sábado, 24 de septiembre de 2016

PASTORES SEGÚN MI CORAZÓN, Catequesis vocacional del Rvdº P. ANTONIO PAVÍA (XI)

11
Mirados por Dios

Cuando Samuel fue enviado por Dios a la casa de Jesé para escoger a uno de sus hijos como rey en lugar de Saúl, le fue presentado el mayor de ellos, no sólo  por ser el primogénito, sino también por su prestancia y gallardía. Jesé suponía que Eliab, -así se llamaba el hijo mayor- habría de ser la persona en quien Dios se había fijado. De hecho esto fue lo que pensó  para sí: “Sin duda está ante Yahveh su ungido” (1S 16,6b). No sólo discurrió así él, sino también el mismo Samuel y, si vamos más lejos, cualquiera hubiera pensado igual. Sí, cualquiera menos el que llama y elige: Dios, quien dijo a Samuel: “No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo lo he descartado. La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, mientras que Dios mira el corazón” (1S 16,7-8).
La mirada de Dios llega hasta el corazón. Dios no se deja condicionar por las apariencias como nosotros. Indaga el corazón del hombre, y si descubre una pequeña rendija, por mínima que sea, a través de la cual pueda hacer la obra de sus manos, empieza su trabajo creador: un corazón nuevo. Dios prestó su mirada a Samuel de forma que, cuando éste tuvo delante a David, el más pequeño, el menos indicado de los hijos de Jesé para ser rey de Israel, oyó su voz que le dijo: “Levántate y úngelo, porque es éste” (1S 16,12b).
La mirada de Dios tiene sus propias coordenadas que no son las nuestras, tan pragmáticas como raquíticas a la hora de comprender los planes y proyectos de Dios. Esto es sobre todo importante a la hora de valorar la idoneidad espiritual de los demás. Recordemos, por ejemplo, cómo miró la ciudad de Jericó a Zaqueo cuando, en su deseo de ver a Jesús, se encaramó a un árbol. Los cientos de ojos que se fijaron en él no vieron más que a un publicano ladrón, extorsionador, impuro, etc. Jesús vio un corazón hambriento de vida, por lo que, desafiando los cientos de ojos acusadores, alzó los suyos hacia su corazón, le llamó por su nombre y le dijo: “Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede yo en tu casa” (Lc 19,5b). Te conviene a ti y me apetece a mí, pues he mirado tus ojos y tu corazón y sé lo que buscas, aun cuando tú aún no tengas plena conciencia de ello.
Entramos de lleno en la mirada de Jesús, la que se pasea casi despectivamente hasta sobrepasar la apariencia y alcanza el corazón. Es la mirada del Enviado del Padre. Ambos, el Padre y el Hijo, coinciden en su forma de llegar a lo más profundo del hombre. Ambos están libres de prejuicios, ostentaciones y fachadas deslumbrantes. A fuerza de mirarse el uno al otro, sondean confiadamente el corazón del hombre con sus ojos.
Si hay una persona, un apóstol en quien la mirada del Señor Jesús alcanza una fuerza de penetración implacable, y también una ternura inmedible, éste es Pedro. Recordemos su primer encuentro con Jesús tal y como nos lo cuenta Juan. Su hermano Andrés que, juntamente con Juan, había conocido a Jesús y reconocido en él al que todo Israel esperaba como Salvador, va su encuentro y se limita a decirle: “Hemos encontrado al Mesías”. Las grandes y buenas noticias no necesitan mucha prosa ni discurso. ¡Hemos encontrado al Mesías! Pedro oyó y se dejó llevar por su hermano donde Jesús, quien “fijando su mirada en él, le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan: Tú te llamarás Cefas, -que quiere decir, Piedra” (Jn 1,42).
Jesús fijó su mirada en Pedro. Le miró, le amó y le llamó: He ahí la triple dimensión de las elecciones del Hijo de Dios: mirar, amar y llamar; y, como eje central que une estos tres actos, la creación del discipulado. Al ser creación, se dejan de lado los pretendidos méritos adquiridos para ir directo al corazón de quien es llamado al discipulado/pastoreo. Los profetas del pueblo santo llamarán a esta forma de actuar de Dios “la circuncisión del corazón”. Dada nuestra impotencia para remover nuestro yo, Él mismo será quien lo haga. Empieza a trabajar en el hombre con su mirada interior. Así fue como empezó el Hijo de Dios su trabajo con Pedro: con su mirada.

Nobleza y grandeza
Tengamos en cuenta que hablamos de un pescador, probablemente bastante inculto, poco refinado, sin mucha querencia a recitar oraciones interminables, pero sí con la suficiente nobleza de corazón como para apreciar con gratitud infinita el hecho de que el Mesías hubiera fijado en él sus ojos. Pedro, el hombre rudo del mar, sintió que esa mirada había atravesado amorosamente su alma.
Si tuviéramos el don de saber la razón por la cual Jesús sondeó las interioridades de este hombre con su mirada y decidió nombrarlo Piedra de su Iglesia (Mt 16,18), podríamos afirmar que vio una enorme calidad humana y finura de alma oculta bajo una más que preocupante debilidad. No importa -se diría Jesús- ya me encargo yo de convertir su debilidad en roca firme; no estoy dispuesto en absoluto a desperdiciar tanta nobleza y grandeza interior.
De la nobleza y grandeza de alma de Pedro dan buena fe sus intervenciones ante el grupo apostólico. Cuando todos callan aunque piensen lo mismo, es Pedro quien, como quien dice, da la cara. Recordemos cuando intentó disuadir a Jesús de poner su vida en bandeja ante los sumos sacerdotes y escribas que buscaban su muerte (Mt 16,21-23). Nobleza y grandeza de alma que alcanza su culmen cuando se resiste a aceptar que todo el grupo abandonará a Jesús a su suerte en el momento de su Pasión (Mc 14,26-31).
El Señor Jesús –repito- estaba al tanto de la inmensa debilidad de Pedro, mas, cuando le miró por primera vez, supo inmediatamente que no podía desaprovechar tanto tesoro oculto. Por eso -como dije antes- le miró, le amó y le llamó; ya llegaría el momento de curar su debilidad; y el momento llegó. Sí, llegó cuando Pedro tuvo conciencia de ella en la noche en que prendieron a su Señor. Su debilidad se deslizó traicioneramente como una serpiente, por todo su ser. Cada negación del apóstol provocaba el alarido triunfante del Tentador. Por tres veces se repitió el suplicio, por tres veces su debilidad apuñaló su alma. Juró y perjuró que no conocía a Jesús, que no tenía que ver nada con Él.
En esa noche en que su debilidad se elevó triunfante sobre sus amores y promesas…, Jesús le volvió a mirar. “Y el Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor, cuando le dijo: Antes que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces. Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente” (Lc 22,61-62).
Jesús se volvió con el intento de alcanzar con su mirada a Pedro. El Apóstol, el del rostro curtido por las borrascas y tormentas del mar, el de las manos encallecidas de tanto levantar y arrastrar las redes, el de la piel cuarteada por el relente de las noches interminables pescando, se vio de pronto llorando como un niño. Acaba de entrar en un combate despiadado. Su grandeza y nobleza intentan sobreponerse a su debilidad que no quiere en absoluto ceder su supremacía; se ve ya vencedora sobre este pobre hombre casi abatido.
Sí, también a Pedro le parece definitiva su caída. Él mismo se siente irrecuperable para el discipulado. Sin embargo, tiene un arma en sus manos que puede cambiar el curso de este combate tan desigual, y que consiste en que Jesús se ha vuelto para mirarle. Los mismos ojos que le miraron por primera vez, han vuelto a atravesarle. Pedro, tan rudo como noble, lloró, amó y le esperó. Venció fortalecido por la mirada de Jesús. Ningún reproche en ella. Pedro la utilizó como una espada y se enfrentó a su Acusador (Satán significa Acusador). Se enfrentó a él y deshizo sus mentiras: hacerle creer que ya no habría perdón para él. Son los sofismas con los que los demonios nos quieren someter a todos. Pedro se supo perdonado y restablecido. Le tocaba esperar, la fe tiene mucho de esto: saber esperar a Dios.

