sábado, 7 de agosto de 2021
Domingo de la Semana 19ª del Tiempo Ordinario. Ciclo B «El pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo»
Lectura del primer libro de los Reyes (19,4-8): Con la fuerza de aquel alimento, caminó hasta el mon-te de Dios.
En aquellos días, Elías continuó por el desierto una jornada de camino, y, al final, se sentó bajo una reta-ma y se deseó la muerte: «¡Basta, Señor! ¡Quítame la vida, que yo no valgo más que mis padres!» Se echó bajo la retama y se durmió. De pronto un ángel lo tocó y le dijo: «¡Levántate, come!» Miró Elías, y vio a su cabecera un pan cocido sobre piedras y un jarro de agua. Comió, bebió y se volvió a echar. Pero el ángel del Señor le volvió a tocar y le dijo: «¡Levántate, come!, que el camino es superior a tus fuerzas.» Elías se levantó, comió y bebió, y, con la fuerza de aquel alimento, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios.
Salmo 33,2-3.4-5.6-7.8-9: Gustad y ved qué bueno es el Señor. R./
Bendigo al Señor en todo momento, // su alabanza está siempre en mi boca; // mi alma se gloría en el Señor: // que los humildes lo escuchen y se alegren. R./
Proclamad conmigo la grandeza del Señor, // ensalcemos juntos su nombre. // Yo consulté al Señor, y me respondió, // me libró de todas mis ansias. R./
Contempladlo, y quedaréis radiantes, // vuestro rostro no se avergonzará. // Si el afligido invoca al Señor, // él lo escucha y lo salva de sus angustias. R./
El ángel del Señor acampa // en torno a sus fieles y los protege. // Gustad y ved qué bueno es el Se-ñor, // dichoso el que se acoge a él. R./
Lectura de la carta de San Pablo a los Efesios (4,30-5,2): Vivid en el amor como Cristo.
Hermanos: No pongáis triste al Espíritu Santo de Dios con que él os ha marcado para el día de la libera-ción final. Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo. Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor.
Lectura del Santo Evangelio según San Juan (6,41-51): Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo.
En aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», y decían: «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?»
Jesús tomó la palabra y les dijo: «No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: "Serán todos discípulos de Dios." Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Este domingo el acento se pone en la eficacia y el poder, de la Eucaristía. El pan eucarístico que Cristo nos da está prefigurado en el pan que un mensajero de Dios ofrece a Elías, «con la fuerza del cual caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb» (Primera Lectura). El pan del que Cris-to habla en el Evangelio es el pan bajado del cielo, es el pan de la vida; de una vida que dura para siempre ya que es su carne ofrecida para que el mundo tenga vida eterna (Evangelio). La carne ofrecida como oblación y víctima de suave aroma da fuerza a los cristianos para «vivir en el amor como Cristo (nos) amó» (Segunda Lectura).
La fuerza de aquella comida
Elías es una de los grandes profetas que actuó en el reino del norte en el siglo IX a.C. en el tiempo del rey Ajab. Los libros de los reyes narran los grandes milagros realizados por él y su enérgica lucha contra el culto idolátrico a Baal. La crisis de fe propia de su tiempo le alcanza respecto a la misión que Dios le ha con-fiado. Su celo, un tanto difícil de entender para nosotros, fue tanto que mandó matar a 450 sacerdotes del falso dios Baal en el torrente de Quisón, después que fracasaron con el fuego del sacrificio en lo alto del monte Carmelo. Por eso Elías sufre el odio a muerte del rey Ajab y de su esposa Jezabel, adoradores am-bos de ídolos, como tantos israelitas en el reino del norte. El profeta tiene que huir al desierto. Allí le espera el sol, el hambre, la fatiga y la desesperación. Rechazado por todos, se ve seriamente tentado a abandonar todo. Así, al final de la jornada se sentó bajo una retama y se deseó la muerte.
En ese momento Dios interviene mandándole por medio de un ángel pan del cielo. El pan que Dios le da le saca primeramente de su angustia y de su descarrío, y luego le da fuerzas extraordinarias para marchar hasta el monte Horeb en el Sinaí; lugar donde Dios se reveló a Moisés como Yahveh y donde hizo alianza con su pueblo entregando a Moisés las Tablas de la Ley. Ese pan del cielo que fortificó a Elías es prefigura-ción del pan bajado del cielo, que es el mismo Jesucristo.
¿Cómo puede decir que ha bajado del cielo?
