sábado, 17 de noviembre de 2018
Domingo de la Semana 33ª del Tiempo Ordinario. Ciclo B – 18 de noviembre de 2018 «Y entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria»
Lectura del libro del profeta Daniel (12,1-3): Por aquel tiempo se salvará tu pueblo.
Por aquel tiempo se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu pueblo: serán tiempos difíciles, como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora. Entonces se salvará tu pueblo: todos los ins-critos en el libro.
Muchos de los que duermen en el polvo despertarán: unos para vida eterna, otros para ignominia perpe-tua. Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad.
Salmo 15,5.8.9-10.11: Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti. R./
El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; // mi suerte está en tu mano. // Tengo siempre presente al // Señor, // con él a mi derecha no vacilaré. R./
Por eso se me alegra el corazón, // se gozan mis entrañas, // y mi carne descansa serena. // Porque no // me entregarás a la muerte, // ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. R./
Me enseñarás el sendero de la vida, // me saciarás de gozo en tu presencia, // de alegría perpetua a tu // derecha. R./
Lectura de la carta a los hebreos (10, 11-14): Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados.
Cualquier otro sacerdote ejerce su ministerio, diariamente, ofreciendo muchas veces los mismos sacrifi-cios, porque de nin¬gún modo pueden borrar los pecados. Pero Cristo ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio; está sentado a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta hasta que sus enemigos sean puestos como es¬trado de sus pies.
Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados.
Donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados.
Lectura del Santo Evangelio según San Marcos (13, 24-32): Reunirá a los elegidos de los cuatro vientos.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Enton-ces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte.
Aprended de esta parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, dedu-cís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puer-ta. Os aseguro que no pasará esta genera¬ción antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre.»
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
El fiel que acompaña semanalmente la liturgia dominical, sabe bien que, en los últimos Domingos, cuan-do ya el año litúrgico llega a su fin, corresponde meditar los hechos finales de la histo¬ria. En efecto, después de iluminar, Domingo a Domingo, el misterio de Cristo en sus diver¬sas facetas, en este Domingo, que es el penúltimo del año litúrgico, la litur¬gia nos pone ante el misterio de la venida final de Jesucristo y nos invita a considerar la incidencia de este hecho en nuestra vida (Evangelio). En el Antiguo Testamento, vemos como Daniel nos dirá en una visión profética: «Entonces se salvará tu pueblo, todos los inscritos en el libro» (Primera Lectura). En la carta a los Hebreos, contemplamos a Cristo sentado a la derecha de Dios Padre, esperando hasta que sus enemigos sean puestos como escabel de sus pies (Segunda Lectura).
El fin de los tiempos
El libro de Daniel nos remite a la época en que el pueblo judío se encontraba oprimido durante la perse-cución de Antíoco IV en el año 168 a.C.
Era un «tiempo de angustia como no hubo otro desde que existen las naciones» y el deseo de poner fin a la opresión suscitaba en el pueblo una profunda confianza en el amor protector de Dios. En medio de la persecución Daniel proclama proféticamente la salvación que Dios traerá a su pueblo. Miguel, jefe del ejér-cito celestial y protector de Israel, se levantará para ejercer su misión de defender al pueblo judío. En los escritos apocalípticos, la liberación final viene precedida de una gran conmoción histórica y cósmica que acarrea angustias y sufrimientos.
El hombre «vestido con túnica de lino» y encargado de comunicar la revelación a Daniel (ver Dn 10,5.11-12) proclama que Dios salvará a los que estén «inscritos en el libro» (Dn 12, 1), resucitará incluso a los muertos y tendrá lugar el juicio divino que será definitivo: castigo eterno para unos, vida eterna para otros. Daniel nos presenta la intervención divina como castigo de los que tramaron la ruina de sus fieles y salvación de los que confiaron y esperaron en ella (ver Dn 3,22.48; 6,24-25). La salvación luminosa procla-mada para los «doctos o sabios» y para los que «enseñaron a la multitud por el buen camino» es una ima-gen de la salvación eterna concedida a los fieles. Los sabios no constituyen un grupo especial dentro del mismo pueblo, sino aquella parte de la comunidad judía que permaneció fiel al cumplimiento de la ley de Moisés en medio de las persecuciones.
La venida del Hijo del hombre
El Evangelio de hoy comienza con las palabras de Jesús: «Más por esos días…». Con esta expresión quiere decir que comenzará a tratar de acontecimientos que pertenecen a la historia. Es más; los hechos de los cuales tratará son el desenlace de la historia, son los últimos, son los que dan sentido a toda la historia y al tiempo. Y esto es lo principal; su ubicación precisa, «el día y la hora», es menos importante y resulta inde-terminado. De todas mane¬ras, Jesús ofrece algunas pistas. Ante todo, sucederá «después de aquella tribu-lación». No es una indicación precisa, pues el mismo Evangelio de San Marcos da una definición de esta expresión en la cual se superponen dos cosas. En un momento parece estar hablando de la destrucción del templo de Jerusalén y la dispersión de los judíos ; pero en otro momento la descripción supera ese hecho, por muy tremendo que haya sido: «Aquellos días habrá una tribulación cual no la hubo desde el principio de la creación, que hizo Dios, hasta el presente, ni la volverá a haber» (Mc 13,19).
