo, Jesús aclara: «Lázaro ha muerto» (ver Jn 11,11-14). Podríamos colocar muchos otros ejemplos . Sin embargo, nada de eso ocurre en el pasaje de hoy. Los ju¬díos entendieron literalmen¬te la palabra de Jesús y Jesús, lejos de corregirlos, reafir¬ma eso que entendieron. Ellos han entendido que Jesús dará un pan que es su carne, y entendieron bien. Eso mismo es lo que Cristo quiso enseñar y prometer. Tanto así que termina el pasaje diciendo que «desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron a atrás y ya no andaban con Él» (Jn 6, 66) porque sus palabras eran muy duras.
A continuación, también se refiere Jesús al origen celestial de este pan: «Este es el pan bajado del cielo, no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma de este pan vivirá para siempre». En tiempos de Jesús los judíos creían que el maná era un pan preparado por ángeles que Dios había dado a su pueblo, haciéndolo caer del cielo. Es la convicción que expresa el libro de la Sabidu¬ría, muy cercano a la época de Jesús: «A tu pueblo lo alimentaste con manjar de ángeles; les suminis¬traste sin cesar desde el cielo un pan ya prepara¬do» (Sab 16,20). Lo que Jesús quiere decir es que esos textos no describen el maná histórico, sino «el verdadero pan del cielo», un pan que estaba aún por venir y que Él daría al mundo. Los que comieron del maná histórico murie¬ron todos en el desierto y no entraron en la tierra prome¬tida. En cambio, el que coma del «pan vivo bajado del cielo», vivirá para siempre y entrará en el paraíso a gozar de la felicidad eterna.
Una palabra del Santo Padre:
«El Evangelio nos propone el relato del milagro de los panes (Lc 9, 11-17); quisiera detenerme en un aspecto que siempre me conmueve y me hace reflexionar. Estamos a orillas del lago de Galilea, y se acerca la noche; Jesús se preocupa por la gente que está con Él desde hace horas: son miles, y tienen hambre. ¿Qué hacer? También los discípulos se plantean el problema, y dicen a Jesús: «Despide a la gente» para que vayan a los poblados cercanos a buscar de comer. Jesús, en cambio, dice: «Dadles vosotros de comer» (v. 13). Los discípulos quedan desconcertados, y responden: «No tenemos más que cinco panes y dos peces», como si dijeran: apenas lo necesario para nosotros.
Jesús sabe bien qué hacer, pero quiere involucrar a sus discípulos, quiere educarles. La actitud de los discípulos es la actitud humana, que busca la solución más realista sin crear demasiados problemas: Despide a la gente —dicen—, que cada uno se las arregle como pueda; por lo demás, ya has hecho demasiado por ellos: has predicado, has curado a los enfermos... ¡Despide a la gente!
La actitud de Jesús es totalmente distinta, y es consecuencia de su unión con el Padre y de la compasión por la gente, esa piedad de Jesús hacia todos nosotros: Jesús percibe nuestros problemas, nuestras debilidades, nuestras necesidades. Ante esos cinco panes, Jesús piensa: ¡he aquí la providencia! De este poco, Dios puede sacar lo necesario para todos. Jesús se fía totalmente del Padre celestial, sabe que para Él todo es posible. Por ello dice a los discípulos que hagan sentar a la gente en grupos de cincuenta —esto no es casual, porque significa que ya no son una multitud, sino que se convierten en comunidad, nutrida por el pan de Dios. Luego toma los panes y los peces, eleva los ojos al cielo, pronuncia la bendición —es clara la referencia a la Eucaristía—, los parte y comienza a darlos a los discípulos, y los discípulos los distribuyen... los panes y los peces no se acaban, ¡no se acaban! He aquí el milagro: más que una multiplicación es un compartir, animado por la fe y la oración. Comieron todos y sobró: es el signo de Jesús, pan de Dios para la humanidad.
Los discípulos vieron, pero no captaron bien el mensaje. Se dejaron llevar, como la gente, por el entusiasmo del éxito. Una vez más siguieron la lógica humana y no la de Dios, que es la del servicio, del amor, de la fe. La fiesta de Corpus Christi nos pide convertirnos a la fe en la Providencia, saber compartir lo poco que somos y tenemos y no cerrarnos nunca en nosotros mismos. Pidamos a nuestra Madre María que nos ayude en esta conversión para seguir verdaderamente más a Jesús, a quien adoramos en la Eucaristía. Que así sea».
Papa Francisco. Ángelus 2 de junio de 2013.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana
1. «En el santísimo sacramento de la Euca¬ris¬tía están contenidos verdadera, real y sustan¬cial¬mente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo y, por consiguiente, Cristo ente¬ro » Por eso resulta incomprensible que alguien que conozca a Cristo y lo reconozca como Dios; esté alejado de este Sacramento.¿Cómo vivo mi amor por la Eucaristía?¿Visito con frecuencia al Santísimo Sacramento?
2. El Papa San Juan Pablo II nos dijo en la Plaza de Armas de Lima en 1988: «La Eucaristía restablece en nosotros la armonía de nuestro ser y nos impulsa a proyectar sobre la sociedad el espíritu de reconciliación que hemos de vivir según el designio de Dios (cf. 2 Cor 5, 19). Nos nutrimos del Pan de vida para llevar a Cristo a las diversas esferas de la existencia: al ambiente familiar, al trabajo, al estudio, a las instituciones políticas y sociales, a los mil compromisos evangélicos de la vida cotidiana». ¿A qué me invita estas palabras del Papa? ¿Qué voy a hacer?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 1384-1390. 1402-1405. 1524.
texto facilitado por J.RAMON PULIDO, presidente diocesano de la Adoración nocturna de Toledo y vicepresidente del Consejo nacional de la Adoración nocturna española
sábado, 11 de agosto de 2018
NOVENA A NUESTRA SEÑORA DE LOS REYES
Nos hallamos inmersos en la celebración de la Novena a la Virgen de los Reyes, Patrona de Sevilla, que presidió la restauración de la Iglesia Hispalense desde el año 1248.
