sábado, 12 de septiembre de 2020
Domingo de la Semana 24 del Tiempo Ordinario. Ciclo A «¿Cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano?»
Lectura del libro del Eclesiástico (27, 33-28,9): Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas.
Furor y cólera son odiosos; el pecador los posee.
Del vengativo se vengará el Señor y llevará estrecha cuenta de sus culpas. Perdona la ofensa a tu pró-jimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados?
Si él, que es carne, conserva la ira, ¿quién expiará por sus pecados? Piensa en tu fin, y cesa en tu enojo; en la muerte y corrupción, y guarda los mandamientos.
Recuerda los mandamientos, y no te enojes con tu prójimo; la alianza del Señor, y perdona el error.
Salmo 102,1-2.3-4.9-10.11-12: El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en cle-mencia. R./
Bendice, alma mía, al Señor, // y todo mi ser a su santo nombre. // Bendice, alma mía, al Señor, // y no olvides sus beneficios. R./
Él perdona todas tus culpas // y cura todas tus enfermedades; // él rescata tu vida de la fosa // y te col-ma de gracia y de ternura. R./
No está siempre acusando // ni guarda rencor perpetuo; // no nos trata como merecen nuestros peca-dos // ni nos paga según nuestras culpas. R./
Como se levanta el cielo sobre la tierra, // se levanta su bondad sobre sus fieles; // como dista el oriente del ocaso, // así aleja de nosotros nuestros delitos. R./
Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Romanos (14, 7-9): En la vida y en la muerte somos del Señor.
Ninguno de nosotros vive para sí mismo, y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor.
En la vida y en la muerte somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos.
Lectura del santo Evangelio según San Mateo (18, 21-35): No te digo que perdones hasta siete ve-ces, sino hasta setenta veces siete.
En aquel tiempo, se adelantó Pedro y preguntó a Jesús: - «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?» Jesús le contesta: - «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Y a propósito de esto, el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus em-pleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así.
El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: "Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo".
El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, el em-pleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo: "Págame lo que me debes."
El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba, diciendo: "Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré" Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía.
Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo suce-dido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: "¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?"
Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vo-sotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.»
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
La pregunta que le hace Pedro a Jesús, es algo que directamente nos afecta: ¿cuántas veces debo per-donar a aquella persona que me ha hecho daño? Jesús ilustra, mediante una parábola, la enseñanza sobre el perdón. Un discípulo de Cristo que ha experimentado la misericordia de Dios en su propia vida está invi-tado para amar y perdonar al prójimo con el mismo amor y perdón con el que él ha sido perdonado.
La Primera Lectura del libro del Eclesiástico nos habla de la actitud que el israelita debía tener hacia un ofensor anticipándose, de algún modo, a la petición del Padre Nuestro acerca del perdón: «perdona a tu prójimo el agravio, y…te serán perdonados tus pecados» (Eclo 28,2). La Carta a los Romanos, por su par-te, nos presenta la soberanía de Cristo, «Señor de vivos y muertos. Si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos para el Señor morimos». Nosotros no podemos constituirnos en dueños de la vida y de la muerte, ni tampoco, por lo tanto, en jueces de nuestros hermanos.
¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano?
En el contexto del capítulo 18 del Evangelio de San Mateo, la pregunta que Pedro, a quien Jesús ha de-clarado primado de su Iglesia, tiene lógica. Pedro es quien suscita el tema del perdón mediante una pregun-ta en la línea de la casuística judía: «¿Si mi hermano me ofende, cuántas veces lo tengo que perdo-nar?».Tanto en la pregunta, como en la respuesta de Jesús subyace una referencia implícita al patrón clási-co de la venganza, ley sagrada en todo el Oriente. Su expresión más dura fue la del feroz Lamek: «Si Caín fue vengado siete veces, Lamek lo será setenta y siete veces» (Gn 4,24); o bien su límite “legal” que esta-blecía la ley del talión: «Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente» (Ex 21,24), que Jesús declaró obsoleta en su discurso de las Bienaventuranzas mediante el perdón a las ofensas y el amor a los enemigos (ver Mt 5, 38-48).
Ahora, no es que el Antiguo Testamento desconociera el perdón fraterno, pues en Levítico 19, 17-18 leemos: «No odiarás de corazón a tu hermano. Corregirás a tu pariente para que no cargues con su peca-do. No te vengarás ni guardarás rencor a tu pariente, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo». Y todavía es más evidente el avance de la revelación en la Primera Lectura del libro del Eclesiástico . Su au-tor Jesús Ben Sirá o Sirácida aporta cuatro razones para el perdón de las ofensas: Dios no acepta al renco-roso y al vengador; nuestra propia limitación debe hacernos comprensivos ante la debilidad humana; ¿có-mo pedir perdón al Señor, un perdón que nosotros negamos a los demás?; y el recuerdo de nuestro propio fin relativiza el enojo e invita a guardar los mandamientos de la Alianza.