Los signos que Jesús indica son sobrecogedores: «El sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas irán cayendo del cielo, y las fuerzas que están en los cielos serán sacudidas». Jesús se aco-moda a las nociones de astronomía de su tiempo, en que se creía que el sol y la luna son luminarias de ta-maño menor que la tierra, que las estrellas cuelgan del firmamento sobre la superficie de la tierra y que ésta está sostenida por columnas sobre el abismo inferior. Pero, si éstos no son más que signos, ¿cuál es enton-ces el hecho último de que se trata? Jesús responde: «Entonces verán al Hijo del hombre venir entre las nubes con gran poder y gloria».
Este es el hecho principal. Pero el segundo está asociado a éste y afecta a todos los hombres: «Enton-ces envia¬rá a los ángeles y reunirán de los cuatro vientos a sus elegi¬dos, desde el extremo de la tierra has-ta el extremo del cielo». Esta expresión abarca todo el espacio y todo el tiempo: serán reunidos los elegidos que todavía peregrinen en la tierra y también los que ya hayan con¬cluido su curso terreno. Este hecho final dejará en evi¬dencia una división definitiva de los seres humanos entre elegidos y reprobados, es decir, entre los que serán reunidos con Cristo y los que serán apartados. Por eso éste es el hecho que da peso y sentido a toda la historia y a todo acto del hom¬bre.
La parábola de la higuera
Jesús agrega una parábola para indicar la relación entre el tiempo presente y ese hecho final que nos impli¬cará de manera tan radical. Así como sabemos percibir la cercanía del verano por el aspec¬to que adoptan las ramas de la higuera. Los signos son tales que siempre se debe sentir que Cristo está cerca, que su venida es inmi¬nente. Ésta es una dimen¬sión permanente de la vida cristiana. En efecto, Jesús agre¬ga: «Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda». Di¬fí¬cilmente ha dado Jesús más firmeza a una enseñan¬za suya: «El cielo y la tierra pasa¬rán, pero mis palabras no pasa¬rán». Sus pala-bras son la verdad, ellas son eter¬nas, son más estables que el cielo y la tierra.
En este caso nos invitan a vivir en la certeza de que Él está cerca, que su venida es inminente, que para cada uno ocurrirá en el espacio de su vida. Y esto es así porque la venida final de Cristo da sentido a nues-tra vida y a cada uno de nuestros actos, cualquiera que sea el momento de la historia en que nos toque vi-vir. Por eso no interesa tanto saber el cuándo. El día del juicio final versará sobre los actos que hayamos hecho, cada uno en su propio momento histórico.
El Evangelio de este Domingo concluye con una frase de Jesús que es difícil de interpretar: «De aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre». Antes que nada de-bemos observar que éste es el único caso en el Evangelio de Marcos en que Jesús, hablando de sí mismo, se da el nombre de «Hijo» sin más. Y lo hace en relación al Padre. Afirma que hay algo -«un día y una ho-ra»- que sólo el Padre conoce. En esta expresión el Padre no puede ser más que Dios mismo. Éste es un importante texto que revela que el Padre y el Hijo son dos personas distintas. Cada uno es el mismo y único Dios, pero son dos Personas distintas. La dificultad del texto está en la diferencia que introduce entre el Pa-dre y el Hijo. Entre los que ignoran «aquel día y hora» hay una progresión. Cuando Jesús dice: «Nadie sabe nada», se refiere a todos los hombres. Esto es obvio. Ningún hombre ha pretendido saber el día y la hora en que ocurrirán los eventos futuros, tanto menos si éstos son los eventos finales.
Pero luego Jesús da un paso hacia el mundo trascendente: «ni los ángeles en el cielo». Los ángeles no pueden revelar a los hombres ese momento porque tampoco ellos saben nada «sobre aquel día y hora». La difi¬cultad está en que también el Hijo se incluye en el lado de los que no saben, mientras que el único que sabe es el Padre. Pero esta diferencia entre el Padre y el Hijo es imposible: no hay nada que el Padre sepa que el Hijo no sepa. Por eso cuando Jesús dice: «Nadie sabe... ni el Hijo», este «no saber» del Hijo es, en realidad, un «no querer reve¬lar». No lo quiere revelar para que los hombres estén siempre vigilantes. La frase siguien¬te es precisa¬men¬te un llamado a la vigilancia: «Estad atentos y vigi¬lad, porque ignoráis cuándo será el momento» (Mc 13,33). Esta interpretación está confirmada por el libro de los Hechos de los Apósto-les donde se enfren¬ta el mismo tema. Los após¬toles preguntan a Jesús resuci¬tado: «Se¬ñor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?» (Hch 1,6). Ellos están hablando de un reino de Is-rael terreno y piensan que ya es tiempo de restablecer el esplendor que tenía en el tiempo del rey David. Jesús, en cambio, se refie¬re a un Reino eterno, aquél sobre el cual el Credo de nuestra fe dice: «De nuevo vendrá con gloria... y su Reino no tendrá fin». En su respuesta Jesús se refiere al momen¬to de su venida final: «A voso¬tros no os corres¬pon¬de conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autori-dad...» (Hch 1,7). En esta respues¬ta Jesús da a entender que Él conoce ese momento; pero no lo revela a los após¬toles porque a ellos «no corres¬ponde cono¬cerlo».