El Evangelio del Domingo pasado nos narra el diálogo de Jesús con los judíos que culmina con una frase reveladora acerca de Él mismo: «Yo soy el pan de la vida». El Evangelio de esta semana nos dice cuál fue la reacción de los judíos ante la afirmación hecha por Jesús: «Y decían: "¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?"». Una persona atenta y cuidadosa notará inmediatamente que Jesús no ha dicho exactamente eso y que fácilmente podría respon-der diciendo: «Yo no he dicho eso». Pero Jesús no reacciona así, porque si bien los judíos no citan sus pa-labras textualmente, la conclusión a la que llegan es exacta. Es decir Jesús ha proclamado que el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo.
Y cuando los oyentes exclaman: «Señor, danos siempre de este pan»; es claro que se refieren a ese pan que baja del cielo y da la vida al mundo. Al hacer esta petición, ellos confían en que Jesús puede dar ese pan. Tendría que ser algo mucho mejor que los panes de cebada multiplicados por Jesús que ellos ya habían comido al otro lado del lago. Ciertamente pensarían: ¿quién sabe ahora qué milagro hará ahora para hacer caer ese pan del cielo que da la vida al mundo? La respuesta de Jesús «Yo soy el pan de la vida», es como la que había dado a la samaritana cuando ella aseguró que vendría el Mesías y entonces toda duda sería resuelta por Él: «Yo soy, el que te está hablando» (Jn 4,26). Los judíos hacen un buen resumen de lo ha dicho Jesús. No han torcido sus palabras, sino que ellos entienden que Jesús es el pan que ha bajado de los cielos y por eso murmuran. Podríamos esperar que Jesús los tranquilizara, pero no hace eso, porque lo que han entendido los judíos es exactamente lo que Él ha querido decir. Jesús da un paso más y realiza una revelación más al decir: «Yo soy el pan de la vida...Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo"». En el co-mentario de los próximos Domingos veremos cuál fue la reacción de los judíos.
«El que cree tiene vida eterna»
En este pasaje del Evangelio de San Juan, vamos encontrar una declaración solemne de Jesús, de ésas que están dichas para ser memorizadas y tenidas como fundamento de la vida: «En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene vida eterna». Jesús no promete la vida eterna solamente para después de la muerte. La vida eterna se posee desde ahora, la poseen los que creen que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios hecho Hombre y fundan su existencia en su Palabra.
Sobre la base de esta declaración leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica: «La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios “cara a cara” (l Co 13, 12), “tal cual es” (1 Jn 3, 2). La fe es, pues, ya el comienzo de la vida eterna» . Y citando a Santo Tomás agrega: «la fe es un gusto anticipado del conocimiento que nos hará bienaventu-rados en la vida eterna» . La fe en Jesús nace de ese conocimiento que poseemos de las cosas que Dios nos ha enseñado. Si la inteligencia del hombre experimenta el gozo en el conocimiento de la verdad natural, ¡qué decir del gozo que experimenta en el conocimiento de la Verdad eterna, que es Cristo! Este conoci-miento no se adquiere por esfuerzo humano, pues lo supera infinitamente; este conocimiento lo enseña sólo Dios. La Eucaristía, el «Pan de vida eterna», es parte de la enseñanza divina.
«Sed más bien buenos entre vosotros»
En la carta a los Efesios, San Pablo exhorta a la comunidad a vivir según las mociones del Espíritu: ser buenos, compasivos...vivan en el amor como Cristo vivió. El modelo es el «Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad». Solamente en la comunión con el Señor de la Vida podremos intentar desaparecer de nosotros toda clase de maldad ya que «todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4,13).
Una palabra del Santo Padre:
«Hay indicadores muy concretos para comprender cómo vivimos todo esto, cómo vivimos la Eucaristía; indicadores que nos dicen si vivimos bien la Eucaristía o no la vivimos tan bien. El primer indicio es nuestro modo de mirar y considerar a los demás. En la Eucaristía Cristo vive siempre de nuevo el don de sí reali-zado en la Cruz. Toda su vida es un acto de total entrega de sí por amor; por ello, a Él le gustaba estar con los discípulos y con las personas que tenía ocasión de conocer. Esto significaba para Él compartir sus deseos, sus problemas, lo que agitaba su alma y su vida. Ahora, nosotros, cuando participamos en la santa misa, nos encontramos con hombres y mujeres de todo tipo: jóvenes, ancianos, niños; pobres y acomoda-dos; originarios del lugar y extranjeros; acompañados por familiares y solos... ¿Pero la Eucaristía que cele-bro, me lleva a sentirles a todos, verdaderamente, como hermanos y hermanas? ¿Hace crecer en mí la capacidad de alegrarme con quien se alegra y de llorar con quien llora? ¿Me impulsa a ir hacia los pobres, los enfermos, los marginados? ¿Me ayuda a reconocer en ellos el rostro de Jesús? Todos nosotros vamos a misa porque amamos a Jesús y queremos compartir, en la Eucaristía, su pasión y su resurrección. ¿Pe-ro amamos, como quiere Jesús, a aquellos hermanos y hermanas más necesitados?