En la Carta a los Romanos, San Pablo nos invita a la unión y a la armonía justamente de Aquel en el cual se sustenta todo y para quien todo existe, ya que «Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor». Ante la tentación de mutua intolerancia e incomprensión que había en la comunidad de Roma entre sus miembros, provenientes del paganismo unos y del judaísmo otros, sobre la licitud o ilicitud de alimentos y otras prácticas, secundarias para los primeros e importantes para los segundos, el Apóstol propone el mutuo respeto y la reconciliación: «Pero tú ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú ¿por qué lo des-precias? En efecto, todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios» (Rm 14,10).
El don del perdón
El perdón de las ofensas es un punto esencial del cris¬tianismo. Y la razón es siempre la misma: «El Se-ñor os ha perdonado; perdonaos también unos a otros» (Col 3,13; Ef 4,32). Para comprender el Evangelio de este Domingo es necesa¬rio comprender de qué nos ha perdonado Dios, es decir, es necesario com-prender el peso de nuestro pecado. ¿Qué es el pecado? El pecado es esa fuerza destructiva que busca alejarnos del plan de feli¬ci¬dad que Dios había dispuesto para nosotros. No se puede pecar «alegremente»; se peca siempre «lamentablemente», pues todo pecado, aún el más ocul¬to, incremen¬ta en el mundo las fuer¬zas de muerte y destruc¬ción. No en vano Thomas Merton decía que el efecto de cada pecado es com-parable al efecto de una bomba atómica. Podemos captar el enorme peso del pecado observando la gran-deza del remedio. Ningún esfuerzo humano, por heroico que fuera, ni nada de esta tierra habría sido sufi-ciente para obtenernos el perdón. Fue necesaria la muerte del Hijo de Dios en la cruz. El perdón con Dios nos fue dado como un don gratuito de valor inalcan¬zable para el hombre. El que ha comprendido la inmen-sidad del perdón de Dios, puede comprender lo absurdo que resulta que guardemos rencor por las ofensas de nuestros hermanos.
«¿Hasta siete veces?»
Seguramente Pedro conocía la norma acerca del perdón de los pecados que hemos visto en el libro del Levítico 19,17-18; sin embargo, él quiere saber cuál debía de ser el limite ante las ofensas recibidas por el hermano, por la persona cercana. Al formu¬lar la pregunta poniendo como límite «siete veces», Pedro esta-ba seguro de estar poniendo un límite ya bastante alto ya que, hasta los rabinos, según el Talmud, enseña-ban que se debía perdonar las ofensas hasta «tres veces». Pero la respuesta de Jesús va más allá de lo que creía ya extremo: no sólo siete (que ya de por sí significa sin límite, totalidad querida y ordenada por Dios), «sino setenta veces siete». Con esta hipérbole, propia delamentalidad oriental, el Señor subraya que el perdón no sólo debe ser sin límites, sino también perfecto, total; tanto que ni siquiera lleva cuentas de las veces en que ya ha perdonado anteriormente (nadie cuenta si no hay límite): tan perfecto como el perdón de Dios para con el hombre. La parábola que sigue graficará esto.
La parábola del siervo mezquino y el señor misericordioso
La parábola que Jesús agrega es impresionante, como todas las del Evangelio. Cada uno de nosotros está en el lugar de ese siervo que debía a su Señor diez mil talentos. Para los oyentes, que manejaban esa moneda, ésta es una cantidad exorbitante (igual a cien millones de denarios). Por tanto, cuando el siervo ruega al señor, todos saben que esas son buenas palabras y que es imposible que pueda pagar. «El señor movido a compasión lo dejó en libertad y le perdonó la deuda». Pero aquí empieza el segundo acto de la parábola. Salien¬do de la presencia de su Señor, recién perdonado de esa inmen¬sa deuda, este hombre en-cuentra un compañero que le debía tan sólo cien denarios, lo agarra por el cuello y le exige: «Paga lo que debes». En este caso, cuando el compañe¬ro le ruega con esas mismas palabras: «Ten paciencia conmigo que ya te paga¬ré», los oyentes saben que sí era posible saldar esa pequeña deuda, tal vez esperando hasta fin de mes, en el momen¬to del pago. Era cosa de tener un poco de paciencia. Pero el hombre fue implaca-ble y aplicó contra el compañero todo el rigor.
