viernes, 11 de junio de 2021
11ª semana del tiempo ordinario. Domingo B: Mc 4, 26-34
Hoy el evangelio nos presenta dos parábolas de Jesús tratando de explicar dos facetas de lo que Él entiende por “Reino de Dios”. Ya desde el principio de su predicación hablaba del Reino de Dios, y muchas veces usa parábolas para darnos a entender algún sentido. Pero la simple formulación de la parábola para aquellos que no tienen mucha fe les deja más o menos indiferentes.
Por eso, como se dice hoy al terminar el evangelio, Jesús se las explicaba luego a sus discípulos. Estas explicaciones han ido quedando en la Iglesia a través de los tiempos por medio de los santos padres y otros grandes predicadores de la fe.
En la primera de las dos parábolas de hoy nos dice Jesús que todos, al menos los que nos creemos discípulos suyos, somos cooperadores en la obra de Dios, que es su Reino, porque todos debemos sembrar y al final recoger frutos. Pero esta planta, que es el Reino de Dios, crece aparentemente sola. Crece por la energía que tiene encerrada la semilla. El sembrador poco adelanta o nada por el hecho de que esté vigilando o tire de la mata para que crezca más rápidamente.
Es una invitación a tener paciencia. Trata de exponer la diferencia abismal entre lo poco que puede hacer el hombre y lo mucho que hace Dios. Y es una advertencia para comprender que el Reino de Dios sigue el curso que Dios parece que quiere: lento pero seguro. Por lo tanto ni las fuerzas del mal podrán contra el Reino, ni adelantaremos demasiado por mucho que nos movamos.
Esto requiere explicación. En primer lugar que no es lo mismo el Reino de Dios que la Iglesia. Ésta es “el principio y germen” del reino, como dice el concilio Vaticano II. La Iglesia, aquí en la tierra, está en vías de perfección, camina hacia, prepara el Reino; aunque a veces los dos sentidos pueden significar o tender a una sola cosa.
El Reino crece de una manera sencilla, sin ruido. Quizá Jesús dijo esta parábola contra algunos que buscaban de Jesús unos hechos espectaculares y querían que el apostolado tuviera efectos brillantes, a través quizá de cierta violencia. Todo ello nos debe dar una gran confianza y optimismo, porque sabemos que Dios es el que verdaderamente está actuando, no a la fuerza ni violentando la libertad humana.
Pero de nuestra parte hay que huir de dos extremos: la pasividad o pereza y el activismo. Del activismo, porque, como nos dice Jesús, poco podemos hacer una vez que hemos sembrado. Claro que el sembrar es más complicado de lo que parece, porque hay que preparar la tierra y cuidarla. Pero lo más importante que debemos hacer es unirnos espiritualmente con Quien hace crecer. Por eso para un apóstol es tan necesaria la oración. De aquí que no vale la pereza, porque siempre hay mucho interno que hacer con la planta, aunque no entendamos el misterio del crecimiento.
La 2ª parábola nos habla de la mostaza, semilla sumamente pequeña que llega a convertirse en un arbolito, de modo que los pájaros pueden poner sus nidos. Aquí Jesús nos quiere hablar de la sencillez de la Iglesia. El profeta Ezequiel en la 1ª lectura nos dice cómo Dios aborreció al pueblo de Israel cuando soberbio quiso ser muy grande en lo material olvidando su espíritu. Así a veces ha pasado en cierta parte de la Iglesia, cuando ha buscado el poder y gloria material, apartándose, de esa manera, del fin que tiene, que es el de ayudar a fundamentar el reino de Dios.
Cuando Dios quiere hacer “grandes cosas”, busca medios sencillos y pobres, como la Virgen María, como tantos santos. Busca entre sus predicadores o sembradores de su palabra corazones entregados a los dones del Espíritu. El justo es una plantación de Dios, nos dice el salmo responsorial. Quiere decirnos Jesús que, aunque su Reino parece poca cosa, tiene tanta potencialidad que, sin ser árbol soberbio, sus ramas pueden acoger a todo aquel que se acerque con sincero corazón. Jesús comienza a darnos ya un sentido universalista del Reino de Dios.
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