Sangre de mi sangre
Todos somos mirados en la mirada de Pedro; no hay discípulo de Jesús que no haya sido mirado por Él. Si no fuese así nos faltaría el alma de Pedro para combatir y derrotar al Tentador, a nuestro Acusador. Al decir que todo discípulo conoce la mirada de Jesús, no estoy inventando nada. Pobres de nosotros si la razón de ser de nuestro discipulado tuviese como apoyo la fantasía. Sí, Jesús mira a todos y a cada uno de sus discípulos al llamarlos, y también para confirmar su elección.
Lo hemos visto en Pedro y lo vemos igualmente  en aquella ocasión en que, estando Jesús anunciando la Palabra, se acercaron algunos a decirle que su madre y sus hermanos le estaban buscando. Jesús respondió: “¿Quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando a su alrededor, a los que estaban sentados en torno a él, dijo: Éstos son mi madre y mis hermanos. Los que cumplen la voluntad de Dios…” (Mc 3,33-35).
Jesús miró a los que alrededor de Él estaban escuchando su predicación y les consideró familia propia. Nos lo imaginamos girando la cabeza y posando sus ojos sobre cada uno de los que escuchaban su Palabra; vio a sus discípulos como los vio en la Última Cena. Aquella noche santa habló a su Padre de ellos. Le dijo: “…las palabras que tú me diste se las he dado a ellos” (Jn 17,8). Son sangre de mi sangre, son mis hermanos.
Savia de mi savia, vino a decir también cuando los comparó con los sarmientos que dan fruto gracias a la savia que reciben de la vid. También en este caso, y como es natural, los sarmientos estaban alrededor suyo, de la Vid. “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos…” (Jn 15,5).
Esto sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos, dijo Adán cuando vio a Eva recién creada por Dios (Gé 2,23). Esto sí que es fruto de mi Palabra, dice Jesús cada vez que fija sus ojos en un corazón que vive abrazado a su Evangelio. “Abrazasteis la Palabra con gozo del Espíritu Santo”, dice Pablo a los discípulos de Tesalónica (1Ts 1,6), recordándonos así la imagen de los sarmientos que dan fruto porque viven bajo la mirada y la savia de la vid, de Jesús.
La mirada de Dios no es como la del hombre, hemos dicho a tiempo y a destiempo a lo largo de esta catequesis. Aun así quedaría incompleta si no insistiésemos en que Dios continúa mirando el corazón de los hombres a través de la mirada de sus pastores, los que lo son según su corazón. Los hubo desde los inicios de la misión de la Iglesia, los hay y los habrá siempre. Recordemos a este respecto el encuentro de Pedro y Juan con el paralítico que pedía limosna a las puertas del Templo de Jerusalén. El buen hombre, al ver a los apóstoles, les pidió una limosna. Se la podían haber dado con toda naturalidad; sin embargo, quisieron darle algo más que una solución pasajera a su mal: le dieron la riqueza del Señor Jesús representada en la curación de su enfermedad.
La cuestión que en este momento nos interesa es la puntualización que nos hace Lucas de que Pedro y Juan fijaron su mirada en él: “Pedro fijó en él la mirada juntamente con Juan, y le dijo: Míranos” (Hch 3,4). El paralítico esperaba unas monedas, pero el caso es que la mirada de estos dos hombres iba muchísimo más alládel dinero. Los apóstoles sabían muy bien lo que le estaban dando: ¡la fuerza de la mirada con que ellos fueron llamados por Jesús! Al mirarle, se reflejó en el corazón de este enfermo la mirada del Buen Pastor. Fue una mirada capaz de poner en pie a esta oveja: “Pedro le dijo: No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar. Y tomándole de la mano derecha (recordemos los cantos de Israel: la diestra del Señor es poderosa…) le levantó… Entró con ellos en el Templo andando, saltando y alabando a Dios…” (Hch 3,6…). Pedro y Juan le asociaron en su caminar hacia el Padre, lo que  es propio de los pastores según el corazón de Dios.


Lecturas y reflexiones de la Misa del Domingo de la Semana 26ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C «Tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite»

Domingo 

Lectura del libro del profeta Amós (6,1a. 4-7): Ahora se acabará la orgía de los disolutos.

Esto dice el Señor omnipotente: «¡Ay de los que se sienten seguros en Sión, y confiados en la montaña de Samaría! Se acuestan en lechos de marfil; se arrellanan en sus divanes, comen corderos de rebaño y terneras del establo; tartamudean como insensatos e inventan como David instrumentos musicales; beben el vino en elegantes copas, se ungen con el mejor de los aceites pero no se conmueven para nada por la ruina de la casa de José. Por eso irán al desierto a la cabeza de los deportados y se acabará la orgía de los disolutos».

Salmo 145, 7. 8-9a. 9bc-10

R/. Alaba, alma mía, al Señor.

El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, // hace justicia a los oprimidos, // da pan a los hambrientos. // El Señor liberta a los cautivos. R/.

El Señor abre los ojos al ciego, // el Señor endereza a los que ya se doblan, // el Señor ama a los justos. // El Señor guarda a los peregrinos. R/.

Sustenta al huérfano y a la viuda // y trastorna el camino de los malvados. // El Señor reina eternamente, // tu Dios, Sión, de edad en edad. R/.

Lectura de la primera carta de San Pablo a Timoteo (6,11-16): Guarda el mandamiento hasta la manifestación del Señor.

