domingo, 28 de junio de 2020
13ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 10, 37-42
Hoy nos encontramos en el evangelio con una doctrina de Jesús expresada en frases que quizá nos parecen demasiado tajantes. La razón es que, cuando Jesús no predicaba en parábolas, lo solía hacer con estas frases algo chocantes, porque lo hacía en lo que se llama cultura oral. Hoy pertenecemos más a la cultura escrita donde el profesor lo deja todo escrito o se basa en un escrito. En los tiempos de Jesús, para que la doctrina se quedase más grabada, había que decir frases que impresionasen algo. Nosotros podemos saberlas interpretar por otros momentos de la palabra de Dios.
El evangelio de hoy podemos dividirlo en dos partes: Uno sería el tema del “seguir” a Jesús; el otro, el acogimiento con hospitalidad porque Cristo está en el hermano.
El seguimiento a Jesús no es lo mismo que ir detrás. El seguimiento es una experiencia personal de amar y ser amado. Cuando Jesús dice a uno: “Sígueme”, es una invitación cargada de amor, de un amor que pide una correspondencia radical, que encierra en sí todos los aspectos de la vida. Por eso seguir a Jesús no es sólo una aventura intelectual o una adhesión a una ideología interesante, que me gusta, ni es sólo cuestión de sentimiento. Una idea importante es la centralidad de Jesucristo en la vida de un cristiano. Cuando Jesús dice que su amor está por encima del amor al padre o a la madre o a los hijos, no está anulando el amor familiar, sino que el amor al Señor debe ser la fuente de todo otro amor. Por eso seguir a Jesús exige la entrega de todo nuestro ser, una entrega total, sin reservas ni condiciones. Eso indica que hay que librarse de toda atadora y dependencia. No suele haber obstáculos en la familia; pero si se opusiera, tendría que prevalecer el seguimiento a Jesús y a sus mensajes.
Este liberarse de toda dependencia muchas veces llevará al conflicto con todos los agentes de represión, que a veces están en nosotros y muchas veces son otras personas que intentan la represión. Todo ello nos puede llevar a la cruz. No quiere decir que nos maten, como a los mártires; pero sí encontraremos cruces continuas en la vida de cada día de saber renunciar al egoísmo, en la renuncia a la propia seguridad, a la dignidad, a la fama. El cristiano prolonga en cada momento el significado del bautismo, que es morir para resucitar: morir al pecado, al egoísmo, al hombre viejo, para surgir a la vida nueva de amor, de gracia, al hombre nuevo. Hay una continua tensión entre el sí a la gracia y el no a la seducción del mal. Esto es la cruz.
La segunda parte habla del acogimiento o la hospitalidad. No son los enviados los que pretenden identificarse con Jesús, sino que es Él quien se identifica con los enviados. En este mundo actual bastante deshumanizado, Jesús nos invita a acoger a los demás, porque es como hacérselo a Él mismo. Esto es porque, si fundamentamos nuestra existencia sólo en otro ser humano, tendemos hacia el fracaso, porque todos nosotros somos seres limitados en el tiempo y en las posibilidades. Otra cosa es si lo hacemos tendiendo hacia el Señor. Así lo expresó Jesús cuando nos habló de lo que pasará en el Juicio final. Acoger a los otros con generosa hospitalidad es signo de fidelidad al mandamiento del amor fraterno, que debe ser sin fronteras. Porque esta acogida fraterna no es sólo para los amigos o familiares, sino para el forastero, lejano, el pobre, enfermo o prisionero. Es acoger a Jesús, que “no tuvo dónde reclinar la cabeza”. Para una acogida así, es necesaria la renuncia, la disponibilidad, la gratuidad. Este acogimiento la mayoría de las veces estará en las atenciones pequeñas de cada día, en la capacidad de diálogo, en el esfuerzo de comprender las razones del otro. Es acoger con bondad, aunque muchas veces palpemos el rechazo del otro.
San Pablo nos dice que por el bautismo “andamos en una vida nueva”. De esta vida nueva se habla hoy. De hecho la experiencia nos dice que solemos cambiar muy poco. No es fácil manifestarlo por palabras. Debe ser una vivencia continua, que se haga creíble ante todos por la gracia del Espíritu Santo, porque se hace con alegría.
Domingo de la Semana 13ª del Tiempo Ordinario. Ciclo A «El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí»
Lectura del Segundo libro de los Reyes (4, 8-11.14-16a): Ese hombre de Dios es un santo; se quedará aquí.
Un día pasaba Eliseo por Sunem y una mujer rica lo invitó con insistencia a comer. Y siempre que pasaba por allí iba a comer a su casa. Ella dijo a su marido: —Me consta que ese hombre de Dios es un santo; con frecuencia pasa por nuestra casa. Vamos a prepararle una habitación pequeña, cerrada, en el piso superior; le ponemos allí una cama, una mesa, una silla y un candil y así cuando venga a visitarnos se quedará aquí.
Un día llegó allí, entró en la habitación y se acostó. Dijo a su criado Guiezi: —¿Qué podemos hacer por ella? Contestó Guiezi: —No tiene hijos y su marido ya es viejo. El le dijo: —Llama a la Sunamita. La llamó y ella se presentó a él. Eliseo dijo: —El año que viene, por estas mismas fechas abrazarás a un hijo.
Salmo 88,2-3.16-17.18-19: Cantaré eternamente las misericordias del Señor. R./
Cantaré eternamente las misericordias del Señor, // anunciaré tu fidelidad por todas las edades. // Porque dije: «tu misericordia es un edificio eterno, // más que el cielo has afianzado tu fidelidad.» R./
Dichoso el pueblo que sabe aclamarte: // caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro; // tu nombre es su gozo cada día, // tu justicia es su orgullo. R./
Porque tú eres su honor y su fuerza, // y con tu favor realzas nuestro poder. // Porque el Señor es nuestro escudo, // y el santo de Israel, nuestro rey. R./
Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos (6, 3-4.8-11) Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que andemos en una nueva vida.
Hermanos: Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte.
Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva.
Por tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él. Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre, y su vivir es un vivir para Dios.
Lo mismo vosotros consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor Nuestro.
Lectura del Santo Evangelio según San Mateo (10, 37-42): El que no toma su cruz no es digno de mí. El que os recibe a vosotros, me recibe a mí.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: —El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.
El que encuentre su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado. El que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá paga de justo.
El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
El texto de la carta de San Pablo a los Romanos constituye una de las exposiciones más bellas y profundas del sacramento del bautismo. En ella se subraya el binomio muerte-nueva vida y nos ofrece una clave de lectura para comprender y profundizar mejor las lecturas. San Pablo explica que el bautismo nos incorpora a la muerte de Cristo para que, así como Cristo resucitó de entre los muertos, así también nosotros - bautizados en Cristo - caminemos por una vida nueva (Segunda Lectura). En el Evangelio vemos como el tema de la vida nueva en Cristo se presenta de modo claro y excluyente: el que encuentre su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará. Cristo nos pide que no antepongamos nada a su amor, sobre todo, que no antepongamos nuestro egoísmo y amor propio (Evangelio). La Primera Lectura nos recuerda que toda fecundidad en la vida es una bendición de Dios. La nueva vida que concibe la mujer sunamita, que era estéril y tenía un esposo anciano, es un don de Dios en respuesta a su apertura ante el Plan de Dios.
