jueves, 3 de junio de 2021
Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo. Ciclo B «Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre»
Lectura del libro del Exodo (24,3-8): Esta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros.
En aquellos días, Moisés bajó y contó al pueblo todo lo que había dicho el Señor y todos sus mandatos; y el pueblo contestó a una: «Haremos todo lo que dice el Señor.»
Moisés puso por escrito todas las palabras del Señor. Se levantó temprano y edificó un altar en la falda del monte, y doce estelas, por las doce tribus de Israel. Y mandó a algunos Jóvenes israelitas ofrecer al Señor holocaustos, y vacas como sacrificio de comunión. Tomó la mitad de la sangre, y la puso en vasijas, y la otra mitad la derramó sobre el altar. Después, tomó el documento de la alianza y se lo leyó en alta voz al pueblo, el cual respondió: «Haremos todo lo que manda el Señor y lo obedeceremos.» Tomó Moisés la sangre y roció al pueblo, diciendo: «Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros, sobre todos estos mandatos.»
Salmo (115,12-13.15.16bc.17-18): Alzaré la copa de la salvación, invocando el nombre del Señor. R./
¿Cómo pagaré al Señor // todo el bien que me ha hecho? // Alzaré la copa de la salvación, //
invocando su nombre. R./
Mucho le cuesta al Señor // la muerte de sus fieles. // Señor, yo soy tu siervo, hijo de tu esclava; //
rompiste mis cadenas. R./
Te ofreceré un sacrificio de alabanza, // invocando tu nombre, Señor. // Cumpliré al Señor mis votos // en presencia de todo el pueblo. R./
Lectura de la carta a los Hebreos (9,11-15): La sangre de Cristo podrá purificar nuestra conciencia.
Hermanos: Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes defi¬nitivos. Su tabernáculo es más grande y más perfecto: no hecho por manos de hombre, es decir, no de este mundo creado.
No usa sangre de machos cabríos ni de becerros, sino la suya propia; y así ha entrado en el santuario una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna.
Si la sangre de machos cabríos y de toros y el rociar con las cenizas de una becerra tienen el poder de consagrar a los profanos, devolviéndoles la pureza externa, cuánto más la sangre de Cristo, que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo.
Por esa razón, es mediador de una alianza nueva: en ella ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la primera alianza; y así los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna.
Lectura del Evangelio según San Marcos (14,12-16.22-26): Esto es mi cuerpo. Ésta es mi sangre.
El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: ¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua? Él envió a dos discípulos, diciéndoles: Id a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo y, en la casa en que entre, decidle al dueño: «El Maestro pregunta: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípu-los?» Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena.
Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la ce-na de Pascua.
Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: Tomad, esto es mi cuerpo.
Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio, y todos bebieron. Y les dijo: Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios.
Después de cantar el salmo, salieron para el monte de los Olivos.
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
El tema central que nos ocupa en esta solemnidad del Corpus Christi es la Alianza de Dios con los hom-bres. El pacto de Dios con el pueblo de Israel queda sellado en el Sinaí, por mediación de Moisés, con la sangre de los animales (Primera Lectura). La nueva Alianza se sella también con la sangre de la víctima; pero aquí quien se ofrece es Jesucristo, sumo Sacerdote y Mediador (Segunda Lectura). En la Última Ce-na, Cristo anticipa sacramentalmente su oblación, y establece, por medio de su Cuerpo y de su Sangre, la nueva y definitiva Alianza; aquella que nos revela el rostro misericordioso de Dios y la salvación del género humano (Evangelio).
¿Cuándo comenzó la fiesta del Corpus?
La fiesta del Corpus Christi se celebró por primera vez en la diócesis de Lieja, Bélgica (1246); y entró en el misal romano para la Iglesia universal en el mismo siglo XIII, con el esquema litúrgico de Santo Tomás de Aquino. La causa inmediata que determinó a Urbano IV en 1246 establecer oficialmente esta fiesta fue un hecho extraordinario ocurrido en 1263 en Orvieto, Italia, cerca de Bolsena, donde se encontraba el Papa ocasionalmente. Sucedió que un sacerdote, con fuertes dudas sobre la presencia real de Cristo en la euca-ristía, mientras celebraba la Santa Misa, vio caer de la Hostia consagrada borbotones de sangre que tiñeron de rojo el corporal que actualmente se venera en la bellísima catedral de Orvieto que fue construida espe-cialmente para este fin.