Hombre de Dios, busca la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre.
Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna, a la que fuiste llamado y que tú profesaste notablemente delante de muchos testigos.
Delante de Dios, que da la vida a todas las cosas, y de Cristo Jesús, que proclamó tan noble profesión de fe ante Poncio Pilato, te ordeno que guardes el mandamiento sin mancha ni reproche hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo, que, en el tiempo apropiado, mostrará el bienaventurado y único Soberano, Rey de los reyes y Señor de los señores, el único que posee la inmortalidad, que habita una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver.
A él honor e imperio eterno. Amén.

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (16,19-31): Recibiste bienes y Lázaro males: ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado.

En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros venían y le lamían las llagas.
Sucedió que se murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritando, dijo: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”.
Pero Abrahán le dijo: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él aquí consolado, mientras que tú eres atormentado. Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros”.
El dijo: “Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también vengan ellos a este lugar de tormento”.
Abrahán le dice: “Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”.
Pero él le dijo: “No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán”
Abrahán le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”».

& Pautas para la reflexión personal  

z El vínculo entre las lecturas

Tiempo y eternidad; recompensa y castigo: son como que dos antípodas que nos pueden servir para aproximarnos a los textos de este Domingo. Esto es evidente en el texto evangélico que sitúa a un rico en la bonanza temporal y a Lázaro sufriendo desgracias en este mundo. También vemos en la Primera Lectura a los ricos samaritanos que viven en orgías y lujo, seguros de sí mismos y olvidan así «el desastre de José». ¿Cómo ganar la vida eterna? San Pablo nos hablará de cómo la fe exige vivir el buen combate en Cristo Jesús para así ganar la vida eterna (Segunda Lectura).

K Parábola del  rico derrochador y del  pobre Lázaro

En el Evangelio de este Domingo Jesús propone una parábola para enseñar de manera viva y radical algunas verdades que resultan incómodas al mundo moderno y que nues­tra sociedad de consumo no quiere de ninguna manera oír. Pero, oigan o no oigan, la palabra de Jesús es la verdad: el cielo y la tierra pasa­rán pero sus palabras no dejarán de cum­plirse. Se trata de la parábola del pobre Lázaro y del rico derrochador. Su finalidad es precisamente enseñar qué es lo que ocurrirá a quien, gozando de manera egoísta sus rique­zas, no quiera escuchar la palabra que es Verdad y Vida.

La parábola presenta tres cuadros sucesivos. Primero la situación del rico y del pobre Lázaro; luego vemos la escena de ambos después de la muerte; finalmente el diálogo del rico con Abrahán pidiendo clemencia por sus cinco hermanos. El rico, sin nombre en la parábola, es conocido comúnmente con el nombre funcional de «Epulón» que proviene de la raíz latina «epulae» que quiere decir comida, banquete, festín y aplicándola al personaje podemos entenderla como comilón o sibarita. El pobre de la parábola se llama «Lázaro». Nombre que proviene del hebreo «Eleazar» o «Eliezer» que significa «Dios ayuda». Es la única vez que aparece un nombre propio en una parábola de Jesús.   

La escena sobre esta tierra presenta a los actores con rasgos incisivos: «había un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas; y uno pobre, llamado Lázaro, que echado junto a su puerta, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico». En esta tierra el contraste entre uno y otro es total. Esta situación se da hoy: se da entre individuos, entre grupos, entre países. ¡No es una situa­ción irreal! El rico se divierte, goza con los gustos que le proporcionan sus riquezas, es totalmente insensi­ble a las necesidades de los pobres, para él es como si no existieran. Vive como que encerrado en una burbuja alienado a la realidad de la pobreza. Es una descripción de nuestra sociedad de consumo, donde la ley suprema es la comodidad, el placer y el afán de "pasarlo bien" sin preocuparse de nada más.

Pero sucede que «un día el pobre murió... y murió también el rico». Finalmente hay plena igualdad. La muerte es una ley pareja e imperturbable, afecta a todos por igual. El rico puede hacer­lo todo con sus riquezas, pero no puede escapar a la muerte. Y entonces comienza la segunda escena de la parábola, que se introduce así: «el pobre fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; el rico fue sepultado». El seno de Abra­ham es el símbolo de la felicidad, allí podemos imaginar a Lázaro finalmente son­riendo. En cambio, el rico fue a dar al hades, lugar de tormentos.  Aunque un abismo infranqueable los separa el rico puede ver al pobre. Ahora, el rico se contenta con muy poco: «Gri­tando, dijo: 'Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama». La situación de ambos se ha invertido. Es lo que hace notar Abraham: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado». Esta nueva situación en que cada uno se encuentra, es eterna.

K La eternidad y la libertad

La palabra «eter­nidad» debe­ría darnos vértigo. Nunca acabaremos de compren­der su inmensidad. La eternidad del destino del hombre pone en evidencia la dimensión de esta otra palabra: libertad. La libertad del hombre signifi­ca que tiene en sus manos la responsabilidad de su destino eterno. En esta breve vida nos jugamos la vida eterna. El diálogo entre el rico y Abraham expresa la irreversibili­dad de esa situación final: «Entre nosotros y vosotros se inter­pone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros». ¡No es posible ni siquiera recibir una gota de agua en los labios resecos! Hasta aquí la parábola ha enseñado la responsabilidad en el uso de los bienes de esta tierra. La tierra con todos sus bienes fueron creados para todos los hombres y nadie puede banquetear y consumir cosas lujosas o super­fluas mientras haya quien carece de lo necesario. La parábola enseña el destino que le espera después de la muerte al que hace aquello.

Pero la parábola agrega una tercera parte, y ésta es un aviso para nosotros que toda­vía estamos sobre esta tierra y que tal vez no pensamos en estas cosas. En un gesto imposible en un condenado, el rico suplica a Abraham: «Te ruego que envíes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les dé testimonio y no vengan también ellos a este lugar de tormento». Abraham contesta, con razón, que ya tienen quien les advierta: «Tienen a Moisés y los profetas, que los oigan».

K «¡Ay de aquellos que se sienten seguros y confiados!»

Los escritos proféticos ya nos hablan sobre estas verdades. Bastaría repasar la Primera Lectura de este Domingo, tomada del profeta Amós: «Ay de aquellos que se sienten seguros en Sión... acosta­dos en camas de marfil... beben vino en anchas copas... irán al exilio a la cabeza de los cautivos y cesará la orgía de los sibaritas» (Amós 6,1.4-6).La denuncia del profeta Amós se dirige contra el sibaritismo de los habitantes de Samaría[1] que no les interesa más «el destino de José», es decir el fin eminente del Reino de Israel. Su denuncia es contundente: «se acabó la orgía de los disolutos». Iréis al destierro bajo los asirios, encabezando la caravana de cautivos.