Eliseo y el milagro de la fecundidad de la mujer de Sunem
Eliseo (“Dios es mi salvación”) continuó la labor de Elías durante más de 50 años como profeta de Israel. Antes de que Elías fuese arrebatado al cielo, Eliseo le pidió que le hiciera partícipe de su poder y que pudiera sucederle. Esta petición le fue concedida en abundancia. Eliseo, que vivió alrededor del siglo IX a.C., realizó varios milagros llegando a superar a su mentor y terminó la obra de Elías destruyendo, en esa época, el culto a Baal. Morirá durante el reinado de Joás siendo lamentado por el pueblo y por el propio Rey (2 Re 13, 4 -20).
El episodio narrado sucede en el Poblado de Sunem o Sunam que se encuentra cerca del monte Tabor al norte de Israel. Eliseo es acogido por «una mujer principal». Ciertamente hospedar a un profeta, «un santo hombre de Dios» es un honor y fuente de bendición para toda la familia. La mujer sunamita, en un acto de generosidad, le pide al marido la construcción de una pequeña alcoba para acoger así al profeta itinerante. Para albergar a los huéspedes se solía habilitar un cuarto sobre el techo de la casa la cual por regla general no tenía más que un piso. A este aposento se le llamaba «cenáculo». El colocar en la habitación una mesa, una silla y una lámpara es considerado, en ese tiempo, todo un lujo. Eliseo, ante la generosa hospitalidad, primero le ofrece una recomendación política que no parece interesarle a la mujer (leer los versículos 12 y 13); sin embargo, después le promete una bendición maravillosa y no esperada a causa de la avanzada edad de su marido.
Todo este episodio tiene cierto parentesco y puntos de contacto con la narración de la promesa de un hijo a Abraham y a su esposa Sara (ver Gn 17-18). Lo más grande que podía aspirar la mujer de Israel era tener un hijo del cual esperaba podría salir el Mesías. Es sobre todo por eso que la esterilidad es mirada como oprobio en Israel (Jc 11,37; Lc 1,25). Después de hacer llamar a la mujer sunamita, Eliseo le promete un vástago: «el año que viene por estas fechas, abrazarás un hijo». Algo parecido prometió el sacerdote Elí a Ana (ver 1Sam 1). La mujer siente miedo de entregarse a la ilusión y a la esperanza de lo que más desea; sería bello, y una desilusión en este punto sería trágica: «Por favor, no, señor, no engañes a tu servidora» (2R 4,16b) le responde al profeta. El profeta enfrenta a la mujer con el sentido último de su vida: la maternidad. En ocasión semejante Sara al escuchar la promesa que Yahveh le hace a su esposo, se rió (ver Gn 18, 11-15). Esta dadivosa familia se verá colmada de bendiciones y no es sino lo que Jesús va a prometer al que recibe a un profeta o a un justo (ver Mt 10, 41-42).
¿Ser dignos de Cristo?
«El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí». Estas son palabras de Cristo. Dichas por cualquier otro resultarían intolerables. Pero dichas por él son la verdad. En esta afirmación de Cristo todas las pala¬bras son claras, salvo tal vez la expresión «ser digno de él». ¿Qué signi¬fica ser digno de Cristo? Ser digno de una persona signifi¬ca merecer su afecto, su amistad, su amor. Pero ¿quién puede merecer la amistad y el amor de Cristo? En la frase que hemos citado tenemos la res¬puesta: para merecer la amistad de Cristo hay que amarlo a Él más que al padre y a la madre, más que al hijo y a la hija. Y no sólo esto, sino que Jesús agrega: «El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí». «Tomar la cruz y seguir a Jesús» significa amarlo a Él más que la propia vida, más que nuestras comodidades y más que todas nues¬tras posesiones.
Para que no nos engañemos, Jesús nos aclara en qué consis¬te el amor que nos hace dignos de Él: «El que me ama observa mi palabra; y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). Y en otra ocasión asegu¬ra: «Vosotros seréis mis amigos si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15,14). Se trata de escuchar la palabra de Cristo y obser¬var¬la por encima de toda otra palabra. En¬tonces seremos dignos del amor del Padre y de la amistad y la compañía de Cristo. ¿En qué caso puede darse un conflicto entre el amor paterno o filial y el amor a Cristo? De parte del padre, amar a Cristo más que al hijo, signi¬fica estar dispuesto a ofrecerlo a Dios, si Él lo llama, como hizo Abraham, nuestro padre en la fe. A él le dijo Dios: «Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac... y ofrécemelo en holocausto... Construyó Abraham un altar y dispuso la leña; luego ató a Isaac su hijo y lo puso sobre el ara, encima de la leña. Alargó Abraham la mano y tomó el cuchi¬llo para inmolar a su hijo» (Gn 22,2.9-10).Dios detuvo la mano de Abraham, porque no admite sacrificios humanos, pero reco¬noce su amor: «Por haber hecho esto, por no haberme negado tu hijo, tu único, yo te colmaré de bendiciones» (Gn 22,16-17). Por esto Abraham «fue llama¬do amigo de Dios» (St 2,23).
Y de parte del hijo, amar a Cristo más que al padre y más que la madre significa seguirlo a Él, aunque haya que vencer la oposición paterna. Todos conocemos el caso de San Francis¬co de Asís, cuyo padre Bernardone ha pasado a la historia única¬mente porque desheredó a su hijo; esperaba de él glorias humanas, mientras Dios lo llamaba por el camino de la pobre¬za y la santidad. Ante el Obispo de Asís y ante el pueblo, San Francis¬co se despojó de sus vestidos y los devol¬vió a su padre dicien¬do: «Escuchad todos lo que tengo que decir: hasta ahora he llama¬do mi padre a Pedro de Bernardone; pero ahora yo le devuelvo su oro y todos los vestidos que he recibido de él; de manera que en adelante ya no diré más: 'Mi padre Pedro de Bernar¬done' sino solamente: 'Padre nuestro que estás en el cie¬lo'».
Este es un caso extremo; pero también fue extrema la oposi¬ción que sufrió de su padre. Las palabras de Cristo se reve¬lan verdaderas: Fran¬cisco amó más a Cristo y ahora goza de la gloria celes¬tial, la Iglesia lo venera como uno de los más grandes santos y el mundo lo reconoce como un signo de paz. ¿Quién no conoce a San Francisco de Asís? Si hubiera amado más a Pedro Bernardone poseería la gloria humana que podía darle él, es decir, una gloria tenebrosa. El Catecismo de la Iglesia Católica resume esta doc¬trina así: «Los vínculos familiares, aunque son muy impor¬tantes, no son absolutos. A la par que el hijo crece hacia una madurez y autonomía humanas y espirituales, la voca¬ción singular que viene de Dios se afirma con más claridad y fuerza. Los padres deben respetar esta llamada y favore¬cer la respuesta de sus hijos para seguirla. Es preciso convencerse de que la voca¬ción primera del cristiano es seguir a Jesús» .
«El que pierda su vida por mí, la hallará»
Asimismo, la propia vida cor¬poral es un bien y se debe cuidar; pero el Evangelio nos enseña que esta vida no es el bien supremo. Hoy día se asiste a un verdadero culto idolátrico al cuer¬po, a la be¬lleza físi¬ca y a la salud corpo¬ral hasta hacer de la vida corporal el bien supremo. La proliferación de gimnasios, los con¬cur-sos de belleza, entre otras manifestaciones; son los santuarios de este culto. Ante la amenaza de la vida por causa de la enfermedad se difunden medios de prevención cuya implicancia parece ser ésta: ¿a quién le preocupa si su uso ofende a Dios? lo que interesa es evitar la enfermedad. De esta manera resulta que se concede a la vida corporal y a su vigor el rango de bien supremo y se considera que ante este bien todo debe ceder en importancia. ¡Pero esto trae consigo la pérdida de la vida eterna! Éste es el sentido de la frase de Cris¬to: «El que encuentre su vida la perderá; el que pier¬da su vida por mí, la encon¬trará».