El nuevo sacerdote y la nueva alianza.
La carta a los Hebreos es muy tajante y clara al afirmar que el sacrificio de Jesús deroga de una vez por todas la ley como institución de salvación (ver Heb 10,1), y nos proporciona, de una parte, la santificación, es decir, el paso al modo de existencia y vida propias de Dios, el único Santo. La misma perfección obteni-da por Jesucristo, la transformación de su humanidad en una humanidad divinizada, ha sido obtenida y conseguida también para nosotros (Heb 2,10; 5,9; 7,28). En Él hemos sido santificados, consagrados, he-chos sacerdotes. A esta nueva condición accedemos por la fe. Y con ella se obtiene, de una vez por todas, la reconciliación definitiva y el perdón de los pecados.
Una palabra del Santo Padre:
«Jesús es llamado el Cordero: es el Cordero que quita el pecado del mundo. Uno puede pensar: ¿pero cómo, un cordero, tan débil, un corderito débil, cómo puede quitar tantos pecados, tantas maldades? Con el Amor, con su mansedumbre. Jesús no dejó nunca de ser cordero: manso, bueno, lleno de amor, cercano a los pequeños, cercano a los pobres. Estaba allí, entre la gente, curaba a todos, enseñaba, oraba. Tan débil Jesús, como un cordero. Pero tuvo la fuerza de cargar sobre sí todos nuestros pecados, todos. «Pero, padre, usted no conoce mi vida: yo tengo un pecado que..., no puedo cargarlo ni siquiera con un camión...». Muchas veces, cuando miramos nuestra conciencia, encontramos en ella algunos que son grandes. Pero Él los carga. Él vino para esto: para perdonar, para traer la paz al mundo, pero antes al corazón. Tal vez cada uno de nosotros tiene un tormento en el corazón, tal vez tiene oscuridad en el corazón, tal vez se sien-te un poco triste por una culpa... Él vino a quitar todo esto, Él nos da la paz, Él perdona todo. «Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado»: quita el pecado con la raíz y todo. Ésta es la salvación de Jesús, con su amor y con su mansedumbre. Y escuchando lo que dice Juan Bautista, quien da testimonio de Je-sús como Salvador, debemos crecer en la confianza en Jesús.
Muchas veces tenemos confianza en un médico: está bien, porque el médico está para curarnos; tene-mos confianza en una persona: los hermanos, las hermanas, nos pueden ayudar. Está bien tener esta con-fianza humana, entre nosotros. Pero olvidamos la confianza en el Señor: ésta es la clave del éxito en la vida. La confianza en el Señor, confiémonos al Señor. «Señor, mira mi vida: estoy en la oscuridad, tengo esta dificultad, tengo este pecado...»; todo lo que tenemos: «Mira esto: yo me confío a ti». Y ésta es una apuesta que debemos hacer: confiarnos a Él, y nunca decepciona. ¡Nunca, nunca! Oíd bien vosotros mu-chachos y muchachas que comenzáis ahora la vida: Jesús no decepciona nunca. Jamás. Éste es el testi-monio de Juan: Jesús, el bueno, el manso, que terminará como un cordero, muerto. Sin gritar. Él vino para salvarnos, para quitar el pecado. El mío, el tuyo y el del mundo: todo, todo».
Papa Francisco. Domingo 19 de enero de 2014. Homilía en la parroquia romana "SacroCuorediGesúa Castro Pretorio"
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. Las lecturas de este Domingo son un auténtico llamado a tener una visión sobrenatural y llena de esperanza en mi vida. ¿Confío en las promesas del Señor? ¿Estoy preparado para su venida o para mi encuentro con Él?
2. El ser humano desde siempre ha sido muy sensible al misterio del tiempo. Es por eso que los he-chos relativos al futuro y al fin del tiempo suscitan tanto interés. ¿Me doy cuenta que creer en ho-róscopos, lecturas de las cartas o en algún tipo de explicación esotérica sobre mi futuro va direc-tamente contra mi fe en el Señor Jesús?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1020-1060.
texto facilitado por J.R. Pulido. Toledo
fotografia: Cristo Yacente, autor Gregorio Fernández (1613), venerado en la Iglesia de los Dominicos de Valladolid
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