Hecho que sucedió treinta años después de haberlo anunciado. Escuchar la Palabra de Dios y abandonar las falsas seguridades que ofrece los bienes materiales es una de las lecciones de la parábola de este Domingo. Notemos que pobreza y riqueza no son conceptos meramente cuantitativos; pesa sobretodo la actitud de apego o desapego de lo que uno tiene. El hombre que pone su confianza y seguridad en Dios es aquel que escucha y vive de acuerdo a plan espiritual que traza San Pablo en la Segunda Lectura. Es el anverso a la «orgía de los sibaritas».

La exhortación de San Pablo a su querido discípulo Timoteo es valedera para todo cristiano: «practica la justicia, la piedad, la fe. Combate el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado...Guarda el mandamiento sin mancha y sin reproche». El «mandamiento» se refiere a todo el depósito de la fe confiado a Timoteo para su anuncio y testimonio.

Precisamente a continuación del texto que hemos leído viene una exhortación dirigida a los cristianos ricos que hubiera casado perfectamente como comentario de nuestras lecturas dominicales: «A los ricos de este mundo recomiéndales que no sean altaneros ni pongan su esperanza en lo inseguro de las riquezas sino en Dios, que nos provee espléndidamente de todo para que lo disfrutemos; que practiquen el bien, que se enriquezcan de buenas obras, que den con generosidad y con liberalidad; de esta forma irán atesorando para el futuro un excelente fondo con el que podrán adquirir la vida verdadera» (1Tim 6,17-19).

L Finalmente...ni aunque resucite un muerto

Volvamos a la lectura del Evangelio. Ante la respuesta dada por Abraham, el rico sabe que, lamentablemente, esto no va a impresionar a sus hermanos y por eso insiste: «No, padre Abraham, sino que, si alguno de entre los muertos va donde ellos, se convertirán». Sigue la sentencia conclusiva de Abraham: «Si no oyen a Moisés y a los profe­tas, no se convertirán aunque resucite un muer­to». Nosotros no sólo tenemos a Moisés y a los profetas, que ciertamente haríamos bien en escucharlos, sino que tenemos la enseñan­za del Hijo de Dios mismo: «en estos últimos tiempos Dios nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1,2).

Por eso más eficaz que todos los proyectos -ciertamente necesarios- que se puedan desarrollar en nuestro país para «superar la pobreza» sería que cada uno, antes de hacer un gasto superfluo y lujoso, se senta­ra a leer antes esta parábola atentamente. Si esto no surte efecto, para inducir a una vida más fraterna, solida­ria y reconciliada; no hay más que hacer ya lamentablemente «no se convence­rán ni aunque resucite un muerto».

+  Una palabra del Santo Padre:

“No se dice que el rico epulón fuera malvado, al contrario, tal vez era un hombre religioso, a su manera. Rezaba, quizás, alguna oración y dos o tres veces al año seguramente iba al Templo a hacer sacrificios y daba grandes ofrendas a los sacerdotes, y ellos con aquella pusilanimidad clerical se lo agradecían y le hacían sentarse en el lugar de honor. Pero no se daba cuenta de que a su puerta estaba un pobre mendigo, Lázaro, hambriento, lleno de llagas, símbolo de tanta necesidad que tenía.

El hombre rico tal vez el vehículo con el que salía de casa tenía los cristales polarizados para no ver fuera... tal vez, pero no sé... Pero seguramente, sí, su alma, los ojos de su alma estaban oscurecidos para no ver. Solo veía dentro de su vida, y no se daba cuenta de lo que había sucedido a este hombre, que no era malo: estaba enfermo. Enfermo de mundanidad. Y la mundanidad transforma las almas, hace perder la conciencia de la realidad: viven en un mundo artificial, hecho por ellos... La mundanidad anestesia el alma. Y por eso, este hombre mundano no era capaz de ver la realidad.

Muchas personas que llevan la vida de modo difícil; pero si tengo el corazón mundano, nunca entenderé eso. Con el corazón mundano no se puede entender la necesidad y lo que hace falta a los demás. Con el corazón mundano se puede ir a la iglesia, se puede rezar, se pueden hacer tantas cosas. Pero Jesús, en la Última Cena, en la oración al Padre, ¿qué ha rezado? 'Pero, por favor, Padre, custodia a estos discípulos para que no caigan en el mundo, que no caigan en la mundanidad'. Es un pecado sutil, es más que un pecado: es un estado pecador del alma”. 

Homilía del Papa Francisco. 5 de marzo de 2015, en Santa Marta.






' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. Nos dice San Juan Crisóstomo que Abrahán aparece junto a Lázaro porque había sido hospitalario con unos simples peregrinos y hasta los hizo entrar en su tienda. Por ello recibió la bendición de Dios (ver Gn 18,15). El rico, en cambio, no mostraba más que desprecio hacia aquel que estaba en su puerta. ¿Enseño a los miembros de mi familia a que sean generosos y solidarios? ¿Predico con mi ejemplo?¿De qué forma concreta?

2. En la situación concreta en que vive nuestro país, ¿por qué no colaborar activamente en alguna campaña de solidaridad? ¿Participo en algún tipo de voluntariado? El que busca, encuentra...

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2419- 2425. 2443-2449.



[1] Samaría: capital del Reino de Israel que fue saqueada por los Asirios. Amós se mostró un intrépido defensor de la Ley de Dios especialmente en su lucha contra el culto al becerro de oro adorado en Betel, santuario del reino de Israel (Norte). Perseguido por Amacías, sacerdote de aquel becerro, el profeta murió mártir según una tradición judía. 

( texto facilitado por Juan Ramón Pulido, Presidente Diocesano de A.N.E. Toledo )

sábado, 17 de septiembre de 2016

PASTORES SEGÚN MI CORAZÓN. Catequesis vocacional del Reverendo P. ANTONIO PAVIA (X)