El único bien supremo, abso¬luto, es Cristo. Perder la vida por Él es gozar de la Vida Eterna. Cristo dijo: «Yo soy la Vida», y la posesión de él es lo único que sacia comple¬tamente todos los anhelos del hombre dándole la felicidad plena y to¬tal. Cristo es el único bien que, una vez poseí¬do, basta. Nada puede amargar la felicidad de quien posee a Cristo ya que: «Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre Él» (Rm 6,8-9).
Una palabra del Santo Padre:
«En un primer momento, nos pueden venir a la mente algunas expresiones evangélicas que parecen contraponer los vínculos de la familia y el hecho de seguir a Jesús. Por ejemplo, esas palabras fuertes que todos conocemos y hemos escuchado: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí» (Mt10, 37-38).
Naturalmente, con esto Jesús no quiere cancelar el cuarto mandamiento, que es el primer gran mandamiento hacia las personas. Los tres primeros son en relación a Dios, y este en relación a las personas. Y tampoco podemos pensar que el Señor, tras realizar su milagro para los esposos de Caná, tras haber consagrado el vínculo conyugal entre el hombre y la mujer, tras haber restituido hijos e hijas a la vida familiar, nos pida ser insensibles a estos vínculos. Esta no es la explicación. Al contrario, cuando Jesús afirma el primado de la fe en Dios, no encuentra una comparación más significativa que los afectos familiares. Y, por otro lado, estos mismos vínculos familiares, en el seno de la experiencia de la fe y del amor de Dios, se transforman, se «llenan» de un sentido más grande y llegan a ser capaces deir más allá de sí mismos, para crear una paternidad y una maternidad más amplias, y para acoger como hermanos y hermanas también a los que están al margen de todo vínculo. Un día, en respuesta a quien le dijo que fuera estaban su madre y sus hermanos que lo buscaban, Jesús indicó a sus discípulos: «Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc3, 34-35).
La sabiduría de los afectos que no se compran y no se venden es la mejor dote del genio familiar. Precisamente en la familia aprendemos a crecer en ese clima de sabiduría de los afectos. Su «gramática» se aprende allí, de otra manera es muy difícil aprenderla. Y es precisamente este el lenguaje a través del cual Dios se hace comprender por todos.
La invitación a poner los vínculos familiares en el ámbito de la obediencia de la fe y de la alianza con el Señor no los daña; al contrario, los protege, los desvincula del egoísmo, los custodia de la degradación, los pone a salvo para la vida que no muere. La circulación de un estilo familiar en las relaciones humanases una bendición para los pueblos: vuelve a traer la esperanza a la tierra. Cuando los afectos familiares se dejan convertir al testimonio del Evangelio, llegan a ser capaces de cosas impensables, que hacen tocar con la mano las obras de Dios, las obras que Dios realiza en la historia, como las que Jesús hizo para los hombres, las mujeres y los niños con los que se encontraba. Una sola sonrisa milagrosamente arrancada a la desesperación de un niño abandonado, que vuelve a vivir, nos explica el obrar de Dios en el mundo más que mil tratados teológicos. Un solo hombre y una sola mujer, capaces de arriesgar y sacrificarse por un hijo de otros, y no sólo por el propio, nos explican cosas del amor que muchos científicos ya no comprenden. Y donde están estos afectos familiares, nacen esos gestos del corazón que son más elocuentes que las palabras. El gesto del amor... Esto hace pensar.
La familia que responde a la llamada de Jesús vuelve a entregar la dirección del mundo a la alianza del hombre y de la mujer con Dios. Pensad en el desarrollo de este testimonio, hoy. Imaginemos que el timón de la historia (de la sociedad, de la economía, de la política) se entregue —¡por fin!— a la alianza del hombre y de la mujer, para que lo gobiernen con la mirada dirigida a la generación que viene. Los temas de la tierra y de la casa, de la economía y del trabajo, tocarían una música muy distinta».
Papa Francisco. Audiencia General. Miércoles 2 de septiembre de 2015
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. «El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí». Son muchas las cruces que tenemos que llevar en este tiempo de cuarentena ¿Le pido al Señor que me ayude a poder llevar mi cruz? Él nunca nos dejará solos.
2. ¿Amo mi fe y busco vivirla en la vida cotidiana?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 1010-1011. 2015.
texto facilitado por JUAN RAMON PULIDO, presidente diocesano de ADORACION NOCTURNA ESPAÑOLA, Toledo
domingo, 21 de junio de 2020
Domingo de la Semana 12ª del Tiempo Ordinario. Ciclo A – 21 de junio de 2020 «No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos»
Lectura del profeta Jeremías (20,10-13): Libró la vida del pobre de manos de los impíos.
Oía el cuchicheo de la gente: «Pavor en torno; delatadlo, vamos a delatarlo.» Mis amigos acechaban mi traspié: «A ver si se deja seducir, y lo abatiremos, lo cogeremos y nos vengaremos de él.»
Pero el Señor está conmigo, como fuerte soldado; mis enemigos tropezarán y no podrán conmigo. Se avergonzarán de su fracaso con sonrojo eterno que no se olvidará.
Señor de los ejércitos, que examinas al justo y sondeas lo íntimo del corazón, que yo vea la venganza que tomas de ellos, porque a ti encomendé mi causa.
Cantad al Señor, alabad al Señor, que libró la vida del pobre de manos de los impíos.
Salmo 68,8-10.14.17.33-35: Que me escuche tu gran bondad, Señor. R./
Por ti he aguantado afrentas, // la vergüenza cubrió mi rostro. // Soy un extraño para mis hermanos, // un extranjero para los hijos de mi madre, // porque me devora el celo de tu templo, // y las afrentas con que te afrentan caen sobre mí. R./
Pero mi oración se dirige a ti, Dios mío, // el día de tu favor; // que me escuche tu gran bondad, // que tu fidelidad me ayude. // Respóndeme, Señor, con la bondad de tu gracia; // por tu gran compasión vuélvete hacia mí. R./
Miradlo los humildes y alegraos, // buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. // Que el Señor escucha a sus pobres, // no desprecia a sus cautivos. // Alábenlo el cielo y la tierra, // las aguas y cuanto bulle en ellas. R./
Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos (5,12-15): No hay proporción entre la culpa y el don: el don no se puede comparar con la caída.
Hermanos: Lo mismo que por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres porque todos pecaron. Pero, aunque antes de la ley había pecado en el mundo, el pecado no se imputaba porque no había ley. Pues a pesar de eso, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre los que no habían pecado con un delito como el de Adán, que era figura del que había de venir. Sin embargo, no hay proporción entre la culpa y el don: si por la culpa de uno murieron todos, mucho más, gracias a un solo hombre, Jesucristo, la benevolencia y el don de Dios desbordaron sobre todos.
Lectura del Santo Evangelio según San Mateo (10,26-33): No tengáis miedo a los que matan el cuerpo.
En aquel tiempo dijo Jesús a sus apóstoles: -No tengáis miedo a los hombres porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse. Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que os digo al oído pregonadlo desde la azotea.
No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. ¿No se venden un par de gorriones por unos cuartos? y, sin embargo, ni uno sólo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo, no hay comparación entre vosotros y los gorriones.
Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo.
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
En el Evangelio de este Domingo escuchamos por tres veces la invitación de Jesús: «No tengáis miedo» . Jesús advierte a sus apóstoles sobre las dificultades que encontrarán en su actividad apostólica y los instruye sobre el falso temor a los hombres y el verdadero temor de Dios. Es, pues, una invitación llena de vigor a la confianza, a la seguridad en Dios Padre (Evangelio). La experiencia que vive el profeta Jeremías es semejante. Dios le ha llamado a dar un mensaje de destrucción para Jerusalén: «y les dices: Así dice Yahveh Sebaot: "Asimismo quebrantaré yo a este pueblo y a esta ciudad, como quien rompe una vasija de alfarero la cual ya no tiene arreglo» (Jr 19,11). Es un mensaje impopular que hiere los oídos de sus oyentes. Incluso sus amigos le dan la espalda y se vuelven contra él maquinando insidias e intrigas.
Sin embargo, Jeremías se levanta con una confianza magnífica: «el Señor está conmigo como un fuerte guerrero» (Primera Lectura). La segunda lectura tenemos nuevamente un texto de la carta a los Romanos. También aquí el elemento de confianza y seguridad subyace a la exposición del pecado y de la Reconciliación obtenida en Jesucristo. El tema de fondo de la liturgia es, por tanto, una contraposición entre el miedo del mundo, de los hombres y de la desesperación del pecado y la confianza en Dios que cuida providentemente de sus creaturas y se muestra como aquel «guerrero fuerte» que anima y fortalece a los suyos. El bien ha triunfado sobre el mal y la muerte gracias a Cristo Jesús.
«Yahveh está conmigo como fuerte guerrero»
El profeta Jeremías vivió unos 100 años después que Isaías. En el año 627 A.C. recibe, muy joven, el llamado a la vocación profética. Mientras redactaba sus escritos, el poder de Asiria, el gran imperio del norte, se derrumbaba. Babilonia era ahora la nueva amenaza para el Reino de Judá. Durante 40 años, Jeremías advirtió a su pueblo que vendría sobre él el juicio divino por su idolatría y su pecado. Finalmente se cumplieron sus palabras en el año 587 A.C. cuando el ejército babilónico, comandadopor Nabucodonosor, destruyó Jerusalén y el templo, y desterró a sus habitantes.
Jeremías rehusó llevar una vida fácil en la corte de Babilonia y probablemente terminó sus días en Egipto. Los capítulos del libro de este profeta no siguen un orden cronológico de los acontecimientos. Ello se debe, seguramente, al proceso de su composición por su secretario Baruc quien reunió diversas profecías e incluso pertenecientes a diversas épocas del largo ministerio del profeta. Los mensajes dirigidos por Dios a Judá por intermedio de Jeremías se dieron durante los reinados de los últimos cinco reyes: Josías, Joacaz, Joacín, Joaquín, y Sedecías.
En el pasaje de este Domingo Jeremías ha anunciado la destrucción de Jerusalén (ver Jr 19) y Fasur (o Pasjur, hijo de Imer, sacerdote y oficial importante en el templo) lo manda azotar y lo echa en el cepo, sujetándolo por el cuello, los brazos y pies mediante grillos. Luego el profeta dirá una serie de maldiciones e imprecaciones que no son sino enfáticas expresiones muy usadas en el Oriente para expresar un vivo dolor. El terror rodea al profeta por todas partes; acaba de ser azotado injustamente, solamente por haber anunciado la palabra de Yahveh, sus enemigos triunfan y el mismo Dios parece haberle desamparado. Si Jesucristo en la hora de su suprema agonía exclama: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?»(Mt 27,46); ¡cuánto más comprensibles son las profundas quejas del profeta!
Sin embargo, vemos inmediatamente el divino consuelo que Jeremías halla después de este desahogo. Pues la persecución es una de las ocho bienaventuranzas anunciadas por Jesucristo: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» Mt 5,11-12)
La misión apostólica
En el llamado discurso apostólico, Jesús, lla¬mando a sus doce discípulos, los envió a proclamar «que el Reino de los cielos está cerca». Jesús los envía, después de darles diversas instrucciones acerca de lo necesario para esta misión y sobre el modo de proceder al llegar a cada ciudad o pueblo en que entren. En seguida les predice las persecuciones que deberán padecer y los previene: «Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sina¬go¬gas; y por mi causa seréis llevados ante gobernado¬res y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles» (Mt 10,17-18). Se habla aquí de dar testimonio ante gober¬nadores y reyes y, sobre todo, «¡ante los gentiles!». Es evidente que Jesús está hablando de la misión universal, la que encomendó a sus apóstoles antes de su Ascensión al cielo.
Uno de los aspectos de esta misión de salvación es la persecución. Jesús es crudamente claro y los previene contra toda falsa expectativa. Si el apóstol quiere ser fiel a su misión sufrirá persecución: «Seréis odiados por todos por causa de mi nombre... cuando os persigan en una ciudad huid a otra, y si también en ésta os persiguen, marchaos a otra...».Si la misión es la misma que Jesús recibió de su Padre, entonces la suerte que espera a sus enviados es la misma que tuvo él: «No está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su amo. Ya le basta al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su amo. Si al dueño de la casa lo han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a sus domésticos!». Llamar a Jesús con el nombre del príncipe de los demonios es lo máximo; nadie podría imaginar algo más falso. Los enviados de Jesús deberán esperar ser llamados cosas peores. Y no sólo esto, sino que, por su fidelidad a la verdad que tienen que anunciar, deberán también esperar ser sometidos a muerte, como lo fue Jesús. Aquí comienza el Evangelio de este Domingo.
¡No tengan miedo!
En el pasaje que leemos, Jesús exhorta tres veces a sus apóstoles a no tener miedo. Lo primero que no hay que temer es que la Buena Nueva pudiera ser silenciada y la obra de Cristo pudiera quedar sin efecto, como quisieron hacer las autoridades judías, que dicen a Pedro y Juan: «Os habíamos prohibido severa-mente enseñar en ese Nombre, y vosotros habéis llenado Jerusalén con vuestra doctrina» (Hch 5,28). Ante esta amenaza de silenciar a los apóstoles, Jesús les dice por primera vez: «No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubier¬to, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la oscuri¬dad, decidlo a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo sobre los terrados». Jesús asegura que el mensaje evangélico es indetenible por parte de los hombres y que su obra es indestruc¬tible. Esta predicción se ha revelado verdadera, pues en la historia se ha visto que mientras más se ha tratado de ahogar la Palabra, más se ha difundido.
Por segunda vez Jesús los exhorta a no temer, esta vez se trata de no temer a la muerte violenta que podrían sufrir los apóstoles: «No temáis a los que matan el cuer¬po, pero no pueden matar el alma». Aquí tendrá cumplimien¬to esta palabra: «Aunque mueran, vivirán». Es el espec¬táculo impresionante que han dado los mártires de todos los tiempos; han desafia¬do a la muerte y a sus verdugos esperan¬do en la vida eterna, confiados en la promesa de Cristo: «Al que me reconozca delante de los hombres, lo reconoceré también yo ante mi Padre que está en el cielo». Entonces Jesús agrega a quién ¡hay que temer!: «Temed a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en el infier¬no». Hay que temer, por encima de todas las cosas, la sentencia que recibirán en el juicio los que hayan despre¬ciado a Cristo: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles» (Mt 25,41). A estos Jesús dirá: «No os conozco» (Mt 7,23), pues así lo había advertido: «Quien me niegue ante los hombres, lo negaré también yo ante mi Padre que está en los cielos».