A partir del año 1941 el Cardenal Segura y Saenz decreta canónicamente la erección de la Asociación de fieles de la Asociación de fieles que vino a encauzar y organizar las necesidades espirituales de la secular devoción que los sevillanos profesan a su Patrona, desde entonces cada año la Metropolitana Iglesia Catedral se abarrota de fieles que siguiendo tradiciones familiares acuden a visitar a la Novena, previa a su salida procesional en la mañana del día 15 de agosto a las ocho de la mañana en punto cuando al repiquetear de las campanas de la Giralda pedimos tres gracias a la Virgen. Hasta el cambio de horario del verano, a esa hora en el dintel de la puerta un rayo de sol resplandecía en Su rostro.
Este año el Reverendo Padre D. FRANCISCO DE BORJA MEDINA GIL - DELGADO, está predicando la Novena, centrado en las Virtudes de la Virgen, cuya meditación llega a nuestros corazones, como me ocurrió al hacernos reflexionar el dolor de la Madre con su Hijo muerto en sus brazos y es que la mía terrena vivió esa experiencia cuando recibía a uno de mis hermanos, de 14 años que falleció días antes de mi nacimiento.
Ella la Virgen escuchó mi plegaría sanando mi enfermedad en el labio en una mañana del 15 agosto en la que mientras soñaba con Ella, al despertar observe no quedaba rastro.
Este año (D.m.) participaré en la Procesión a la que no pude acudir por enfermedad un sólo año desde el 1988 y Dios quiera pueda continuar los años que El me de; este año no podrá acompañarme mi nieto de once años, que lo hacía desde lo ocho años, al decidir el Cabildo que la edad mínima es de 16 años, considero que la Asociación ha tomado mucho interés en ésta decisión sin motivo pues los más jóvenes no se ponen a dialogar con los que contemplan la Procesión, como ocurre con algunos mayores, incluso de algunos responsable y es que el año anterior me envío la presidencia un celador para que justificara tenía el nieto la papeletas de sitio que tenemos la costumbre de guardar y que están a disposición del Cabildo.
Y es que el decreto del Cardenal Segura tenía por objeto la Verdadera devoción a nuestra Madre Nuestra Señora de los Reyes con unas obligaciones:a) a rezar diariamente tres avemarías a la Santísima Virgen de los Reyes y repetir una vez al menos la jaculatoria, " Nuestra Señora de los Reyes, ruega por nosotros; b) asistir todas las semanas al ejercicio de la Sabatina; c) a concurrir a las fiestas solemnes. Procuraré inculcarlo entre los míos.
Domingo de la Semana 19ª del Tiempo Ordinario. Ciclo B – 12 de agosto de 2018 «El pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo»
Lectura del primer libro de los Reyes (19,4-8): Con la fuerza de aquel alimento, caminó hasta el monte de Dios.
En aquellos días, Elías continuó por el desierto una jornada de camino, y, al final, se sentó bajo una retama y se deseó la muerte: «¡Basta, Señor! ¡Quítame la vida, que yo no valgo más que mis padres!» Se echó bajo la retama y se durmió. De pronto un ángel lo tocó y le dijo: «¡Levántate, come!» Miró Elías, y vio a su cabecera un pan cocido sobre piedras y un jarro de agua. Comió, bebió y se volvió a echar. Pero el ángel del Señor le volvió a tocar y le dijo: «¡Levántate, come!, que el camino es superior a tus fuerzas.» Elías se levantó, comió y bebió, y, con la fuerza de aquel alimento, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios.
Salmo 33,2-3.4-5.6-7.8-9: Gustad y ved qué bueno es el Señor. R./
Bendigo al Señor en todo momento, // su alabanza está siempre en mi boca; // mi alma se gloría en el Señor: // que los humildes lo escuchen y se alegren. R./
Proclamad conmigo la grandeza del Señor, // ensalcemos juntos su nombre. // Yo consulté al Señor, y me respondió, // me libró de todas mis ansias. R./
Contempladlo, y quedaréis radiantes, // vuestro rostro no se avergonzará. // Si el afligido invoca al Señor, // él lo escucha y lo salva de sus angustias. R./
El ángel del Señor acampa // en torno a sus fieles y los protege. // Gustad y ved qué bueno es el Señor, // dichoso el que se acoge a él. R./
Lectura de la carta de San Pablo a los Efesios (4,30-5,2): Vivid en el amor como Cristo.
Hermanos: No pongáis triste al Espíritu Santo de Dios con que él os ha marcado para el día de la liberación final. Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo. Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor.
Lectura del Santo Evangelio según San Juan (6,41-51): Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo.
En aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», y decían: «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?»
Jesús tomó la palabra y les dijo: «No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: "Serán todos discípulos de Dios." Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Este domingo el acento se pone en la eficacia y el poder, de la Eucaristía. El pan eucarístico que Cristo nos da está prefigurado en el pan que un mensajero de Dios ofrece a Elías, «con la fuerza del cual caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb» (Primera Lectura). El pan del que Cristo habla en el Evangelio es el pan bajado del cielo, es el pan de la vida; de una vida que dura para siempre ya que es su carne ofrecida para que el mundo tenga vida eterna (Evangelio). La carne ofrecida como oblación y víctima de suave aroma da fuerza a los cristianos para «vivir en el amor como Cristo (nos) amó» (Segunda Lectura).