Las cenizas se sonrojan

Uno de los signos que hará reconocible al Mesías anunciado por los profetas de Israel es que, gracias a Él, el hombre podrá ser partícipe del fuego, de la luz de Dios. El salmista lo explicita meridianamente al proclamar exultante ante Dios: “En tu luz vemos la luz” (Sl 36,10b). Es la Luz -sinónimo del Fuego- la que hará posible que se restablezcan los brazos débiles y las rodillas vacilantes del hombre caído. Recordemos la exhortación llena de esperanza de Isaías: “Fortaleced las manos débiles, afianzad las rodillas vacilantes. Decid a los de corazón cansado: ¡Ánimo, no temáis!” (Is 35,3-4a).
Al igual que esta promesa,  otras semejantes se harán también realidad por medio de su propio Hijo, el Emmanuel. Se acercará al hombre caído y no le pedirá cuentas, sino que le levantará. El mismo Isaías nos lo anuncia proféticamente como aquel que se compadece de la mecha humeante a la que se ha visto reducido el hombre que ha decidido vivir de espaldas a Dios. Se apiadará de él y, con ternura inmensurable, convertirá su apenas imperceptible pábilo en luz, en antorcha de Dios que ilumina el mundo.
Jesús, antorcha, hoguera luminosa de Dios Padre, prenderá su fuego en el mundo. Sí, lo hará pero a costa de su vida. Su obediencia amorosa al Padre, su entrega incondicional al hombre, le lleva hasta su mecha humeante, sus brazos caídos, sus esperanzas fallidas, su corazón renqueante; y, con su aliento, prenderá en él el Fuego eterno, el de Dios.
He aquí una descripción bellísima de la acción del Hijo de Dios sobre el hombre. Su Encarnación fue un caminar hacia sus angustias, al tiempo que Él no se privó de ellas; Él mismo nos lo hace saber cuando, confidencialmente, se abrió a sus discípulos y les dijo: “He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla! (Lc 12,49-50).
No parece que sus discípulos se enterasen mucho de lo que les acababa de decir, pues sus ensoñaciones idílicas acerca de Jesús y su misión pesan demasiado. No importa -se diría el Señor- ya tendrán su tiempo de madurez. De todas formas, en la última cena vuelve sobre el tema, puntualizando que sólo entregando su vida podrán recibir el Espíritu Santo que -como sabemos- descendió en forma de fuego sobre ellos (Hch 2,1…).
Jesús pierde la vida, mejor dicho, la entrega por amor. Sin duda que las angustias le pesan enormemente; aun así, el amor es más fuerte. Es la obediencia de quien ama, de quien confía, del que pone toda su existencia en Aquel que le indica su voluntad. Nunca una obediencia fue tan libre, nunca un amor tan cargado de vida hacia aquellos a quienes ama: las mechas humeantes, los hombres sin brazos ni pies para sostenerse, ¡el hombre caído!
Estremecedora, a este respecto, la profecía de Isaías sobre la restauración de Jerusalén. La ciudad de la tristeza, a causa del exilio, se convertirá en la ciudad de la luz, y su esplendor iluminará a todas las naciones: “Por amor de Sión no he de callar, por amor de Jerusalén no he de descansaré, hasta que salga como resplandor su justicia, y su salvación brille como antorcha. Verán las naciones tu justicia, y todos los reyes tu gloria" (Is 62,1-2a).
No, no descansará el Mesías hasta que se cumpla esta palabra del Padre. Incluso si es necesario que Él se abrace a las tinieblas de la cruz y de la muerte para que el hombre alcance a ser revestido de la luz y fuego de Dios, dirá a su Padre: “Aquí estoy para hacer tu voluntad” (Hb 10,7).

Reflectores de su Luz
El Hijo de Dios murió en la cruz, y de su costado abierto, como nos dicen los Padres de la Iglesia, nació la nueva Jerusalén, a la que Pablo llama metafóricamente: “nuestra madre” (Ga 4,26). Es normal que la que ha sido revestida por la luz de Dios, sea también la luz del mundo. Sus hijos, que lo son por ser discípulos del Señor Jesús, fueron llamados por Él mismo la luz del mundo: “Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa” (Mt 5,14-15).
Cuando Jesús dice a sus discípulos que son la luz del mundo, no les está confiriendo un título honorífico, sino una misión. El rechazo está garantizado y anunciado (Jn 15,19), mas también la victoria del que acepta su misión en total consonancia con quien le envía. Las palabras del Prólogo del evangelio de san Juan acerca de Jesús se cumplen también en sus enviados/discípulos: “La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron” (Jn 1,5).
Vosotros sois la luz del mundo, les dice; es esencial a su elección iluminar al mundo entero. En ellos se realiza la obra de salvación que el Hijo de Dios hará a los hombres, tal como profetizó Isaías. El Mesías anunciará a los pobres la Buena Noticia, vendará los corazones rotos, abrirá a los cautivos caminos de libertad, cambiará sus tristezas y lutos –recordemos las mechas humeantes- en gozo y fiesta incontenible; y no sólo eso: serán reconocidos como plantación de Dios para manifestar su gloria (Is 61,1-3).
Plantación de Dios, su obra amorosa. Y llenos de su esplendor manifestarán al mundo entero la gloria, el amor del Bendito y Eterno.  Oigamos lo que  Jesús añadió cuando dijo a sus discípulos: vosotros sois la luz del mundo. “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16).
Luz de Dios para el mundo, su fuego y su calor frente a la oscuridad lóbrega que le envuelve. Lo anunció el profeta acerca del Mesías: “El pueblo que andaba a oscuras vio una gran luz. A los que vivían en tierra de sombras, una gran luz les brilló. Acrecentaste el regocijo, hiciste grande la alegría. Alegría por tu presencia…” (Is 9,1-2a). Una vez que el Hijo de Dios cumplió su misión de ser Luz del mundo, pasó el testigo a sus pastores. Ellos serán los que, yendo hacia los más alejados rincones de la tierra, iluminarán a los hombres avivando el resplandor de Dios con su Palabra, que es Fuego y Luz verdadera (Jn 1,9).
Estos pastores, que tienen muy claro el tipo de pastoreo al que les ha llamado su Señor y Maestro (Mt 23,8), reflejan la gloria de Dios. Gracias a ellos, porque son pastores según el corazón de Dios, la gloria de lo alto es visible al mundo entero, abriendo así las puertas de la salvación a “hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación” (Ap 5,9b).
Los pastores reciben su misión, envuelven el corazón de sus oyentes con la luz y el fuego de quien les llamó y, tal y como Él les dijo, glorifican a Dios a causa de su ministerio. Pablo testifica que sí, que es cierto que se cumple la promesa que Jesús hizo a sus pastores, los de todos los tiempos, que su pastoreo daría gloria a Dios: “…Luego me fui a las regiones de Siria y Cilicia… Solamente habían oído decir: El que antes nos perseguía ahora anuncia la buena nueva de la fe que entonces quería destruir. Y glorificaban a Dios a causa de mí” (Gá 1,21-24). La mayor señal de la impostura de un pastor es cuando, como “sin querer”, trasvasan la glorificación a Dios, hacia ellos.