El tercer motivo para deponer todo temor a los hom¬bres, es que estamos en las manos de nuestro Padre y él nos ama y nos prote¬ge. Dios nos conoce más que lo que cada uno se conoce a sí mismo y le interesamos más. Tanto nos ama que para salvarnos entregó a su propio Hijo. El es más íntimo a nosotros que nosotros mismos. Y para decirlo de una manera más impactante, Jesús asegura que Dios tiene compu-tado el número de todos nues¬tros cabe¬llos y que no cae uno solo sin que él lo permita, «sin el consentimiento de vuestro Padre». ¡Cuánto más vela nuestro Padre por nues¬tra vida! Si creemos en esta palabra, ¿a quién temeremos?
Una palabra del Santo Padre:
«En el Evangelio de hoy (cfr Mt 10, 26-33) el Señor Jesús, después de haber llamado y enviado en misión a sus discípulos, los instruye y los prepara a afrontar las pruebas y las persecuciones que deberán encontrar. Ir en misión no es hacer turismo, y Jesús advierte a los suyos: ‘Encontrarán persecuciones’. Los exhorta así: ‘No tengan miedo de los hombres. No hay nada oculto que no deba ser revelado (…) Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo en pleno día. (…) Y no teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma’ (26-28). Y no tengan miedo de aquellos que solamente pueden matar el cuerpo y no tienen el poder de matar el alma.
El envío a la misión de parte de Jesús no garantiza a los discípulos el éxito, así como no los pone a salvo de fracasos y de sufrimientos. Ellos tienen que tener en cuenta tanto la posibilidad del rechazo, como la de la persecución. Esto asusta un poco, pero es la verdad.
El discípulo está llamado a conformar su propia vida a Cristo, que ha sido perseguido por los hombres, ha conocido el rechazo, el abandono y la muerte en la cruz. No existe la misión cristiana en tranquilidad plena; no existe la misión cristiana en tranquilidad plena. Las dificultades y las tribulaciones forman parte de la obra de evangelización y nosotros estamos llamados a encontrar en ellas la ocasión para verificar la autenticidad de nuestra fe y de nuestra relación con Jesús. Debemos considerar estas dificultades como la posibilidad para ser aún más misioneros y para crecer en aquella confianza en Dios, nuestro Padre, que no abandona a sus hijos en la hora de la tempestad. En las dificultades del testimonio cristiano en el mundo, nunca somos olvidados, sino que siempre estamos asistidos por la solicitud premurosa del Padre. Por ello, en el Evangelio de hoy, Jesús asegura tres veces a sus discípulos diciendo: ‘¡No teman!’ ¡No tengan miedo!
También en nuestros días, hermanos y hermanas, está presente la persecución contra los cristianos. Nosotros oramos por nuestros hermanos y hermanas que son perseguidos y nosotros alabamos a Dios porque, a pesar de ello, siguen testimoniando con valentía y fidelidad su fe. Su ejemplo nos ayuda a no dudar en tomar posición en favor de Cristo, testimoniándolo con valentía en las situaciones de cada día, aun en contextos aparentemente tranquilos. En efecto, una forma de prueba puede ser también la ausencia de hostilidades y de tribulaciones. Además de ‘como ovejas entre lobos’, el Señor, también en nuestro tiempo, nos manda como centinelas en medio de la gente que no quiere que la despierten del adormecimiento mundano, que ignora las palabras de Verdad del Evangelio, construyéndose sus propias verdades efímeras. Y si vamos allí o vivimos allí y decimos las Palabras del Evangelio, esto incomoda y no nos mirarán bien.
Pero en todo ello el Señor nos sigue diciendo, como les decía a los discípulos de su tiempo: ‘¡No teman!’. No olviden esta palabra: siempre, cuando tengamos alguna tribulación, alguna persecución, algo que nos haga sufrir, escuchemos la voz de Jesús en nuestro corazón: ‘¡No tengan miedo! ‘¡No tengas miedo: sigue adelante! ¡Yo estoy contigo! No tengan miedo del que se burla de ustedes y los maltrata, y no tengan miedo del que los ignora o del que por delante los honra y luego por la espalda combate contra el Evangelio. Hay tantos que por delante te sonríen, pero por la espalda combaten contra el Evangelio. Todos los conocemos. Jesús no nos deja solos porque somos preciosos para Él. Por ello no nos deja solos: cada uno de nosotros es precioso para Jesús, y nos acompaña».
(Papa Francisco. Ángelus 25 de junio de 2017)
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. Lee pausadamente el Salmo 27 (26): «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién he de temer? ¿por quién he de temblar?»
2. «Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados», nos dice el Señor en el Evangelio. ¿En qué situaciones concretas proclamo la Palabra del Señor? ¿Tengo miedo de hacerlo...?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 543- 550.
texto facilitado por JUAN RAMON PULIDO, presidente diocesano de ADORACIÓN NOCTURNA ESPAÑOLA, Toledo
sábado, 20 de junio de 2020
12ª semana del tiempo ordinario, Domingo A: Mt 10, 26-33
12ª semana del tiempo ordinario, Domingo A: Mt 10, 26-33
Jesús estaba adoctrinando a los apóstoles, preparándoles para la misión a la que les iba a enviar. Les había hablado de los peligros que podían tener en su predicación: ser perseguidos, insultados, estar entre lobos ellos que eran como ovejas. Y, claro, todo esto les había llenado de temor. Por eso Jesús les consuela y les dice: “No tengáis miedo”. Así también decía san Juan Pablo II desde el principio y otros papas.
Hoy también nos lo dice Jesús a nosotros, porque en este mundo, a pesar de decir que hay muchos adelantos, hay también muchos miedos. Y una señal de estos miedos es que todo se procura dejar bien cerrado: la casa, el coche o auto (recuerdo los años en que yo dejaba por la noche el coche abierto en la calle y con las llaves puestas). Hay miedo de perder el empleo, hasta de tener el dinero en el banco, miedo a los desastres, al terrorismo, etc. Y en el terreno religioso hay miedo a los cambios en la Iglesia, miedo al qué dirán en el apostolado, miedo al fracaso, a las críticas. La gente que vive atemorizada, suele pensar sólo en las fuerzas humanas y materiales. Y hasta los cristianos creemos poco en la ayuda de Dios.
Hoy Jesús quiere quitarnos los miedos como lo hizo con los apóstoles. Para ello les da unas razones. En primer lugar, les dice que todo llegará a descubrirse. Por lo tanto, no debemos fijarnos en lo que dirá la gente, sino en lo que Dios dirá de nosotros. Mucha gente seguirá opinando negativamente; pero no temamos hablar en nombre de Dios y de hacerlo con tranquilidad y a plena luz.
La 2ª razón es porque no hay que temer a los hombres sino a Dios. No es que sea lo principal el temor de Dios. Normalmente debemos actuar por amor; pero si el amor no nos mantiene en la gracia, que al menos el temor de caer en el castigo eterno nos pueda preservar del pecado. Este es el único temor bueno, que llega a ser un don del Espíritu Santo: el temor de perder a Dios o temor a nosotros mismos, a nuestra debilidad. Pero Jesús nos da confianza y nos dice que no tenemos por qué temer a los hombres. Lo más que nos pueden hacer es quitarnos la vida material, pero no la vida eterna. Dios sabrá sacar beneficios de nuestra muerte: para nosotros y también para otros y para la Iglesia. Se necesita fe para estar bien persuadido de que el mayor mal no es la muerte temporal sino la condenación y el pecado que la prepara.