La fuerza de aquella comida
Elías es una de los grandes profetas que actuó en el reino del norte en el siglo IX a.C. en el tiempo del rey Ajab. Los libros de los reyes narran los grandes milagros realizados por él y su enérgica lucha contra el culto idolátrico a Baal. La crisis de fe propia de su tiempo le alcanza respecto a la misión que Dios le ha confiado. Su celo, un tanto difícil de entender para nosotros, fue tanto que mandó matar a 450 sacerdotes del falso dios Baal en el torrente de Quisón, después que fracasaron con el fuego del sacrificio en lo alto del monte Carmelo. Por eso Elías sufre el odio a muerte del rey Ajab y de su esposa Jezabel, adoradores ambos de ídolos, como tantos israelitas en el reino del norte. El profeta tiene que huir al desierto. Allí le espera el sol, el hambre, la fatiga y la desesperación. Rechazado por todos, se ve seriamente tentado a abandonar todo. Así, al final de la jornada se sentó bajo una retama y se deseó la muerte.
En ese momento Dios interviene mandándole por medio de un ángel pan del cielo. El pan que Dios le da le saca primeramente de su angustia y de su descarrío, y luego le da fuerzas extraordinarias para marchar hasta el monte Horeb en el Sinaí; lugar donde Dios se reveló a Moisés como Yahveh y donde hizo alianza con su pueblo entregando a Moisés las Tablas de la Ley. Ese pan del cielo que fortificó a Elías es prefiguración del pan bajado del cielo, que es el mismo Jesucristo.
¿Cómo puede decir que ha bajado del cielo?
El Evangelio del Domingo pasado nos narra el diálogo de Jesús con los judíos que culmina con una frase reveladora acerca de Él mismo: «Yo soy el pan de la vida». El Evangelio de esta semana nos dice cuál fue la reacción de los judíos ante la afirmación hecha por Jesús: «Y decían: "¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?"». Una persona atenta y cuidadosa notará inmediatamente que Jesús no ha dicho exactamente eso y que fácilmente podría responder diciendo: «Yo no he dicho eso». Pero Jesús no reacciona así, porque si bien los judíos no citan sus palabras textualmente, la conclusión a la que llegan es exacta. Es decir Jesús ha proclamado que el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo.
Y cuando los oyentes exclaman: «Señor, danos siempre de este pan»; es claro que se refieren a ese pan que baja del cielo y da la vida al mundo. Al hacer esta petición, ellos confían en que Jesús puede dar ese pan. Tendría que ser algo mucho mejor que los panes de cebada multiplicados por Jesús que ellos ya habían comido al otro lado del lago. Ciertamente pensarían: ¿quién sabe ahora qué milagro hará ahora para hacer caer ese pan del cielo que da la vida al mundo? La respuesta de Jesús «Yo soy el pan de la vida», es como la que había dado a la samaritana cuando ella aseguró que vendría el Mesías y entonces toda duda sería resuelta por Él: «Yo soy, el que te está hablando» (Jn 4,26). Los judíos hacen un buen resumen de lo ha dicho Jesús. No han torcido sus palabras, sino que ellos entienden que Jesús es el pan que ha bajado de los cielos y por eso murmuran. Podríamos esperar que Jesús los tranquilizara, pero no hace eso, porque lo que han entendido los judíos es exactamente lo que Él ha querido decir. Jesús da un paso más y realiza una revelación más al decir: «Yo soy el pan de la vida...Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo"». En el comentario de los próximos Domingos veremos cuál fue la reacción de los judíos.
«El que cree tiene vida eterna»
En este pasaje del Evangelio de San Juan, vamos encontrar una declaración solemne de Jesús, de ésas que están dichas para ser memorizadas y tenidas como fundamento de la vida: «En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene vida eterna». Jesús no promete la vida eterna solamente para después de la muerte. La vida eterna se posee desde ahora, la poseen los que creen que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios hecho Hombre y fundan su existencia en su Palabra.
Sobre la base de esta declaración leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica: «La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios “cara a cara” (l Co 13, 12), “tal cual es” (1 Jn 3, 2). La fe es, pues, ya el comienzo de la vida eterna» . Y citando a Santo Tomás agrega: «la fe es un gusto anticipado del conocimiento que nos hará bienaventurados en la vida eterna» . La fe en Jesús nace de ese conocimiento que poseemos de las cosas que Dios nos ha enseñado. Si la inteligencia del hombre experimenta el gozo en el conocimiento de la verdad natural, ¡qué decir del gozo que experimenta en el conocimiento de la Verdad eterna, que es Cristo! Este conocimiento no se adquiere por esfuerzo humano, pues lo supera infinitamente; este conocimiento lo enseña sólo Dios. La Eucaristía, el «Pan de vida eterna», es parte de la enseñanza divina.
«Sed más bien buenos entre vosotros»
En la carta a los Efesios, San Pablo exhorta a la comunidad a vivir según las mociones del Espíritu: ser buenos, compasivos...vivan en el amor como Cristo vivió. El modelo es el «Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad». Solamente en la comunión con el Señor de la Vida podremos intentar desaparecer de nosotros toda clase de maldad ya que «todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4,13).
