sábado, 2 de enero de 2021

2º domingo del tiempo de Navidad: Jn 1, 1-18

Hoy se pone a nuestra consideración el principio del cuarto evangelio, el de san Juan. Es un comienzo muy diferente al de los otros evangelistas. Hoy san Juan nos habla del nacimiento de Jesús; pero de forma diferente. No cuenta los hechos según la historia: no hay niño ni madre, ni pastores ni cántico de ángeles; pero sí habla de luz que ilumina las tinieblas y de gloria de Dios que podemos contemplar, y sobre todo de la Palabra, que se hace carne, de Dios que pone su tienda entre nosotros, del Señor que es aceptado por unos y rechazado por otros. San Juan comienza desde el misterio de Dios y cómo desde siempre existía la “Palabra”. Este vocablo “palabra” o “verbo” recuerda a la “sabiduría”, de la cual habla ya el Antiguo Testamento, “que jugaba con Dios”. ¡Qué difícil es expresar con palabras materiales el misterio de Dios y lo que es espíritu! También sería difícil entender lo de “Hijo de Dios”, pues en lo material un hijo siempre es menor que el padre. Para que comprendamos un poco, distinguimos entre el pensamiento y su expresión, entre una palabra cuando la pensamos y cuando la pronunciamos. Esta es la semejanza que hoy usa el evangelio. Esta “Palabra”, que es Dios mismo, estaba desde siempre en Dios; pero un día fue pronunciada, y lo importantísimo es que esa “Palabra”, que es Dios mismo, vino a nosotros y se hizo de nuestra propia naturaleza, “se hizo carne”. A veces se traduce: “Y se hizo hombre”. Y está bien, porque en nuestra lengua la carne es sólo una parte del ser humano; pero en la lengua hebrea no era así, sino que “carne” era la expresión de toda la verdadera naturaleza humana; sobre todo en el sentido de debilidad. Dios se hizo en verdad un ser humano con todas sus debilidades. Lo único que no podía tener era el pecado. Por eso era la luz que brilla en medio de las tinieblas. Si se piensa profundamente, nos puede parecer demasiado hermoso para ser cierto. Pero esto es lo que proclama nuestra fe y hoy de una manera especial: Que Dios no es como muchos creían un Dios lejano, al que no se le podía llegar, sino que está tan cerca que ha venido a habitar entre nosotros. Quizá el evangelista, cuando decía estas expresiones, estaba pensando en algunos herejes que decían que Jesús, Palabra de Dios, era sólo una apariencia, una sombra o un fantasma. Pero nos dice que Jesús, que es Dios, es un ser humano verdadero. Todos le pueden ver y tocar. Otra de las falsedades que quería delatar el evangelista era el de algunos discípulos de Juan Bautista, que todavía seguían diciendo que el Bautista era superior a Jesús. Hoy se nos muestra a Jesús como luz que ilumina a todos, también al mismo Bautista, porque es Dios mismo. Así también la Iglesia, el papa, los obispos y sacerdotes son sólo precursores o intermediarios. Son como “la voz” de la Palabra. Nuestra finalidad es acoger a Jesús y recibirle plenamente para que nos ilumine a todos. Y “acampó” entre nosotros. Acampar no es lo mismo que instalarse, residir o asentarse, sino es vivir nuestra propia vida de “peregrinos hacia la casa de Dios”, es vivir nuestra misma pobreza y debilidad. Y lo terrible, pero grandioso, es que nos deja en total libertad para aceptarle o no aceptarle. El evangelista dice que “vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron”. A veces pensamos en la posada y las casas de Belén; pero tiene un sentido más profundo y más amplio, que nos toca también a nosotros, si le cerramos la puerta de nuestro corazón. A veces somos demasiado orgullosos para ver a Dios: No queremos recibir a Aquel que viene a su propiedad, porque tendríamos que transformarnos de modo que sea Él el verdadero dueño de nuestro ser. Pero alegrémonos, porque, si le recibimos, nos da su gracia y nos hace hijos de Dios. Jesús es Dios que sale al encuentro del ser humano, para que nosotros podamos ir a su encuentro. Creer es ver a Dios, y ver a Jesús es “ver al Padre”. Por esta fe, que es entrega a su amor, nos transformamos y vivimos como hijos de Dios. ¡Que de su plenitud recibamos la gracia y la verdad y el amor! P. Silverio

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