Solidarios con los que no ven
Los pastores según el corazón de Dios se reconocen instantáneamente. Desde la oración del corazón, se acercan a la Palabra con el temblor provocado por el asombro inaudito de saberse junto a Dios. Con sus manos entregadas a su misión, van descubriendo y sacando a la luz el Fuego de Dios que, como la lava de un volcán, discurre oculto entre el conjunto de las palabras textuales de la Escritura. Estremecidos ante las entrañas ardientes de Dios que Él mismo ha hecho visibles a los ojos interiores de su alma (Ef 1,18), van presurosos al encuentro de sus hermanos. No necesitan una orden; los gritos de la humanidad, huérfana de vida y calor, les apremian; es como si  todo su interior ardiese.
Por eso mismo, porque el fuego que Dios ha prendido en sus entrañas, se ha convertido en una hoguera incontenible, necesitan compartirla con sus hermanos. Mucho les queman las brasas del Evangelio para quedarse impasibles. Sólo así, compartiéndolas, pueden encontrar sosiego a tanto estremecimiento interno. Cual nuevos samaritanos, se llegan al hombre, al que la frialdad sistemática del Mentiroso (Jn 8,44) ha arrojado, cubierto de heridas, en su camino existencial. Cara a cara con él, convierten su mecha humeante en una hoguera como la suya.
Estos pastores según el corazón de Dios conocen la alegría perfecta, sin límites, porque tiene su origen en Dios, y su meta no existe por venir de quien viene. Su alegría nada tiene que ver con éxitos ni con logros; si fuese así, sería muy poca cosa, y dar la vida por tan poca cosa es desbaratarla, ponerla a precio de mercadillo.
La alegría de estos pastores reside en ver crecer a sus ovejas, saber que su relación con el Fuego de la Palabra no es pasiva sino activa. Me explico. Unas ovejas bien evangelizadas alcanzan a descubrir y sacar a la luz, también ellas, el Fuego oculto de Dios en la Escritura, como dijimos antes. También Dios les da el poder hacerse con el Espíritu y Vida que palpita en su Palabra (Jn 6,63b). Llegados a este punto, entendemos que la alegría de estos pastores no es medible. Hablamos de la alegría colmada que tuvo Jesús: “Ahora voy a ti, Padre, y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada” (Jn 17,13).
Se da una relación así entre pastores y ovejas, cuando el fuego del Evangelio prende en unos y otros, y sólo Dios es glorificado, porque es de su seno de donde ha surgido la llama viva de la predicación. Si diéramos voz a esta predicación y le preguntáramos quién la dio a luz, nos respondería “Yo salí de la boca del Altísimo” (Si 24,3).

Más de uno se habrá extrañado, incluso asustado, por lo que acaba de leer. Otros, más comprensivos, pasarán por alto el susto pensando que me he permitido una licencia metafórica. Bueno, me limito a decir que esto mismo fue lo que Dios dijo a Moisés para tranquilizarle, pues se consideraba totalmente incapaz de cumplir la misión que le había confiado. Le dijo: “Vete, que yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que debes decir” (Éx 4,12). Cuanto más estos pastores tienen conciencia de que su predicación viene de Dios, tanto mejor comprenden lo que les dijo su Señor: “Cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles” (Lc 17,10). Claro que a esto hemos de añadir que Dios glorifica a todo aquel que, renunciando a su propia gloria, busca la suya, la de Él.  

Lecturas y Reflexiones de la Misa del Domingo de la Semana 25ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C «No podéis servir a Dios y al dinero»

Domingo de la Semana 25ª del Tiempo Ordinario. Ciclo C
«No podéis servir a Dios y al dinero»

Lectura del libro del profeta Amós (8,4-7): Contra los que «compran por dinero al pobre»

Escuchad esto, los que pisoteáis al pobre y elimináis a los humildes del país, diciendo: «¿Cuándo pasará la luna nueva, para vender el grano, y el sábado, para abrir los sacos de cereal – reduciendo el peso y aumentando el precio, y modificando las balanzas con engaño – ,para comprar al indigente por plata, y al pobre por un par de sandalias, para vender hasta el salvado del grano?».
El Señor lo ha jurado por la gloria de Jacob: «No olvidará jamás ninguna de sus acciones».

Salmo 112, 1-2. 4-6. 7-8

R./ Alabad al Señor, que alza al pobre.

Alabad, siervos del Señor, // alabad el nombre del Señor. // Bendito sea el nombre del Señor, // ahora y por siempre. R./

El Señor se eleva sobre todos los pueblos, // su gloria sobre los cielos. // ¿Quién como el Señor, Dios nuestro, // que habita en las alturas // y se abaja para mirar // al cielo y a la tierra? R./

Levanta del polvo al desvalido, // alza de la basura al pobre, // para sentarlo con los príncipes, // los príncipes de su pueblo. R./

Lectura de la primera carta de San Pablo a Timoteo (2,1-8): Que se hagan oraciones por toda la humanidad a Dios, que quiere que todos los hombres se salven.

Querido hermano: Ruego, lo primero de todo, que se hagan súplicas, oraciones, peticiones, acciones de gracias, por toda la humanidad, por los reyes y por todos los constituidos en autoridad, para que podamos llevar una vida tranquila y sosegada, con toda piedad y respeto.
Esto es bueno y agradable a los ojos de Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
Pues Dios es uno, y único también el mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús, que se entregó en rescate por todos: este es un testimonio dado a su debido tiempo y para que fui constituido heraldo y apóstol - digo la verdad, no miento -, maestro de las naciones en la fe y en la verdad.
Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, alzando las manos limpias, sin ira ni divisiones.

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (16,1-13): No podéis servir a Dios y al dinero.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Un hombre rico tenía un administrador, a quien acusaron ante él de derrochar sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: “¿Qué es eso que estoy oyendo de ti? Dame cuenta de tu administración, porque en adelante no podrás seguir administrando”.
El administrador se puso a decir para sí: “¿Qué voy a hacer, pus mi señor me quita la administración? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar me da verguenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa.”
Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero: “¿Cuánto debes a mi amo?” Éste respondió: “Cien barriles de aceite.” Él le dijo: “Aquí está tu recibo; aprisa, siéntate y escribe cincuenta.” Luego dijo a otro: “Y tú, ¿cuánto debes?” Él contestó: “Cien fanegas de trigo”. Le dijo: “Aquí está tu recibo, escribe ochenta”. Y el amo felicitó al administrador injusto, por la astucia con que había procedido. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz.
Y yo os digo: ganaos amigos con el dinero de iniquidad, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas.
El que es de fiar en lo poco, también en lo mucho es fiel; el que es injusto en lo poco, también en lo mucho es injusto. Pues, si no fuisteis fieles en la riqueza injusta, ¿quién os confiará la verdadera? Si no fuisteis fieles en lo ajeno, ¿lo vuestro, quién os lo dará?
Ningún siervo puede servir a dos señores, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero».


& Pautas para la reflexión personal  

z El vínculo entre las lecturas

En el fondo vemos como en los textos litúrgicos se plantea la pregunta: ¿dónde está la verdadera riqueza? Ciertamente no puede coincidir con la ambición y la avaricia en perjuicio de los más pobres y necesitados, leemos en la Primera Lectura.

Tampoco reside en la habilidad para hacerse «amigos» con las riquezas de otros. La verdadera riqueza es la riqueza de la fe, que poseen los hijos de la luz ya que no se puede servir a dos señores al mismo tiempo. En el fondo lo que está en juego es el ser recibidos o rechazados en las «moradas eternas» (Evangelio). Esta manera de entender las cosas sólo la podremos conseguir en la medida que seamos realmente «amigos de Jesús» y esto se logra en el ámbito de la oración (Segunda Lectura).