Una palabra del Santo Padre:
«Hay indicadores muy concretos para comprender cómo vivimos todo esto, cómo vivimos la Eucaristía; indicadores que nos dicen si vivimos bien la Eucaristía o no la vivimos tan bien. El primer indicio es nuestro modo de mirar y considerar a los demás. En la Eucaristía Cristo vive siempre de nuevo el don de sí realizado en la Cruz. Toda su vida es un acto de total entrega de sí por amor; por ello, a Él le gustaba estar con los discípulos y con las personas que tenía ocasión de conocer. Esto significaba para Él compartir sus deseos, sus problemas, lo que agitaba su alma y su vida. Ahora, nosotros, cuando participamos en la santa misa, nos encontramos con hombres y mujeres de todo tipo: jóvenes, ancianos, niños; pobres y acomodados; originarios del lugar y extranjeros; acompañados por familiares y solos... ¿Pero la Eucaristía que celebro, me lleva a sentirles a todos, verdaderamente, como hermanos y hermanas? ¿Hace crecer en mí la capacidad de alegrarme con quien se alegra y de llorar con quien llora? ¿Me impulsa a ir hacia los pobres, los enfermos, los marginados? ¿Me ayuda a reconocer en ellos el rostro de Jesús? Todos nosotros vamos a misa porque amamos a Jesús y queremos compartir, en la Eucaristía, su pasión y su resurrección. ¿Pero amamos, como quiere Jesús, a aquellos hermanos y hermanas más necesitados?
Por ejemplo, en Roma en estos días hemos visto muchos malestares sociales o por la lluvia, que causó numerosos daños en barrios enteros, o por la falta de trabajo, consecuencia de la crisis económica en todo el mundo. Me pregunto, y cada uno de nosotros se pregunte: Yo, que voy a misa, ¿cómo vivo esto? ¿Me preocupo por ayudar, acercarme, rezar por quienes tienen este problema? ¿O bien, soy un poco indiferente? ¿O tal vez me preocupo de murmurar: Has visto ¿cómo está vestida aquella, o cómo está vestido aquél? A veces se hace esto después de la misa, y no se debe hacer. Debemos preocuparnos de nuestros hermanos y de nuestras hermanas que pasan necesidad por una enfermedad, por un problema. Hoy, nos hará bien pensar en estos hermanos y hermanas nuestros que tienen estos problemas aquí en Roma: problemas por la tragedia provocada por la lluvia y problemas sociales y del trabajo. Pidamos a Jesús, a quien recibimos en la Eucaristía, que nos ayude a ayudarles.
Un segundo indicio, muy importante, es la gracia de sentirse perdonados y dispuestos a perdonar. A veces alguien pregunta: «¿Por qué se debe ir a la iglesia, si quien participa habitualmente en la santa misa es pecador como los demás?». ¡Cuántas veces lo hemos escuchado! En realidad, quien celebra la Eucaristía no lo hace porque se considera o quiere aparentar ser mejor que los demás, sino precisamente porque se reconoce siempre necesitado de ser acogido y regenerado por la misericordia de Dios, hecha carne en Jesucristo. Si cada uno de nosotros no se siente necesitado de la misericordia de Dios, no se siente pecador, es mejor que no vaya a misa. Nosotros vamos a misa porque somos pecadores y queremos recibir el perdón de Dios, participar en la redención de Jesús, en su perdón. El «yo confieso» que decimos al inicio no es un «pro forma», es un auténtico acto de penitencia. Yo soy pecador y lo confieso, así empieza la misa. No debemos olvidar nunca que la Última Cena de Jesús tuvo lugar «en la noche en que iba a ser entregado» (1 Cor 11, 23). En ese pan y en ese vino que ofrecemos y en torno a los cuales nos reunimos se renueva cada vez el don del cuerpo y de la sangre de Cristo para la remisión de nuestros pecados. Debemos ir a misa humildemente, como pecadores, y el Señor nos reconcilia.
Un último indicio precioso nos ofrece la relación entre la celebración eucarística y la vida de nuestras comunidades cristianas. Es necesario tener siempre presente que la Eucaristía no es algo que hacemos nosotros; no es una conmemoración nuestra de lo que Jesús dijo e hizo. No. Es precisamente una acción de Cristo. Es Cristo quien actúa allí, que está en el altar. Es un don de Cristo, quien se hace presente y nos reúne en torno a sí, para nutrirnos con su Palabra y su vida. Esto significa que la misión y la identidad misma de la Iglesia brotan de allí, de la Eucaristía, y allí siempre toman forma. Una celebración puede resultar incluso impecable desde el punto de vista exterior, bellísima, pero si no nos conduce al encuentro con Jesucristo, corre el riesgo de no traer ningún sustento a nuestro corazón y a nuestra vida. A través de la Eucaristía, en cambio, Cristo quiere entrar en nuestra existencia e impregnarla con su gracia, de tal modo que en cada comunidad cristiana exista esta coherencia entre liturgia y vida».
Papa Francisco. Audiencia General. Miércoles 12 de febrero 2014.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1.- El caso de Elías, salvadas las distancias, se puede repetir en nuestra propia situación personal. Cuando crece la indiferencia de la fe en el ambiente en que vivimos. Cuando crece amenazante el desierto de la increencia, cuando se torna intratable el duro asfalto de la vida, cuando Dios se pierde en el horizonte, entonces surge fácilmente el cansancio en la fe. Sin embargo, todos podemos y estamos llamados a atravesar el desierto de la fe sin desfallecer. ¿Dónde encontrar las fuerzas que necesitamos? La Palabra de Dios y el Pan de la Vida son el alimento que nos fortalecen y nos dan vida eterna.
2.- ¿Alguna vez he tomado conciencia de que así como puedo entristecer puedo también alegrar al Espíritu Santo de Dios?
3.- Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 1391- 1398.
Texto facilitado por J.R. PULIDO, presidente diocesano de la Adoración nocturna en Toledo y vicepresidente del consejo nacional de la Adoración nocturna española
sábado, 4 de agosto de 2018
LA VIDA DE ORACIÓN . "Me alimento de un pan y una bebida invisibles a los hombres". (Tob. 12, 19).
"Hay en el hombre dos vidas: la del cuerpo y la del alma; una y otra siguen, en su orden, las mismas leyes.