La Alianza del Sinaí
El texto del Éxodo es particularmente importante porque formaliza de modo solemne la alianza entre Dios y su pueblo. En realidad, la historia de la alianza se confunde con la historia de la salvación. Esta alian-za ya existía antes de que fuera consagrada en el Sinaí. Recordemos que ya había sido prometida a Noé después del diluvio: «Pero contigo estableceré mi alianza» (Ver Gen 6,18; 9,9-17), y había sido concertada con Abraham de manera solemne: «Aquel día firmó Yahveh una Alianza con Abraham» (Ver Gen 15,18; 17,2-21). Dios ya había obrado maravillas en favor del pueblo de Israel y lo había liberado de la esclavitud de Egipto.
Sin embargo, es en el Sinaí donde el pueblo acepta la alianza y se compromete a obedecerla de modo solemne. El Señor lo conduce al desierto y lo lleva a la montaña para concluir su pacto. La iniciativa siem-pre es de Dios. Moisés, el mediador, hace lectura ante el pueblo de la ley (los mandamientos) que son el contenido de la alianza que el Señor establece con su pueblo. El pueblo, por su parte, se compromete a observar todo aquello que le manda el Señor.
Moisés se levanta temprano erige un altar con las doce piedras que simbolizan las doce tribus de Israel. Se ofrecen los sacrificios y se vierte la sangre de las víctimas sobre el altar y se rocía al pueblo. Conviene comprender bien el alcance de este rito. La inmolación de una víctima podía ser de dos formas: el holocaus-to, es decir, la víctima era totalmente consumida por el fuego; y el sacrificio pacífico o de comunión en el que la víctima sacrificada se dividía en dos, una se ofrecía a Yahveh y la otra la consumía el oferente. En el Sinaí tienen lugar los dos sacrificios. Con el holocausto se establecía, por una parte, la primacía de Dios sobre todo lo creado; con el sacrificio pacífico, por otra, se establecía la comunión que el hombre te-nía con Dios por medio de la participación de la ofrenda.
Conviene indicar que el rito de la sangre, que nos puede parecer extraño y causar repulsa, tiene un signi-ficado muy positivo. Los antiguos pensaban que en la sangre estaba la vida. Dar la sangre equivalía a dar la vida. Así, cuando la víctima es sacrificada -se ofrece la víctima a Dios-, Dios responde dando la vida. El sacrificio, implica ciertamente una oblación, una muerte, pero su contenido más profundo es dar la vida. El rito de la aspersión de la sangre significa, por tanto, la respuesta de Dios al sacrificio que se ha ofrecido y al compromiso del pueblo de observar los mandamientos: Dios responde comunicando la vida.
La Nueva Alianza
La alianza del Sinaí encuentra su culminación y perfección en la nueva alianza que Dios establece con los hombres por medio de su Hijo Jesucristo. La carta a los Hebreos, presenta a Cristo como el sumo sa-cerdote, aquel que ofrece el sacrificio perfecto. Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes futu-ros. La alianza ha llegado a su máxima expresión. Ya no es la sangre de animales la que ofrece el sacerdo-te en el «santo de los santos» , ahora es la sangre misma de Cristo, sumo sacerdote, la que se ofrece. Je-sús, el Verbo Encarnado, habiendo muerto y resucitado ha entrado de una vez para siempre en el santuario del cielo y está a la derecha del Padre intercediendo por nosotros, sus hermanos en adopción.
La institución de la Alianza definitiva
En la Última Cena se anticipa sacramentalmente el sacrificio de Cristo en la cruz que será el ofrecimien-to definitivo y fundará la alianza definitiva. La sangre que Cristo ofrece en el cáliz es la sangre de la alianza que será derramada por muchos, es decir, en lenguaje semítico, por todos. En esta cena se evoca la libera-ción de Egipto y la estipulación de la alianza del Sinaí. Esta alianza no era entre «dos partes iguales». Dios mismo se comprometía en favor de su pueblo. El pueblo, por su parte, se comprometía a observar los mandamientos. Con la sangre de Cristo se establece la nueva y definitiva alianza. En su sangre, en el don de su vida, se manifiesta el amor del Padre por el mundo: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).