La 3ª razón es que contamos con el cariño y la protección de Dios. Si Dios cuida hasta de los pajarillos ¿cómo no va a cuidar de nosotros? Hasta sabe el número de nuestros cabellos. Es difícil comprender la Providencia de Dios en nuestra vida cuando vemos tantas cosas que nos disgustan, cuando hay tantos desastres y vemos que muchas veces triunfa el mal y la injusticia. Sabemos que esta vida es de paso hacia “la nueva tierra y nuevos cielos”, Sabemos que Dios respeta la libertad de todas las personas, hagan el bien o hagan el mal; pero también sabemos que “todas las cosas las ordena Dios para bien de los que le aman”. Para muchos existe la buena o la mala suerte; pero nosotros sabemos que la Providencia divina lo ordena todo para nuestro bien, aunque a veces nos cueste verlo. Lo terrible es que nosotros muchas veces, con nuestra voluntad y nuestros pecados, actuamos contra el amoroso plan de Dios.
Dios no quiere la muerte, pero sí quiere que su mensaje llegue a todos. Por eso al discípulo que confiese públicamente a Jesús, Él dice que le reconocerá ante el Padre celestial. Jesús dice que estará cerca de las personas decididas a proclamar la verdad. Seguirá siempre la tentación a tener miedo, como aparece en la primera lectura del profeta Jeremías; pero aun perseguido a muerte, confía en el Señor, que le ha enviado a predicar. Hay que saber fiarse más de Dios, que siempre está a nuestro lado y que con su providencia gobierna todo el universo para nuestro bien. No sólo vela por todos en general, sino por cada uno de nosotros en particular.
Autor, Anónimo
Jesús estaba adoctrinando a los apóstoles, preparándoles para la misión a la que les iba a enviar. Les había hablado de los peligros que podían tener en su predicación: ser perseguidos, insultados, estar entre lobos ellos que eran como ovejas. Y, claro, todo esto les había llenado de temor. Por eso Jesús les consuela y les dice: “No tengáis miedo”. Así también decía san Juan Pablo II desde el principio y otros papas.
Hoy también nos lo dice Jesús a nosotros, porque en este mundo, a pesar de decir que hay muchos adelantos, hay también muchos miedos. Y una señal de estos miedos es que todo se procura dejar bien cerrado: la casa, el coche o auto (recuerdo los años en que yo dejaba por la noche el coche abierto en la calle y con las llaves puestas). Hay miedo de perder el empleo, hasta de tener el dinero en el banco, miedo a los desastres, al terrorismo, etc. Y en el terreno religioso hay miedo a los cambios en la Iglesia, miedo al qué dirán en el apostolado, miedo al fracaso, a las críticas. La gente que vive atemorizada, suele pensar sólo en las fuerzas humanas y materiales. Y hasta los cristianos creemos poco en la ayuda de Dios.
Hoy Jesús quiere quitarnos los miedos como lo hizo con los apóstoles. Para ello les da unas razones. En primer lugar, les dice que todo llegará a descubrirse. Por lo tanto, no debemos fijarnos en lo que dirá la gente, sino en lo que Dios dirá de nosotros. Mucha gente seguirá opinando negativamente; pero no temamos hablar en nombre de Dios y de hacerlo con tranquilidad y a plena luz.
La 2ª razón es porque no hay que temer a los hombres sino a Dios. No es que sea lo principal el temor de Dios. Normalmente debemos actuar por amor; pero si el amor no nos mantiene en la gracia, que al menos el temor de caer en el castigo eterno nos pueda preservar del pecado. Este es el único temor bueno, que llega a ser un don del Espíritu Santo: el temor de perder a Dios o temor a nosotros mismos, a nuestra debilidad. Pero Jesús nos da confianza y nos dice que no tenemos por qué temer a los hombres. Lo más que nos pueden hacer es quitarnos la vida material, pero no la vida eterna. Dios sabrá sacar beneficios de nuestra muerte: para nosotros y también para otros y para la Iglesia. Se necesita fe para estar bien persuadido de que el mayor mal no es la muerte temporal sino la condenación y el pecado que la prepara.
La 3ª razón es que contamos con el cariño y la protección de Dios. Si Dios cuida hasta de los pajarillos ¿cómo no va a cuidar de nosotros? Hasta sabe el número de nuestros cabellos. Es difícil comprender la Providencia de Dios en nuestra vida cuando vemos tantas cosas que nos disgustan, cuando hay tantos desastres y vemos que muchas veces triunfa el mal y la injusticia. Sabemos que esta vida es de paso hacia “la nueva tierra y nuevos cielos”, Sabemos que Dios respeta la libertad de todas las personas, hagan el bien o hagan el mal; pero también sabemos que “todas las cosas las ordena Dios para bien de los que le aman”. Para muchos existe la buena o la mala suerte; pero nosotros sabemos que la Providencia divina lo ordena todo para nuestro bien, aunque a veces nos cueste verlo. Lo terrible es que nosotros muchas veces, con nuestra voluntad y nuestros pecados, actuamos contra el amoroso plan de Dios.
Dios no quiere la muerte, pero sí quiere que su mensaje llegue a todos. Por eso al discípulo que confiese públicamente a Jesús, Él dice que le reconocerá ante el Padre celestial. Jesús dice que estará cerca de las personas decididas a proclamar la verdad. Seguirá siempre la tentación a tener miedo, como aparece en la primera lectura del profeta Jeremías; pero aun perseguido a muerte, confía en el Señor, que le ha enviado a predicar. Hay que saber fiarse más de Dios, que siempre está a nuestro lado y que con su providencia gobierna todo el universo para nuestro bien. No sólo vela por todos en general, sino por cada uno de nosotros en particular.
Autor, Anónimo
sábado, 6 de junio de 2020
Domingo de la Santísima Trinidad A: Jn 3, 16-18
Es bueno comenzar hoy con el saludo con que comienza siempre la misa y que termina el apóstol san Pablo en su 2ª carta a los Corintios y hoy nos trae la 2ª lectura: “La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con vosotros”. Hoy nos fijamos en la naturaleza de Dios y celebramos la grandeza que Él mismo ha querido revelarnos de su ser, que redunda en nuestra propia grandeza. Sabemos bien que Dios es Uno y sólo puede ser uno; pero son tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esto es un misterio tan grande que supera la capacidad de nuestra inteligencia. Por lo menos debemos entender que Dios es tan grande que puede haber en Él cosas que superan nuestro entender.
A través de la historia Dios ha ido revelando cómo es Él. Pasa como en el entender, que con la edad vamos comprendiendo más las cosas. Así Dios en el Ant. Testamento dio a conocer ante todo, la Unidad de su ser, para diferenciarse de los muchos dioses que solían tener los humanos. También fue revelando que es increado, a diferencia de las cosas creadas. También que es inmenso, eterno y todopoderoso. Poco a poco se iba revelando como un Padre, que atiende a su pueblo. Pero con Jesús “se derramó plenamente la gracia” revelándonos el amor de Dios hasta hacerse hombre para salvarnos y venir el Espíritu Santo para darnos la verdadera vida y poder ser nosotros templos de la Santísima Trinidad.