La del cuerpo depende, en primer lugar, de la alimenta¬ción; cual es la comida, tal la salud; depende en segundo lugar del ejercicio que desarrolla y da fuerzas, y, por último, del descanso, donde se rehacen las fuerzas cansadas con el ejercicio. Todo exceso en una de estas leyes es, en mayor o menor grado, principio de enfermedad o de muerte.
Las leyes del alma en el orden sobrenatural son las mis¬mas, de las cuales no debe apartarse, como tampoco el cuerpo de las suyas.
Ahora bien: la comida, el manjar del alma, así como su vida, es Dios. Acá abajo, Dios conocido, amado y servido por la fe; en el Cielo, Dios visto, poseído y amado sin nubes. Siempre Dios. El alma se alimenta de Dios meditando su pa¬labra, con la gracia, con la súplica, que es el fondo de la ora¬ción y el único medio de obtener la divina gracia.
De la misma manera que en la naturaleza cada tempera¬mento necesita alimentación diferente según la edad, los trabajos y las fuerzas que gasta, así también cada alma nece¬sita una dosis particular de oración. Notad que no es la vir¬tud la que sostiene la vida divina, sino la oración, pues la virtud es un sacrificio y resta fuerzas en lugar de alimentar. En cambio, quien sabe orar según sus necesidades cumple con su ley de vida, que no es igual para todos, pues unos no necesitan de mucha oración para sostenerse en estado de gra¬cia, en tanto que otros necesitan larga. Esta observación es absolutamente segura: es un dato de la experiencia.
Mirad un alma que se conserva bien en estado de gracia con poca oración; no tiene necesidad de más; pero no vo¬lará muy alto.
A otra, al contrario, le cuesta mucho conservarse en Él con mucha oración y siente que le es necesario darse de lleno a ella. ¡Ore esa alma, que ore siempre, pues se parece a esas naturalezas más flacas que necesitan comer con mayor fre¬cuencia, so pena de caer enfermas! ¬
Mas hay oraciones de estado que son obligatorias. El sacerdote tiene que rezar el Oficio y el religioso sus oraciones de regla. Estas nunca es lícito omitirlas ni disminuirlas por sí mismo, de propia autoridad.
La piedad hace que uno sea religioso en medio del mundo. A estas almas la gracia de Dios pide más oraciones que las de la mañana y de la tarde. La condición esencial para conservarse en la piedad es orar más. Es imposible de otro modo.
Sabéis muy bien que hay dos clases de oración; la vocal, de la que hemos venido hablando, y la mental, que es el alma de la primera. Cuando uno no ora, cuando la intención no se ocupa en Dios al orar verbalmente, las palabras nada producen: la única virtud que tienen se la presta la in¬tención, el corazón.
¿Será necesaria la oración mental considerada en su acep¬ción más restringida de meditación, de oración? Es, cuando menos, muy útil, puesto que todos los santos la han prac¬ticado y recomendado; es muy útil, porque es difícil llegar sin ella a la santidad.
Esto me conduce como de la mano a decir que hay una oración de necesidad, una oración de consejo y una oración de perfección.
¡Sí; estáis estrictamente obligados, bajo pena de conde¬nación, a orar! Abrid el Evangelio y al, punto veréis el pre¬cepto de la oración. Claro que no está indicada la medida, porque ésta tiene que ser proporcionada a la necesidad de cada uno. Debéis, sin embargo, orar lo bastante para manteneros en estado de gracia, lo suficiente para estar a la altura de vuestros deberes.
Si no, os parecéis a un nadador que no mueve bastante los brazos; seguro que va a perderse. Que redoble sus es¬fuerzos, que si no, su propio peso le arrastrará al abismo. Si os sentís demasiado apurados por, las tentaciones, doblad, las oraciones. Es lo que hacéis en otras cosas; cada cual se arregla según sus necesidades. ¡Oh! Es algo muy serio esto de proporcionar la oración a nuestras necesidades. ¡En ello va nuestra salvación! ¿Faltáis fácilmente a vuestros deberes de estado? Es que no oráis bastante. ¡Pero si os condenáis! Clamad a Dios. Moveos. La humana miseria ha disminuido vuestra marcha y acabará de echaros completamente por tie¬rra, si no resistís fuertemente. Orad, por consiguiente, cuanto os haga falta para ser cristianos cabales.
La segunda oración es aquella con que el alma quiere unirse con Dios y entrar en su cenáculo. Aquí hace falta orar mucho, porque las obligaciones de este estado son muy es¬trechas. Así como en una amistad más íntima son más frecuentes las visitas y las conversaciones, así también quien quiera vivir en la intimidad con Jesús debe visitarle más a menudo y orar más. ¿Queréis seguir al Salvador? Hartos mayores combates tendréis que sostener, y por lo mismo os hacen falta mayores gracias; pedidlas para alcanzarlas.
La tercera oración, o sea de perfección, es la del alma que quiere vivir de Jesús, que en todas las cosas toma por única regla de conducta la voluntad de Dios. Entra en fami¬liaridad con nuestro Señor y ha de vivir de Dios y para Dios. Así es la vida religiosa, vida de perfección para quienes la comprenden, en la cual nos damos a Dios para que Él sea nuestra ley, fin, centro y felicidad. Todo el contento de seme¬jante alma consiste en la oración. Ni hay nada de extraño en ello; porque si corta alas a la imaginación y sujeta al entendimiento. Dios en retorno derrama en su corazón abundancia de dulces consuelos. Son raras tan bellas almas; pero las hay, sin embargo. Y ¿qué no pueden hacer en este estado? Orando convertían los santos países enteros. ¿Rezaban acaso más que ningún otro en el mundo? No siempre. Pero oraban mejor, con todas sus facultades. Sí, todo el poder de los santos estaba en su oración; ¡y vaya si era grande, Dios mío!
