domingo, 6 de septiembre de 2020
23ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 18, 15-20
Acababa Jesús de hablar sobre la oveja perdida, la que se ha apartado de las otras 99, y dice que la voluntad del Padre del cielo es que no se pierda ni uno sólo, aunque ése nos parezca pequeño o de poca relevancia. Ahora Jesús nos da algunos consejos para ver qué podemos hacer nosotros para atraer o ganar a ese hermano perdido.
Hoy nos habla de la “corrección fraterna”. De hecho directamente se trata del que nos ha ofendido, ya que el que se siente ofendido debe dar normalmente el primer paso para la reconciliación; pero las palabras de hoy se aplican para otros muchos casos. Y ello es porque no nos salvamos solos. Somos seres sociables y formamos parte de una comunidad. Y todos debemos preocuparnos de los demás.
Esto quiere decir que no debemos ser indiferentes ante las acciones de los demás. Un padre no siempre tiene que callar, ni el maestro o el educador deben permitirlo todo, ni un amigo desentenderse cuando ve que su amigo va por mal camino. No es que nos vayamos a meter siempre en los asuntos de los demás, pero sí debemos sentirnos corresponsables de su bien. No es lo mismo indiferencia que respeto a la libertad.
Porque hay personas que aparentan ser respetuosos; pero en el fondo es porque no les importa nada la otra persona. Hay gente que dice que no se mete con nadie, pero es porque nadie tiene sitio en su vida egoísta. Creen que no necesitan de nadie; pero todos nos necesitamos y, pensando en cristiano, todos somos hermanos, que vamos juntos en este caminar hacia Dios. Ser indiferente es tener la actitud de Caín, cuando respondió a Dios: “¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?”
Tenemos que corregirnos, porque la Iglesia no es una comunidad de “puros”, sino de pecadores. Lo difícil es saber cómo debemos hacerlo. Jesús lo ha previsto y ha dispuesto una serie de actitudes a tomar. Lo primero es que la corrección debe ser entre dos. El que ha visto el “mal” en otro debe dar el primer paso: un paso discreto, que no debe trascender a ser posible, para que el hermano pueda conservar su honor y reputación. Jesús nos enseña la delicadeza y el no airear los defectos de los demás; porque esto no sólo no le salvaría, sino que le hundiría aún más. Lo esencial es el amor. La corrección debe hacerse con humildad y sobre todo no dejarse llevar por simpatías o antipatías, sino por un amor verdadero: desear el bien del hermano. Por ello es tan importante el diálogo. Y si lo es para todos, mucho más para los esposos.
Este es el primer paso: el diálogo entre dos, no las críticas externas, con las cuales no se consigue nada positivo. Con el diálogo personal a veces sí se consigue. Si es así, podemos escuchar las palabras de Jesús: “Has ganado a un hermano”. Pero hay veces que tampoco lo consigue el diálogo personal. No hay que resignarse a los fracasos. Tampoco hay que condenar enseguida sin probar otros medios. Jesús nos habla de llamar a algunos otros: puede ser la familia, especialmente los padres o superiores. A veces tampoco resulta. Entonces es que el mismo pecador se excluye de la comunidad. En la historia de la Iglesia se ha empleado la excomunión, como signo de autoridad. Pero de hecho lo que significaba es que la Iglesia constata la separación que ya se ha dado en el corazón de aquel cristiano: su propia autoexcomunión.
Estas palabras de Jesús no son sólo para que aprendamos a corregir, sino también para que aprendamos a ser corregidos, porque todos somos pecadores. Todo ello realizado dentro del amor cristiano y en clima de oración. La Iglesia es una comunidad que ora. El ambiente de oración debe influir nuestra vida cristiana, como influye particularmente la vida de una familia cristiana. Esta vida de oración no sólo es signo de la presencia de Dios, sino que en realidad Jesús dijo que iba a estar presente cuando ve que una comunidad se reúne para orar. De hecho esta oración es el signo real de que ha habido perdón y que ese perdón está actual en la comunidad. Por medio de esta unión es como la Iglesia es signo ante el mundo de la presencia de Dios.
Autor, anónimo
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