viernes, 2 de octubre de 2020

27ª semana del tiempo ordinario. Domingo A: Mt 21, 33-43

Estamos hacia el fin de la vida de Jesús. En estas parábolas finales podemos vislumbrar la tristeza de Jesús al sentir el rechazo de los jefes religiosos de Israel. Muy diferente de las primeras parábolas dirigidas a la gente sencilla en que hablaba más del campo, de las ovejas, de luces en lo alto, de pájaros y lirios, de trigo y de mostaza, estas parábolas del final son más dramáticas y violentas. Hoy nos habla de la “viña del Señor”, que es sobre todo el pueblo de Israel, como ya lo habían manifestado los profetas, especialmente el profeta Isaías, cuya visión de la viña nos trae hoy la primera lectura. Era por lo tanto una comparación muy conocida por todos, especialmente por los fariseos y los jefes. Es como un resumen de la historia de la salvación: Dios protege y separa a su pueblo para que dé frutos de virtudes; pero los jefes religiosos se creen dueños de la religión y del pueblo, y se instalan en su situación de privilegio. Dios manda profetas para recordar sus deseos y los preceptos que les había dado; pero son maltratados y algunos muertos. El último profeta sería san Juan Bautista. Por fin manda a su propio Hijo; pero como su enseñanza va contra el orgullo y vanidad de estos jefes religiosos, es rechazado y al final logran que muera. Estos jefes, que eran malos, pero no tontos, entendieron que Jesús hablaba contra ellos y su odio se acrecentó. Después de todo el dramatismo, al final de la parábola triunfa el amor, porque Dios entrega su viña a otros viñadores para que puedan conseguir fruto. Es la construcción de un nuevo pueblo de Dios. La piedra fundamental será Jesús; pero continúa la historia de la salvación, ahora por medio de la Iglesia. Sin embargo toda esa historia de amor de Dios y de rechazo nuestro a su amor continúa a través de los siglos. Es verdad que tenemos la promesa de que este nuevo pueblo de Dios no será reprobado y que las fuerzas del mal no prevalecerán, pero es impresionante pensar que muchas comunidades cristianas, que en los primeros siglos fueron florecientes, han sido totalmente borradas y sólo queda el recuerdo. Hoy vemos comunidades cristianas en naciones tradicionales, en cuanto a la fe, con un proceso grande de secularismo. Es terrible el pensar que un día puedan convertirse en puro recuerdo de la fe cristiana sólo por sus hermosos monumentos. Ciertamente que en otras regiones la fe brillará más; pero debemos estar atentos y vivir un auténtico cristianismo. También la parábola se aplica a cada uno de nosotros. Dios nos ha elegido y nos da continuas gracias; pero quiere una respuesta positiva de fe, quiere que demos frutos concretos de vida cristiana. Dios nos manda continuamente emisarios suyos para ayudarnos, nos manda también sus ángeles que están dispuestos a subir hacia Él con nuestras oraciones y los buenos frutos, como son los actos de amor a Dios y amor al prójimo, el trabajo bien hecho, contradicciones bien aceptadas, pequeñas renuncias a favor de los demás; pero, como dice el profeta Isaías en la primera lectura, en vez de uvas dulces quizá sólo se encuentran frutas amargas, que son los pecados. En nuestra vida hay muchas realidades terrenas, que pueden ser buenas o malas, según nosotros las usemos. Todos los asuntos de cada día podemos convertirlos en frutos para Dios. A veces nosotros, como aquellos jefes religiosos, nos creemos dueños de la vida o dueños de la religión, cuando solamente somos administradores y servidores. Quizá como ellos sentimos el orgullo herido o los intereses perjudicados por mensajes concretos de la Iglesia que por medio de sus ministros cualificados nos quieren guiar para nuestro bien. Y hasta quisiéramos echarles de nuestra vida. A veces nos quedamos sólo en los ritos externos sin que haya una transformación interna. Entonces, aunque parezca que hacemos mucho, en realidad no estamos dando verdaderos frutos de fe. Pidamos, como lo hacemos hoy al comenzar la misa, a Dios, que con amor generoso desborda los méritos y los deseos que le suplican, que nos conceda aun aquello que no nos atrevemos a pedir. P. Silverio V.

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