¿Cómo sabré en la práctica que oro lo bastante para mi estado? Os basta la oración que hacéis, si adelantáis en la virtud. Se llega a conocer que la alimentación es suficiente, cuando se ve que se digiere fácilmente y que nos proporcio¬na salud tenaz y robusta.
¿Os mantiene vuestra oración en la gracia de vuestro estado y os hace crecer? Señal que digerís bien. Si las alas de la oración os remontan muy alto, la alimentación es suficiente e iréis subiendo cada vez más.
Si, al contrario, vuestras oraciones vocales y vuestra medita¬ción os hacen volar a ras de tierra y con el peligro de dejaros caer a cada momento, señal que no basta para dominar las mi¬serias del hombre viejo. Eso prueba que oráis mal e insuficientemente. Merecéis este reproche del Salvador: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí" (Mt. 15).
¿Qué sucederá? Una tremenda desdicha; ¡que nos mo¬riremos de hambre ante la regia mesa del Salvador! Estamos ya enfermos y muy cerca de la muerte. El pan de vida ha venido a ser para nosotros de muerte, y el buen vino un veneno mortal. ¿Qué queda para volvemos al esta¬do anterior? Quitad al cuerpo el alimento, y muere. Quita a un alma su oración, a un adorador su adoración, y se acabó: ¡cae para la eternidad!
¿Será esto posible? Sí, y aun cierto. Ni la confesión será capaz de levantaros. Porque, a la verdad, ¿para qué sirve una confesión sin contrición? Y ¿qué otra cosa que una oración más perfecta es la contrición? Tampoco os servirá la Comunión. ¿Qué puede obrar la Comunión en un cadáver, que no sabe hacer otra cosa que abrir unos ojos atontados?
Y aun caso que Dios quiera obrar un milagro de misericordia, cuanto pueda hacer se reducirá a inspiraros de nuevo afición a la oración.
El que ha perdido la vocación y abandonado la vida pia¬dosa, comenzó por abandonar la oración. Como le arremetie¬ron tentaciones más violentas y le atacaron con más furia los enemigos, y como, por otra parte, había arrojado las ar¬mas, no pudo por menos de ser derrotado. ¡Ojo a esto, que es de suma importancia! Por eso nos intima la Iglesia que nos guardaremos de descuidarnos en la oración, y nos exhorta a orar lo más a menudo que podamos. La oración nos guía: es nuestra vida espiritual; sin ella tropezaríamos a cada paso.
Esto supuesto, ¿sentís necesidad de orar? ¿Vais a la oración, a la adoración, como a la mesa? ¿Sí? Está muy bien. ¿Trabajáis por cobrar mejor y en corregiros de vuestros de¬fectos? Pues es muy buena señal. Eso demuestra que os sen¬tís con fuerzas para trabajar.
Mas si, al contrario, os fastidiáis en la oración y veis con agrado que llega el momento de salir de la iglesia, ¡ah!, ¡entonces es que estáis enfermos, y os compadezco!
Se dice que, a fuerza de alimentarse bien, acaba uno por perder el gusto de las mejores cosas, que se vuelven insípidas y no nos inspiran más que asco y provocan náuseas.
He aquí lo que hemos de evitar a toda costa en el servicio de Dios y en la mesa del Rey de los reyes. No nos dejemos nunca atolondrar por la costumbre, sino tengamos siem¬pre un nuevo sentimiento que nos conmueva, nos recoja, nos caliente y nos haga orar. ¡Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia! Siempre hay que tener apetito, excitarse a tener hambre, tomar buen cuidado para no per¬der el gusto espiritual. Porque, lo repito, nunca podrá Dios salvamos sin hacernos orar.
Vigilemos, pues, sobre nuestras oraciones.
San Pedro Julián Eymard"
el R.P. Don Agustin Gil Fernández me remitía el fascículo que publico; hoy que la Iglesia celebra la Memoria del patrón de los sacerdotes.
viernes, 3 de agosto de 2018
Domingo de la Semana 18ª del Tiempo Ordinario. Ciclo B – 5 de agosto de 2018 «Yo soy el pan de la vida»
Lectura del libro del Éxodo (16, 2- 4.12-15): Yo haré llover pan del cielo.
En aquellos días, la comunidad de los israelitas protestó contra Moisés y Aarón en el desierto, diciendo: «¡Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en Egipto, cuando nos sentábamos junto a la olla de carne y comíamos pan hasta hartarnos! Nos habéis sacado a este desierto para matar de hambre a toda esta comunidad.»
El Señor dijo a Moisés: «Yo haré llover pan del cielo: que el pueblo salga a recoger la ración de cada día; lo pondré a prueba a ver si guarda mi ley o no. He oído las murmuraciones de los israelitas. Diles: "Hacia el crepúsculo comeréis carne, por la mañana os saciaréis de pan; para que sepáis que yo soy el Señor, vuestro Dios."»
Por la tarde, una banda de codornices cubrió todo el campamento; por la mañana, había una capa de rocío alrededor del campamento. Cuando se evaporó la capa de rocío, apareció en la superficie del desierto un polvo fino, parecido a la escarcha. Al verlo, los israelitas se dijeron: «¿Qué es esto?» Pues no sabían lo que era. Moisés les dijo: «Es el pan que el Señor os da de comer.»
Salmo 77,3.4bc.23-24.25.54: El Señor les dio un trigo celeste. R./
Lo que oímos y aprendimos, // lo que nuestros padres nos contaron, // lo contaremos a la futura generación: // las alabanzas del Señor, su poder. R./
Dio orden a las altas nubes, // abrió las compuertas del cielo: // hizo llover sobre ellos maná, // les dio un trigo celeste. R./
Y el hombre comió pan de ángeles, // les mandó provisiones hasta la hartura. // Los hizo entrar por las santas fronteras, // hasta el monte que su diestra había adquirido. R./
Lectura de la carta de San Pablo a los Efesios (4, 17.20-24): Vestíos de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios.