Esta es la gran verdad que Jesús nos enseñó y hoy se realza al celebrar a Dios en este maravilloso misterio de la Trinidad: Dios es amor. Y porque es amor, es el ejemplo para nosotros. Hemos sido creados “a imagen y semejanza de Dios”. Por lo tanto, cuanto más crezcamos en el verdadero amor, más seremos imagen y semejanza de Dios. Amor puro y noble, que es saber olvidarse de sí mismo, renunciar al propio egoísmo, para pensar en el bien y en la felicidad de la persona amada. Dios se manifiesta como un Padre bueno o la más tierna de las madres. Y porque nos ama, quiere hacernos partícipes de su misma vida divina; quiere lo mejor para nosotros, que es sobre todo la salvación eterna.
Esto es lo que nos quiere decir el evangelio de hoy: Porque nos ama, Dios Padre nos entrega a su Hijo para salvarnos. Este amor es para cada uno de nosotros un amor entregado y universal, aunque se fija principalmente en el débil. Ya lo había dicho en el Ant. Testamento, como lo dice la 1ª lectura: “Dios es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en clemencia y lealtad”. Todo esto contrasta con la infidelidad del pueblo que llegó a adorar al becerro de oro.
El hecho de que Dios es amor es lo que nos hace atisbar un poco este misterio de la Trinidad. Porque el amor nunca es soledad ni aislamiento, sino que es comunión, cercanía, diálogo y alianza. Y si esto es respecto a nosotros, es porque primeramente lo es en Dios mismo. Hay muchas caricaturas de Dios: Algunos lo ven sólo dentro de sus ideas con un vacío moral que no llena las vivencias del corazón. Y esto les lleva a un materialismo ateo. Para otros es como el dios de los fariseos, muy legalista y utilitario. Para otros es un dios espiritualista sin relación con las necesidades ajenas. Para nosotros Dios es sobre todo amor, que lo es en sí y nos debe impulsar a imitarle.
En este día, cuando hagamos la señal de la cruz diciendo: “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, nos acordemos de que es Amor, se lo agradezcamos y nos comprometamos a tratar a los demás con mayor amor. Para que este amor con los demás sea noble y sincero, debemos fomentar nuestro amor con Dios, que puede ser dirigido a Dios Padre, que nos ha creado, o dirigido a Dios Hijo, Jesucristo, que vivió con nosotros, que resucitó y nos espera en el cielo, o al Espíritu Santo, que vive en nuestro corazón y nos da el aliento de vivir en la paz y la alegría cristiana.
Autor, Anónimo
Solemnidad de la Santísima Trinidad. Ciclo A – 7 de junio de 2020 «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único»
Lectura del libro del Éxodo (34, 4b-6. 8-9): Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso.
En aquellos días, Moisés subió de madrugada al monte Sinaí, como le había mandado el Señor, llevando en la mano las dos tablas de piedra.
El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor. El Señor pasó ante él, proclamando: -«Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad.»
Moisés, al momento, se inclinó y se echó por tierra. Y le dijo: -«Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque ése es un pueblo de cerviz dura; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya.»
Salmo: Dn 3,52.53.54.55.56. A ti gloria y alabanza por los siglos. R./
Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres, R./
Bendito tu nombre santo y glorioso. R./
Bendito eres en el templo de tu santa gloria. R./
Bendito eres sobre el trono de tu reino. R./
Bendito eres tú, que, sentado sobre querubines, sondeas los abismos. R./
Bendito eres en la bóveda del cielo. R./
Lectura de la segunda carta de San Pablo a los Corintios (13, 11-13): La gracia de Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo.
Hermanos: Alegraos, enmendaos, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros. Saludaos mutuamente con el beso ritual. Os saludan todos los santos. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros.
Lectura del Santo Evangelio según San Juan (3,16-18): Dios mandó su Hijo al mundo, para que el mundo se salve por él.
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Ha concluido el tiempo pascual en Pentecostés con el don del Espíritu Santo. Al iniciar nuestro camino por el tiempo litúrgico que transcurre durante el año, esta fiesta de la Santísima Trinidad es una celebración gozosa y agradecida al Dios Uno y Trino por la obra de nuestra salvación. Las lecturas bíblicas nos presentan a un Dios compasivo y lleno de misericordia (Primera Lectura). Un Dios que es tan cercano que sale al encuentro para ofrecernos su amistad, su amor y su comunión y los santos – cristianos - se saludan en nombre de la Trinidad (Segunda Lectura). La misión por la cual el Padre envío al Hijo; es para que tengamos la vida eterna (Evangelio). Hoy se nos ofrece una excelente oportunidad para tomar conciencia de la dimensión trinitaria de toda nuestra vida cristiana.
«Tanto amó Dios al mundo...»
El texto del Evangelio de este Domingo pertenece al diálogo entre Jesús y Nicodemo , cuyo tema central es el nuevo nacimiento por el agua y el Espíritu. Su contexto es, por tanto, un relato doctrinal o catequético sobre el bautismo. Esta breve lectura - tres versículos - es de un contenido trascendental. Se habla directamente del Padre y del Hijo, pero no así del Espíritu Santo. La frase que abre la lectura es una admirable síntesis bíblica que, podemos decir, condensa todo el cuarto Evangelio. Dice así: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).El motivo de la entrega del Hijo es el amor del Padre por el hombre; y la finalidad de ese don personal, es la salvación y la vida eterna por la fe en Jesús, como leemos en el versículo 17. Jesucristo es el gran signo del amor trinitario por la humanidad que se encarna por nuestra Salvación.
Lo mismo que Moisés levantó la serpiente de bronce en el desierto para la curación de aquellos heridos mortalmente por las serpientes venenosas; así también el «Hijo único» será levantado en la Cruz para que todo aquel que cree en Él tenga vida eterna (ver Nm 21,4; Jn 3, 14-15). La expresión «Hijo único», dos veces repetida evoca también a la figura de Abrahán, modelo de fe y padre de los creyentes, sacrificando a su propio hijo Isaac. Queda claro que Dios no mandó a su Hijo para condenar a los hombres sino para que se salven por Él, abriéndose así a la dimensión del amor del Padre en el Hijo. ¡Ese amor, que no es el Padre ni el Hijo, es justamente el Espíritu Santo!
Dios cercano, compasivo y misericordioso
En la conclusión a su segunda carta a los Corintios San Pablo desea a los fieles de esa comunidad de Corinto el bien máximo: «La gracia del Señor Jesucris¬to, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2Cor 13,13). Todos reco¬nocemos en esta fórmula el saludo que el sacerdote dirige hoy a los fieles al comienzo de las celebra¬ciones litúrgi¬cas, en especial, de la Santa Misa. A este saludo los fieles responden: «Y con tu espíritu». Es una fórmula cristiana antigua, pues el escrito en que se encuen¬tra remonta al año 57 d.C. Pero, dada su forma esquemá¬tica y la posición en que se encuentra en la carta, se deduce que ésta es una fórmula litúrgica que exis¬tía antes de ser incluida en esa carta. San Pablo estaría citando un texto de la liturgia que todos ya reconocían para esa época. El Dios revelado por Jesucristo, imagen visible de Dios, aunque trascendente no es un Dios lejano e inaccesible, sino próximo al hombre. Como anticipo de esta plena luz evangélica la Primera Lectura nos muestra que Dios, que conduce a Moisés por el desierto; es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad. Por eso perdona la infidelidad de los israelitas (por ejemplo: la idolatría del becerro de oro) y renueva su Alianza con su pueblo al que ha tomado como heredad suya.