K Una parábola desconcertante

El Domingo pasado hemos leído todo el capítulo 15 del Evangelio de San Lucas y hemos visto que su finalidad es mostrar que en la actitud de Jesús se revela la misericor­dia de Dios, que «no quiere la muerte del pecador, sino que se con­vierta y viva». Este Domingo comenzamos a leer el capítulo 16, que reúne sentencias de Jesús sobre el uso de los bienes materiales. Jesús expone el caso de «un hombre rico que tenía un administrador a quien acusaron ante él de malbaratar su hacienda».

El señor lo llama para pedirle cuenta de su administración y le anuncia que será despedido. En ese momento el administrador comienza a sentirse en dificul­tad, porque su situa­ción actual termina y el tiempo urge. Se pregunta: «¿Qué haré, pues mi señor me quita la admi­nis­tra­ción?» Enton­ces diseña un plan y convoca a los deudores de su señor, dijo al primero: «¿Cuánto debes a mi señor?'. Respon­dió: 'Cien medidas de aceite'.

Él le dijo: 'Toma tu recibo, siéntate en seguida y escribe cincuenta'. Después dijo a otro: 'Tú, ¿cuánto debes?' Contestó: 'Cien cargas de trigo'. Le dice: 'Toma tu recibo y escribe ochenta'». Nadie se puede quedar sin reaccionar ante esta conducta del administrador despedido. También reacciona el señor. Pero lo hace de manera desconcertante: mientras se esperaría que lo hiciera con indignación, «el señor alabó al admi­nistrador injusto porque había obrado astutamente»[1].

J Una interpretación de la parábola

La mayor dificultad de la parábola está en la felicitación que el amo dirige a su administrador al conocer las rebajas a sus acreedores de sus propias deudas. Jesús parece sumarse a tal alabanza, pues lo pone como ejemplo para los hijos de la luz. Aclaremos el malentendido. El amo no aprueba la gestión anterior de su mayordomo[2], al que precisamente despide por fraude, sino que alaba su previsión del futuro, queriendo granjearse amigos para los tiempos malos que se le avecinan.  

En tiempo de Jesús, los administradores podían disponer de los bienes del señor y prestarlos libremente, exigiendo de los acreedo­res la devo­lución de una cantidad mayor para hacer­se, en esta forma, un salario. El administrador habría prestado 50 barriles de aceite y habría exigido la devolu­ción de 100 (un interés del 100% es usura­rio, y en esto consistiría su injusticia); habría pres­tado 80 cargas de trigo y habría exigido la devolución de 100 (25% de inte­rés). En este sentido, su decisión consiste en no exigir más que lo prestado, es decir, en renun­ciar a su parte, para suscitar la gratitud de los acreedo­res.

La conclusión es entonces comprensible cuando: «El señor alabó al adminis­trador injusto porque había obrado astuta­mente». El adminis­trador era injusto y abusa­dor porque en su gestión siempre había aplicado intereses usurarios; pero, en este momento, renunció a esa ganan­cia injusta esperando el beneficio mayor de ser acogido por los deudo­res favore­cidos, cuando se viera privado de su cargo. Por otro lado, es difícil pensar que un propietario alabe a su propio admi­nistrador porque éste le roba y regala sus bienes para granjearse amigos.
           
Siguiendo esta interpretación se explica mejor la conclusión de Jesús: «Haceos amigos con el dinero injusto, para que cuando llegue a faltar, os reciban en las moradas eter­nas». Recordemos que el dinero es llamado de «injusto» porque suele impulsar a las personas hacia la falta de honradez. Jesús, por otro lado, quiere enseñar que nues­tra vida también tendrá un fin y que, en comparación con la eternidad, ese fin es inminen­te.

Nuestra situación ante Dios es como la del administrador: posee­mos «dinero injusto». Por eso, en el breve tiempo que nos queda de vida, antes de que se nos pida cuenta de nuestra adminis­tración, debemos usar el dinero que posee­mos para hacer el bien a los demás. El tiempo urge. Por tanto, la deci­sión debe ser ahora; mañana será demasiado tarde...

La parábola está dicha para fundamentar esta observación de Jesús: «Los hijos de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz». No es algo que Jesús apruebe; es algo que Jesús lamenta. Lo dice como un reproche para interpelarnos y hacernos reaccionar. A menudo quedamos sorprendidos por la habilidad y la decisión con que actúan los obradores del mal para alcanzar sus objetivos perversos. Los hijos de la luz deberían ser más astutos, más decididos y más generosos en la promoción del bien, porque el bien es más apetecible. Esto es lo que desea Jesús; por eso, manda a sus discípulos con estas instrucciones: «Sed astutos como las serpientes y sencillos como las palomas» (Mt 10,16).

J El uso adecuado de las riquezas

Sigue una serie de sentencias acerca del buen uso de las riquezas. Llama la atención la triple repetición de la palabra Dinero (con mayúscula, como un nombre propio). Es que traduce la palabra «mamoná» que en el texto griego original del Evangelio se conserva sin traducir. Ésta fue ciertamente la palabra usada por el mismo Jesús en arameo. Es una palabra de origen incierto. Algunos especialistas sostienen que proviene de la raíz «amén» y, por tanto, significa: «aquello en lo cual se confía». En la lengua original de Jesús hay entonces un juego de palabras, porque la misma raíz tienen los adjetivos «fiel» y «verdadero» y también el verbo “confiar”: «Si, pues, no fuisteis fieles en el Dinero injusto, ¿quién os confiará lo verdadero?». El «mamoná» es injusto, porque siempre engaña. Su mismo nombre es un engaño: se ofrece como algo en lo cual se puede confiar; pero defrauda. Así lo muestra Jesús en la parábola del hombre cuyo campo produjo mucho fruto. Pensó que podía confiar en sus riquezas y que ellas le darían seguridad por muchos años: «Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años...”. Pero, esos bienes no le pudieron asegurar ni siquiera un día: “Dios le dijo: ‘¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma’» (Lc 12,19-20).

J La mejor inversión

El dinero tiene que usarse con una sola finalidad: hacerse amigos en las «moradas eternas», es decir, entre los ángeles y santos del cielo. Y ¿cómo se logra esto? ¿Cómo se puede lograr que el dinero de esta tierra rinda en el cielo? Esto se logra de una sola manera: liberándonos de él. Es lo que Jesús enseña: «Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos» (Lc 12, 33). Y una aplicación concreta de esta enseñanza está en la invitación que hace Jesús al joven rico: «Todo cuanto tienes véndelo y repártelo entre los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos» (Lc 18,22). Pero él prefirió sus bienes de esta tierra, dejando así en evidencia lo que Jesús concluye: «No podéis servir a Dios y al Dinero”. Jesús exige que toda la confianza se ponga en Él solo. Si se confía en “mamoná”, no se puede ser discípulo suyo: “El que no renuncie a todos sus bienes no  puede ser discípulo mio» (Lc 14,33).