Hermanos: Esto es lo que digo y aseguro en el Señor: que no andéis ya como los gentiles, que andan en la vaciedad de sus criterios. Vosotros, en cambio, no es así como habéis aprendido a Cristo, si es que es él a quien habéis oído y en él fuisteis adoctrinados, tal como es la verdad en Cristo Jesús; es decir, a abandonar el anterior modo de vivir, el hombre vicio corrompido por deseos seductores, a renovaros en la mente y en el espíritu y a vestiros de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas.
Lectura del Santo Evangelio según San Juan (6,24-35): El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará sed.
En aquel tiempo, cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaúm en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?» Jesús les contestó: «Os lo aseguro, me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a éste lo ha sellado el Padre, Dios.»
Ellos le preguntaron: «Y, ¿qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios quiere?» Respondió Jesús: «La obra que Dios quiere es ésta: que creáis en el que él ha enviado.»
Le replicaron: «¿Y qué signo vemos que haces tú, para que creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: "Les dio a comer pan del cielo."» Jesús les replicó: «Os aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo.»
Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de este pan.»
Jesús les contestó: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed.»
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
La fe interpreta la vida de los israelitas que caminan exhaustos por el desierto y les asegura que no están abandonados, sino que Dios con su poder y su amor paterno está con ellos (Primera Lectura). La fe reta a los oyentes de Jesús de forma que sean capaces de ver en la multiplicación de los panes «un signo eficaz de la presencia de Dios» en medio de ellos (Evangelio). La fe ilumina al cristiano haciéndole descubrir que ya no es hombre viejo sino nuevo, y que debe hacer resplandecer la novedad de Cristo en su vida (Segunda Lectura).
Los milagros, los signos, las señales y la fe
El Evangelio de este domingo tiene una estrecha relación con el episodio de la multiplicación de los panes. Esa tarde «dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte Él solo» (Jn 6,15). Los discípulos emprendieron solos la travesía por el mar de Galilea en la única barca que había. La gente pasó la noche allí haciendo guardia, pero en la noche Jesús atravesó el lago, sin que la gente se diera cuenta, «caminando sobre el mar» y así llegó con los apóstoles a Cafarnaúm. Viendo que ni Jesús ni sus discípulos estaban, fueron a buscarlo al otro lado del mar y se alegraron al verlos, pero se sorprendieron y le preguntaron a Jesús: «Rabbí, ¿cuándo has llegado aquí?».
La respuesta de Jesús es algo desconcertante: «En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado». Sin embargo, leemos en versículos anteriores que mucha gente lo seguía porque veía las señales que realizaba en los enfermos. Y justamente es al ver las señales que realizaba que lo quieren hacer rey. ¿Cómo ahora Jesús dice que lo buscaban, pero no porque habían visto señales? Y ¿cómo se explica que ellos mismos pregunten, más adelante, «¿Qué señal haces para que viéndola creamos en ti?»? (Jn 6, 30). Entonces, ¿qué es lo que habían visto y qué es lo que no habían visto?
La gente había visto un hecho prodigioso y se había quedado en la superficie, en el mero aspecto material: la salud recobrada, el hambre saciado, pero no habían visto la realidad oculta significada por esos hechos, es decir, la acción salvadora de Dios que actuaba en Jesús sanando los males producidos por el pecado: la enfermedad, el hambre, la muerte. Por enésima vez vemos cómo no son los milagros los que engendran la fe. A los judíos no les bastó ver a Jesús curar enfermos y multiplicar panes para creer en Él; todavía necesitan otros argumentos para creer y, por cierto, aunque les fueron concedidos, no todos creyeron.
San Pablo que era judío retrata claramente esta posición cuando dice: «los judíos piden señales... nosotros predicamos a un Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos» (1Co 1,22-23). La fe en Cristo es un don gratuito de Dios y los que se cierran a este don «no se convertirán aunque resucite a un muerto» (Lc 6,31). El Catecismo nos dice: «Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado. Invitan a creer en Jesús. Concede lo que le piden a los que acuden a Él con fe. Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquel que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que Él es Hijo de Dios. Pero también pueden ser «ocasión de escándalo» (Mt 11, 6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos; incluso se le acusa de obrar movido por los demonios» .
Las obras de Dios
Jesús opone dos tipos de alimento, uno que no debe absorbernos; y otro que debe de ser objeto de todo nuestro anhelo. Él nos exhorta a obrar por el alimento que permanece para la vida eterna. Al decir Jesús «Obrad por el alimento de la vida eterna», los judíos lo vinculan con un tema que les es familiar: las obras de la ley que el hombre debe hacer para merecer la salvación de Dios. Por eso preguntan «¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios?» Es claro que al decir «las obras de Dios» se refieren a las observancias codificadas en la ley, que ellos deben de cumplir, y que son muchas.
Jesús en cambio habla solamente de una obra: «La obra de Dios es que creáis en quién Él ha enviado». La fe en Cristo es un don de Dios, es una obra de Dios. Como también la reconciliación del hombre, que acontece por la fe en Cristo. A esto se refiere San Pablo, cuando escribe a los gálatas:«El hombre no se justifica por las obras de la ley, sino sólo por la fe en Jesucristo» (Ga 2,16).
El alimento de la Vida Eterna
Al introducir el tema de la fe, viene de parte de los judíos la exigencia de una señal para creer, como hemos visto. Aquí vuelve el tema del «pan», porque era la señal que había acreditado a Moisés, cuando el pueblo murmuraba contra él en el desierto. Jesús rebate diciendo que esto no es lo que está escrito a propósito de Moisés, sino que es su Padre Celestial el que da «el pan verdadero»; porque los que comieron del maná, murieron. El maná no era «pan llovido del cielo» sino un producto que bien podía ser las bolitas resinosas de la «tamarixmannífera», planta que se da en la península del Sinaí, y que, hoy día los árabes llaman «maná del cielo». Su carácter sobrenatural consistió precisamente en las circunstancias providenciales de tiempo y lugar en que apareció.