En este punto de la parábola los oyentes han tomado partido contra este hombre tan mal agradecido y despiadado y todos están deseando que el señor intervenga. Y, en efecto, informado el señor manda llamar al siervo y le dice: «Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías compade¬certe tú también de tu compañero como me compadecí yo de ti?» Y fue entregado a los verdugos hasta que pagara todo. Aquí todos encontramos que está bien el castigo de ese hombre tan mez-quino. Pero al expresar nuestra satisfacción por esta conclu¬sión de la parábola estamos emitiendo un juicio contra nosotros mismos. Como decíamos, cada uno de nosotros estamos en el caso de ese hombre. A ca-da uno de nosotros Dios nos ha perdonado nues¬tros pecados, una deuda cuyo monto es la «sangre precio-sa de su Hijo único hecho hombre», una deuda que nos hacía reos de la muerte eterna. Esto es lo que Dios nos perdonó a nosotros. Perdonar a nuestros hermanos las ofensas que hacen contra nosotros no es más que actuar en consecuen¬cia. ¡Esas ofensas son como los «cien denarios» de la parábo¬la! Así como está-bamos de acuerdo en que el Señor castigará al siervo despiadado de la parábola, así estamos de acuerdo con la conclusión de Jesús: «Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano». De esta manera la enseñanza queda clara para todos nosotros.
Una palabra del Santo Padre:
«El pasaje del Evangelio de este domingo (cf Mateo 18, 21-35) nos ofrece una enseñanza sobre el per-dón, que no niega el mal sufrido, sino que reconoce que el ser humano, creado a imagen de Dios, siempre es más grande que el mal que comete. San Pedro pregunta a Jesús «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?, ¿Hasta siete veces?» (v. 21). A Pedro le parece ya el máximo perdonar siete veces a una misma persona; y tal vez a nosotros nos parece ya mucho hacerlo dos veces. Pero Jesús responde: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (v. 22), es decir, siempre: tú debes perdonar siempre. Y lo confirma contando la parábola del rey misericordioso y del siervo despiadado, en la que muestra la incoherencia de aquel que primero ha sido perdonado y después se niega a perdonar.
El rey de la parábola es un hombre generoso que, preso de la compasión, perdona una deuda enorme —«diez mil talentos»: enorme— a un siervo que lo suplica. Pero aquel mismo siervo, en cuanto encuentra a otro siervo como él que le debe cien dinares —es decir, mucho menos—, se comporta de un modo despia-dado, mandándolo a la cárcel. El comportamiento incoherente de este siervo es también el nuestro cuando negamos el perdón a nuestros hermanos. Mientras el rey de la parábola es la imagen de Dios que nos ama de un amor tan lleno de misericordia para acogernos y amarnos y perdonarnos continuamente.
Desde nuestro bautismo Dios nos ha perdonado, perdonándonos una deuda insoluta: el pecado original. Pero, aquella es la primera vez. Después, con una misericordia sin límites, Él nos perdona todos los peca-dos en cuanto mostramos incluso solo una pequeña señal de arrepentimiento. Dios es así: misericordioso. Cuando estamos tentados de cerrar nuestro corazón a quien nos ha ofendido y nos pide perdón, recorde-mos las palabras del Padre celestial al siervo despiadado: «siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No deberías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?» (vv. 32-33). Cualquiera que haya experimentado la alegría, la paz y la libertad interior que viene al ser perdonado puede abrirse a la posibilidad de perdonar a su vez.
En la oración del Padre Nuestro Jesús ha querido alojar la misma enseñanza de esta parábola. Ha pues-to en relación directa el perdón que pedimos a Dios con el perdón que debemos conceder a nuestros her-manos: «y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores» (Ma-teo 6, 12). El perdón de Dios es la seña de su desbordante amor por cada uno de nosotros; es el amor que nos deja libres de alejarnos, como el hijo pródigo, pero que espera cada día nuestro retorno; es el amor audaz del pastor por la oveja perdida; es la ternura que acoge a cada pecador que llama a su puerta. El Padre celestial —nuestro Padre— está lleno, está lleno de amor que quiere ofrecernos, pero no puede ha-cerlo si cerramos nuestro corazón al amor por los otros.
La Virgen María nos ayuda a ser cada vez más conscientes de la gratuidad y de la grandeza del perdón recibido de Dios, para convertirnos en misericordiosos como Él, Padre bueno, pausado en la ira y grande en el amor».
Papa Francisco. Ángelus 17 de septiembre de 2017.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana
1. Medita las palabras del escritor C. S. Lewis acerca del perdón: «Para ser cristianos debemos per-donar lo inexcusable, porque así procede Dios con nosotros...Sólo en estas condiciones podemos ser perdonados. Si no las aceptamos, estamos rechazando la misericordia divina. La regla no tiene excepciones y en las palabras de Dios no existe ambigüedad».
2. ¿Te cuesta perdonar? ¿A quiénes debes perdonar alguna ofensa que te hayan hecho? Haz una lis-ta y eleva una oración al Señor para que puedas, de corazón, perdonar a tus hermanos.
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2838- 2845.
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