Por ejemplo, en Roma en estos días hemos visto muchos malestares sociales o por la lluvia, que causó numerosos daños en barrios enteros, o por la falta de trabajo, consecuencia de la crisis económica en todo el mundo. Me pregunto, y cada uno de nosotros se pregunte: Yo, que voy a misa, ¿cómo vivo esto? ¿Me preocupo por ayudar, acercarme, rezar por quienes tienen este problema? ¿O bien, soy un poco indiferen-te? ¿O tal vez me preocupo de murmurar: Has visto ¿cómo está vestida aquella, o cómo está vestido aquél? A veces se hace esto después de la misa, y no se debe hacer. Debemos preocuparnos de nuestros hermanos y de nuestras hermanas que pasan necesidad por una enfermedad, por un problema. Hoy, nos hará bien pensar en estos hermanos y hermanas nuestros que tienen estos problemas aquí en Roma: pro-blemas por la tragedia provocada por la lluvia y problemas sociales y del trabajo. Pidamos a Jesús, a quien recibimos en la Eucaristía, que nos ayude a ayudarles.
Un segundo indicio, muy importante, es la gracia de sentirse perdonados y dispuestos a perdonar. A ve-ces alguien pregunta: «¿Por qué se debe ir a la iglesia, si quien participa habitualmente en la santa misa es pecador como los demás?». ¡Cuántas veces lo hemos escuchado! En realidad, quien celebra la Eucaristía no lo hace porque se considera o quiere aparentar ser mejor que los demás, sino precisamente porque se reconoce siempre necesitado de ser acogido y regenerado por la misericordia de Dios, hecha carne en Jesucristo. Si cada uno de nosotros no se siente necesitado de la misericordia de Dios, no se siente peca-dor, es mejor que no vaya a misa. Nosotros vamos a misa porque somos pecadores y queremos recibir el perdón de Dios, participar en la redención de Jesús, en su perdón. El «yo confieso» que decimos al inicio no es un «pro forma», es un auténtico acto de penitencia. Yo soy pecador y lo confieso, así empieza la mi-sa. No debemos olvidar nunca que la Última Cena de Jesús tuvo lugar «en la noche en que iba a ser entre-gado» (1 Cor 11, 23). En ese pan y en ese vino que ofrecemos y en torno a los cuales nos reunimos se renueva cada vez el don del cuerpo y de la sangre de Cristo para la remisión de nuestros pecados. Debe-mos ir a misa humildemente, como pecadores, y el Señor nos reconcilia.
Un último indicio precioso nos ofrece la relación entre la celebración eucarística y la vida de nuestras comunidades cristianas. Es necesario tener siempre presente que la Eucaristía no es algo que hacemos nosotros; no es una conmemoración nuestra de lo que Jesús dijo e hizo. No. Es precisamente una acción de Cristo. Es Cristo quien actúa allí, que está en el altar. Es un don de Cristo, quien se hace presente y nos reúne en torno a sí, para nutrirnos con su Palabra y su vida. Esto significa que la misión y la identidad mis-ma de la Iglesia brotan de allí, de la Eucaristía, y allí siempre toman forma. Una celebración puede resultar incluso impecable desde el punto de vista exterior, bellísima, pero si no nos conduce al encuentro con Je-sucristo, corre el riesgo de no traer ningún sustento a nuestro corazón y a nuestra vida. A través de la Eu-caristía, en cambio, Cristo quiere entrar en nuestra existencia e impregnarla con su gracia, de tal modo que en cada comunidad cristiana exista esta coherencia entre liturgia y vida».
Papa Francisco. Audiencia General. Miércoles 12 de febrero 2014.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1.- El caso de Elías, salvadas las distancias, se puede repetir en nuestra propia situación personal. Cuando crece la indiferencia de la fe en el ambiente en que vivimos. Cuando crece amenazante el desierto de la increencia, cuando se torna intratable el duro asfalto de la vida, cuando Dios se pier-de en el horizonte, entonces surge fácilmente el cansancio en la fe. Sin embargo, todos podemos y estamos llamados a atravesar el desierto de la fe sin desfallecer. ¿Dónde encontrar las fuerzas que necesitamos? La Palabra de Dios y el Pan de la Vida son el alimento que nos fortalecen y nos dan vida eterna.
2.- ¿Alguna vez he tomado conciencia de que así como puedo entristecer puedo también alegrar al Espíritu Santo de Dios?
3.- Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 1391- 1398.
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