La reacción de los judíos es la que se podía esperar. Es el mismo pedido que hace la Samaritana a Jesús (Jn 4,15). «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed». Este es el anhelo de todo hombre: un pan de la vida eterna. Jesús aprovecha este anhelo justo para hacer la afirmación central, para revelarnos quién es y cuál es su misión: «Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed». El hambre y la sed son sensaciones difíciles de describir; pero ambas expresan una carencia material acusada por un agudo malestar corporal. Es el grito de todo el cuerpo. Sin embargo el que no se alimenta del Cuerpo y de la Sangre de Cristo sufre de un hambre y de una sed infinitamente mayores, no del alimento material, sino del alimento que nutre la vida eterna, es decir, de la realización definitiva como hombre como ser humano. Por eso nosotros somos los que debemos de exclamar: «!Señor, danos siempre de ese pan!».
Revestirse del Hombre Nuevo
El texto de la carta de San Pablo, que escribe desde su cautiverio en Roma (61-62 d.C), contiene una exhortación moral a los cristianos convertidos del paganismo para que vivan, no como los gentiles que andan en la vaciedad de los criterios, sino de acuerdo a la nueva condición humana, creada a imagen de Dios y plenamente manifestada en Jesucristo que le «manifiesta al hombre cómo ser verdaderamente hombre».
Una palabra del Santo Padre:
«La gente lo busca, la gente lo escucha, porque se ha quedado entusiasmada con el milagro, ¡querían hacerlo rey! Pero cuando Jesús afirma que el verdadero pan, donado por Dios, es Él mismo, muchos se escandalizan, no comprenden, y comienzan a murmurar entre ellos: “De él –decían–, ¿no conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo puede decir ahora: 'Yo he bajado del cielo'? (Jn 6,42)”. Y comienzan a murmurar. Entonces Jesús responde: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió”, y añade “el que cree, tiene la vida eterna” (vv 44.47).
Nos sorprende, y nos hace reflexionar esta palabra del Señor: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre”, “el que cree en mí, tiene la vida eterna”. Nos hace reflexionar. Esta palabra introduce en la dinámica de la fe, que es una relación: la relación entre la persona humana, todos nosotros, y la persona de Jesús, donde el Padre juega un papel decisivo, y naturalmente, también el Espíritu Santo, que está implícito aquí. No basta encontrar a Jesús para creer en Él, no basta leer la Biblia, el Evangelio, eso es importante ¿eh?, pero no basta. No basta ni siquiera asistir a un milagro, como el de la multiplicación de los panes. Muchas personas estuvieron en estrecho contacto con Jesús y no le creyeron, es más, también lo despreciaron y condenaron. Y yo me pregunto: ¿por qué, esto? ¿No fueron atraídos por el Padre? No, esto sucedió porque su corazón estaba cerrado a la acción del Espíritu de Dios. Y si tú tienes el corazón cerrado, la fe no entra. Dios Padre siempre nos atrae hacia Jesús. Somos nosotros quienes abrimos nuestro corazón o lo cerramos.
En cambio, la fe, que es como una semilla en lo profundo del corazón, florece cuando nos dejamos “atraer” por el Padre hacia Jesús, y “vamos a Él” con ánimo abierto, con corazón abierto, sin prejuicios; entonces reconocemos en su rostro el rostro de Dios y en sus palabras la palabra de Dios, porque el Espíritu Santo nos ha hecho entrar en la relación de amor y de vida que hay entre Jesús y Dios Padre. Y ahí nosotros recibimos el don, el regalo de la fe.
Entonces, con esta actitud de fe, podemos comprender el sentido del “Pan de la vida” que Jesús nos dona, y que Él expresa así: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,51). En Jesús, en su “carne” –es decir, en su concreta humanidad– está presente todo el amor de Dios, que es el Espíritu Santo. Quien se deja atraer por este amor va hacia Jesús, y va con fe, y recibe de Él la vida, la vida eterna.Aquella que ha vivido esta experiencia en modo ejemplar es la Virgen de Nazaret, María: la primera persona humana que ha creído en Dios acogiendo la carne de Jesús. Aprendamos de Ella, nuestra Madre, la alegría y la gratitud por el don de la fe. Un don que no es “privado”, un don que no es “propiedad privada”, sino que es un don para compartir: es un don “para la vida del mundo”».
Papa Francisco. Ángelus, domingo 9 de agosto de 2015.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. La dimensión social del cristianismo es obvia, pero nace de la fe en el Señor Jesús. Y se desvirtuaría si, separándola de la fe, se hiciese del cristianismo un supermercado gratuito o una ONG social. El «pan dado» sin la fe carece del sabor cristiano. La fe sin el «pan solidario» simplemente no tiene sabor. Los cristianos somos invitados a unir en nuestro fe a nuestro obrar. ¿De qué manera concreta vivo la dimensión social de mi fe?
2. Es evidente que la autoridad moral de la Madre Teresa de Calcuta o del recordado Juan Pablo II no provenía de sus cualidades humanas, sino de su fe auténtica. Una fe tan grande en Dios que era capaz de romper barreras y destruir muros. Una fe ardiente no se detenía por los obstáculos que pudiese encontrar. ¿Cómo vivo yo mi fe? ¿Qué puedo hacer para alimentarla?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 153-165.
texto facilitado por JUAN R. PULIDO, presidente diocesano de A.N.E. TOLEDO y vicepresidente del Consejo nacional de la Adoración nocturna española
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