Para nosotros que vivimos la plena luz de la revelación neotestamentaria, el Dios cristiano no se puede comprender ni definir sin referencia a Jesucristo que es la imagen y la revelación siempre actual del Dios uno y trino. La entrega de su Hijo al hombre, como ofrenda reconciliativa es perenne. Es decir no queda solamente en el hecho pasado sino es constantemente repetido en el acontecer humano de nuestra vida, de nuestro mundo, de nuestra comunidad de fe: especialmente por el anuncio del Evangelio y por los Sacramentos en los que Dios actualiza la redención humana, como afirma la liturgia constantemente.
El misterio de la Santísima Trinidad
Dios no puede ser solitario y mudo, cerrado en el círculo hermético de un eterno silencio, sino que es Trino, es amor y comunión. El amor del Padre, el «Yo», al comprometerse y reflejarse a sí mismo engendra el «Tu» que es el Hijo; y del amor mutuo de ambos, procede el «Nosotros», que es el Espíritu Santo, don y devolución de amor, comunicación y diálogo. Después, como consecuencia y porque la Trinidad ama al hombre que creó, nos permite participar de esa comunión Divina como hijos por medio de Jesús: ser hijos en el Hijo. Jesús afirmó: «esta es la vida eterna, que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Comenta San Bernardo: «pretender probar el misterio trinitario es una osadía; creerlo es piedad; y penetrar en su conocimiento es vida eterna». Penetrar en su conocimiento no significa desentrañarlo, como quien resuelve un problema matemático. El misterio trinitario es para conocerlo y vivirlo de acuerdo a lo que nos revela. Y se vive y se entiende, experimentando y vivenciando en la fe la relación filial con el Padre siendo dóciles al Espíritu Santo como lo fue Jesucristo.
Conocer para amar...
¿Cómo podemos conocer a Dios? Hemos de llegar a encontrar y conversar con Dios mediante la oración y el diálogo personal. Ése fue el camino que el mismo Jesús nos enseñó: apertura y escucha a la Palabra de Dios y después respuesta y oración. Del contacto vivo y personal con Dios por la fe y la oración surgirá la exacta valoración del hombre, de la vida y de las relaciones humanas. El gran teólogo Romano Guardini escribió: «Sólo quien conoce a Dios, puede conocer al hombre». Ya antes, el mismo San Juan constató que sólo el que ama al hermano a quien ve, puede conocer a Dios. Ambas afirmaciones se basan en que hemos sido creados a «imagen y semejanza» de nuestro Creador. Éste es el fundamento de nuestra dignidad que ha sido elevada a un potencial infinito al haber sido, por la Encarnación del Verbo, adoptados como hijos verdaderos del Padre (hijos en el Hijo). Porque nos sabemos amados de Dios, a nuestra vez podemos y debemos amar a los demás que también son hijos muy queridos de Dios, y por lo tanto, hermanos nuestros. Dios, Uno y Trino, que es amor comunitario, al introducirnos en su «comunidad de amor» nos enseña que la vida es amor compartido, entrega, comunidad, aceptación y diálogo. En su discurso de despedida Jesús oraba así al Padre: «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno» (Jn 17, 20-22).El Concilio Vaticano II comentó este pasaje resaltando el carácter comunitario de la vocación humana según el Plan de Dios: «Más aún; cuando Cristo nuestro Señor ruega al Padre que todos sean «uno»... como nosotros también somos «uno» (Jn 17, 21-22), descubre horizontes superiores a la razón humana, porque insinúa una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza pone de manifiesto cómo el hombre, que es en la tierra la única criatura que Dios ha querido por sí misma, no pueda encontrarse plenamente a sí mismo sino por la sincera entrega de sí mismo» (Gaudium et Spes, 24).
Una palabra del Santo Padre:
«Las lecturas bíblicas de este domingo, fiesta de la Santísima Trinidad, nos ayudan a entrar en el misterio de la identidad de Dios. La segunda lectura presenta las palabras de buenos deseos que san Pablo dirige a la comunidad de Corinto: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Corintios 13, 13). Esta —digamos— «bendición» del apóstol es fruto de su experiencia personal del amor de Dios, ese amor que Cristo resucitado le había revelado, que transformó su vida y le “empujó” a llevar el Evangelio a las gentes. A partir de esta experiencia suya de gracia, Pablo puede exhortar a los cristianos con estas palabras: «alegraos; sed perfectos; animaos; tened un mismo sentir, […] vivid en paz» (v. 11). La comunidad cristiana, aun con todos los límites humanos, puede convertirse en un reflejo de la comunión de la Trinidad, de su bondad, de su belleza. Pero esto —como el mismo Pablo testimonia— pasa necesariamente a través de la experiencia de la misericordia de Dios, de su perdón.
Es lo que le ocurre a los judíos en el camino del éxodo. Cuando el pueblo infringió la alianza, Dios se presentó a Moisés en la nube para renovar ese pacto, proclamando el propio nombre y su significado. Así dice: «Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Éxodo 34, 6). Este nombre expresa que Dios no está lejano y cerrado en sí mismo, sino que es Vida y quiere comunicarse, es apertura, es Amor que rescata al hombre de la infidelidad. Dios es «misericordioso», «piadoso» y «rico de gracia» porque se ofrece a nosotros para colmar nuestros límites y nuestras faltas, para perdonar nuestros errores, para volver a llevarnos por el camino de la justicia y de la verdad. Esta revelación de Dios llegó a su cumplimiento en el Nuevo Testamento gracias a la palabra de Cristo y a su misión de salvación. Jesús nos ha manifestado el rostro de Dios, Uno en la sustancia y Trino en las personas; Dios es todo y solo amor, en una relación subsistente que todo crea, redime y santifica: Padre e Hijo y Espíritu Santo.
Y el Evangelio de hoy «nos presenta» a Nicodemo, el cual, aun ocupando un lugar importante en la comunidad religiosa y civil del tiempo, no dejó de buscar a Dios. No pensó: «He llegado», no dejó de buscar a Dios; y ahora ha percibido el eco de su voz en Jesús. En el diálogo nocturno con el Nazareno, Nicodemo comprende finalmente ser ya buscado y esperado por Dios, ser amado personalmente por Él. Dios siempre nos busca antes, nos espera antes, nos ama antes. Es como la flor del almendro; así dice el Profeta: «florece antes» (cf. Jeremías 1,11-12). Así efectivamente habla Jesús: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3, 16). ¿Qué es esta vida eterna? Es el amor desmesurado y gratuito del Padre que Jesús ha donado en la cruz, ofreciendo su vida por nuestra salvación. Y este amor con la acción del Espíritu Santo ha irradiado una luz nueva sobre tierra y en cada corazón humano que le acoge; una luz que revela los rincones oscuros, las durezas que nos impiden llevar los frutos buenos de la caridad y de la misericordia.Nos ayude la Virgen María a entrar cada vez más, con todo nuestro ser, en la Comunión trinitaria, para vivir y testimoniar el amor que da sentido a nuestra existencia».
Papa Francisco. Ángelus 11 de junio de 2017.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. Dios quiere que nos salvemos y que tengamos vida eterna. Por eso debemos conocerle para poder creer en Él. ¿Por qué no dedicamos a leer un poco la Biblia algunos minutos al día?
2. San Pablo nos invita a «sed perfectos; tened un mismo sentir; vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz estará con vosotros». En estos tiempos, ¿cómo vivo la paz y la armonía en familia?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 238- 260.
texto facilitado por JUAN RAMON PULIDO, presidente diocesano de ADORACION NOCTURNA ESPAÑOLA, en Toledo
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