Por medio de esta sangre los hombres son liberados de la esclavitud del pecado, absueltos de sus culpas y reconciliados con el Padre. Dios se compromete a manifestar siempre su amor, su «hesed» (misericor-dia). Ahora el hombre tiene abierto el camino de la conversión y de la vida eterna. En el sacramento de la Eucaristía Jesús no solamente se queda con sus discípulos, sino que funda con ellos su comunión con Dios. Esto nos recuerda un hermoso texto del famoso libro «Imitación de Cristo» de Tomas de Kempis: «La co-munión aparta del mal y reafirma en el bien; si ahora que comulgo o celebro tus misterios con tanta fre-cuencia soy negligente y desanimado ¿qué pasaría si no recibiera este tónico y no acudiera a tan gran ayuda?».
Una palabra del Santo Padre:
En el Evangelio que hemos escuchado se narra la Última Cena, pero sorprendentemente la atención es-tá más puesta en los preparativos que en la cena. Se repite varias veces el verbo "preparar". Los discípulos preguntan, por ejemplo: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?» (Mc 14,12). Je-sús los envía a prepararla dándoles indicaciones precisas y ellos encuentran «una habitación grande, acon-dicionada y dispuesta» (v. 15). Los discípulos van a preparar, pero el Señor ya había preparado.
Jesús, en definitiva, prepara para nosotros y nos pide que también nosotros preparemos. ¿Qué prepara Jesús para nosotros? Prepara un lugar y un alimento. Un lugar mucho más digno que la «habitación grande acondicionada» del Evangelio. Es nuestra casa aquí abajo, amplia y espaciosa, la Iglesia, donde hay y debe haber un lugar para todos. Pero nos ha reservado también un lugar arriba, en el paraíso, para estar con él y entre nosotros para siempre. Además del lugar nos prepara un alimento, un pan que es él mismo: «Tomad, esto es mi cuerpo» (Mc 14,22). Estos dos dones, el lugar y el alimento, son lo que nos sirve para vivir. Son la comida y el alojamiento definitivos. Ambos se nos dan en la Eucaristía. Alimento y lugar.
Jesús nos prepara un puesto aquí abajo, porque la Eucaristía es el corazón palpitante de la Iglesia, la ge-nera y regenera, la reúne y le da fuerza. Pero la Eucaristía nos prepara también un puesto arriba, en la eternidad, porque es el Pan del cielo. Viene de allí, es la única materia en esta tierra que sabe realmente a eternidad. Es el pan del futuro, que ya nos hace pregustar un futuro infinitamente más grande que cualquier otra expectativa mejor. Es el pan que sacia nuestros deseos más grandes y alimenta nuestros sueños más hermosos. Es, en una palabra, la prenda de la vida eterna: no solo una promesa, sino una prenda, es decir, una anticipación, una anticipación concreta de lo que nos será dado. La Eucaristía es la "reserva" del paraí-so; es Jesús, viático de nuestro camino hacia la vida bienaventurada que no acabará nunca.
En la Hostia consagrada, además del lugar, Jesús nos prepara el alimento, la comida. En la vida necesi-tamos alimentarnos continuamente, y no solo de comida, sino también de proyectos y afectos, deseos y esperanzas. Tenemos hambre de ser amados. Pero los elogios más agradables, los regalos más bonitos y las tecnologías más avanzadas no bastan, jamás nos sacian del todo. La Eucaristía es un alimento sencillo, como el pan, pero es el único que sacia, porque no hay amor más grande. Allí encontramos a Jesús real-mente, compartimos su vida, sentimos su amor; allí puedes experimentar que su muerte y resurrección son para ti. Y cuando adoras a Jesús en la Eucaristía recibes de él el Espíritu Santo y encuentras paz y alegría. Queridos hermanos y hermanas, escojamos este alimento de vida: pongamos en primer lugar la Misa, des-cubramos la adoración en nuestras comunidades. Pidamos la gracia de estar hambrientos de Dios, nunca saciados de recibir lo que él prepara para nosotros.
Papa Francisco. Homilía en la Solemnidad del Corpus Christi. Jueves 3 de junio de 2018.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana
1. ¿Cómo vivo mi relación con el Santísimo Sacramento?¿Me doy el tiempo para visitarlo a lo largo de la semana o me digo a mí mismo que no me alcanza el tiempo?
2. ¿Voy con mi familia a misa los Domingos? ¿Soy ejemplo para ellos?¿Soy constante?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 1356 – 1405.
texto facilitado: JUAN RAMON PULIDO, presidente diocesano de Adoración Nocturna Española, Toledo
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