 El dinero es una espada de dos filos, según se use para el bien o el mal, es decir para Dios y los demás o solamente para sí excluyendo a los otros. Para vivir como hijos de la luz tenemos que vivir el mandamiento del amor y servicio a los hermanos; algo imposible para aquel que vive al servicio del dinero. Si no convertimos nuestro corazón a los criterios de Jesús, no podemos ser de los suyos. De nada serviría llevar una vida piadosa y observante, como los mercaderes a quienes fustiga el profeta Amós[3] en la Primera Lectura, que esperaban impacientes el cese del descanso sabático para seguir aprovechándose del pobre.

En cambio San Pablo, en su carta a Timoteo, habla de hacer oración «alzando santas manos, limpias de ira y divisiones», como prueba de fiel servicio a Dios y comunión con todos los hombres por quienes rezamos en la oración de los fieles. Timoteo era un cristiano de Listra y fue amigo y colaborador de Pablo. Su madre era judeocristiana; su padre, griego. Pablo le elige como colaborador durante su segundo viaje misionero. Después que Pablo hubo partido de Tesalónica, Timoteo regresó a aquella ciudad para animar a los cristianos de allí. Más tarde, Pablo lo envió de Éfeso a Corinto para que instruyera a los cristianos de esa ciudad. Finalmente Timoteo llegó a ser dirigente de la ciudad de Éfeso. A veces tenía poca confianza en sí mismo, y necesitaba de los alientos de su padre espiritual, Pablo, de quien fue siempre leal y fiel colaborador. Las dos cartas de San Pablo a éste joven están llenas de sabios consejos sobre cómo dirigir una comunidad cristiana.   

+  Una palabra del Santo Padre:

Los administradores corruptos «devotos del dios soborno» cometen un «pecado grave contra la dignidad» y dan de comer «pan sucio» a sus propios hijos: a esta «astucia mundana» se debe responder con la «astucia cristiana» que es «un don del Espíritu Santo».

Lo dijo el Papa Francisco en la homilía de la misa que celebró el viernes 8 de noviembre, por la mañana, en la capilla de la Casa de Santa Marta, en la que propuso una reflexión sobre la figura del administrador deshonesto descrita en el pasaje evangélico de san Lucas (16, 1-8).
«El Señor —dijo el Papa— vuelve una vez más a hablarnos del espíritu del mundo, de la mundanidad: cómo actúa esta mundanidad y cuán peligrosa es. Y Jesús, precisamente Él, en la oración después de la cena del Jueves Santo oraba al Padre para que sus discípulos no cayeran en la mundanidad», en el espíritu del mundo.

La mundanidad, recalcó el Pontífice, «es el enemigo». Y es precisamente «la atmósfera, el estilo de vida» característico de la mundanidad —o sea el «vivir según los “valores” del mundo»— lo que «tanto agrada al demonio». Por lo demás «cuando pensamos en nuestro enemigo pensamos primero en el demonio, porque es justamente el que nos hace mal».

«Un ejemplo de mundanidad» es el administrador descrito en la página evangélica. «Alguno de vosotros —observó el Pontífice— podrá decir: pero este hombre hizo lo que hacen todos». En realidad «¡todos no!»; éste es el modo de actuar de «algunos administradores, administradores de empresas, administradores públicos, algunos administradores del gobierno. Quizá no son tantos». En concreto «es un poco la actitud del camino más breve, más cómodo para ganarse la vida». El Evangelio relata que «el amo alabó al administrador deshonesto». Y ésta —comentó el Papa— «es una alabanza al soborno. El hábito de los sobornos es un hábito mundano y fuertemente pecador». Ciertamente es una actitud que no tiene nada que ver con Dios.

En efecto, prosiguió el Papa, «Dios nos ha mandado: llevar el pan a casa con nuestro trabajo honesto». En cambio, «este administrador daba de comer a sus hijos pan sucio. Y sus hijos, tal vez educados en colegios costosos, tal vez crecidos en ambientes cultos, lo habían recibido de su papá como comida sucia. Porque su papá llevando pan sucio a casa había perdido la dignidad. Y esto es un pecado grave». Quizás, especificó el Papa, «se comienza con un pequeño soborno, pero es como la droga». Incluso si el primer soborno es «pequeño, después viene el otro y el otro: y se termina con la enfermedad de la adicción a los sobornos».

Estamos ante «un pecado muy grave —afirmó el Papa— porque va contra la dignidad. Esa dignidad con la que somos ungidos con el trabajo. No con el soborno, no con esta adicción a la astucia mundana. Cuando leemos en los periódicos o vemos en el televisor a uno que escribe o habla de la corrupción, tal vez pensamos que la corrupción es una palabra. Corrupción es esto: es no ganar el pan con dignidad».

Existe, sin embargo, otro camino, el de la «astucia cristiana» —«entre comillas», dijo el Papa— que permite «hacer las cosas un poco ágiles pero no con el espíritu del mundo. Jesús mismo nos lo dijo: astutos como serpientes, puros como palomas». Poner «juntas estas dos» realidades es «una gracia» y «un don del Espíritu Santo». Por esto debemos pedir al Señor la capacidad de practicar «la honestidad en la vida, la honestidad que nos hace trabajar como se debe trabajar, sin entrar en estas cosas». El Papa Francisco reafirmó: «Esta “astucia cristiana” —la astucia de la serpiente y la pureza de la paloma— es un don, es una gracia que el Señor nos da. Pero debemos pedirla».

Papa Francisco. Homilía en la casa de retiro de Santa Marta. 8 de noviembre de 2013

' Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana

1. ¿Cuál es mi actitud ante los bienes materiales? ¿Pongo en ellos mi corazón?

2. ¿Soy generoso y solidario con mis hermanos? ¿De qué manera concreta? 

3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 2401-2418. 2443 -2449



[1] La palabra griega es Fronímos que quiere decir sagazmente. No alabó su maldad sino su astucia, su sagacidad.
[2] Mayordomo: encargado de la administración de los bienes o empresa de otro. El término Oikonómos conlleva la idea tanto de administración como de superintendencia, control de asuntos internos, al servicio del señor.  
[3] Amós: es uno de los primeros profetas que pusieron por escrito sus mensajes. Amós vivió en el siglo VIII a.C. Era pastor y ganadero y recogía el fruto de las higueras en las laderas de las montañas de Judá. Pero Dios lo envió al norte: a Betel en Israel donde el rey Jeroboán II había erigido como ídolo un becerro de oro. Amós proclamó con valentía el mensaje divino en un medio adverso. 


( facilitado por J.R. Pulido, presidente Diocesano de A.N.E. Toledo )