viernes, 9 de octubre de 2020
Domingo de la Semana 28 del Tiempo Ordinario. Ciclo A – 11 de octubre de 2020 «Porque muchos son llamados, pero pocos son elegidos»
Lectura del libro del profeta Isaías (25, 6-10a): El Señor preparará un festín y enjugará las lágrimas de todos los rostros.
Aquel día, el Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de manja-res suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos. Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas las naciones. Aniquilará la muerte para siempre.
El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y el oprobio de su pueblo lo alejará de todo el país. -Lo ha dicho el Señor-.
Aquel día se dirá: «Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y goce-mos con su salvación. La mano del Señor se posará sobre este monte.»
Salmo 22,1-3a.3b-4.5.6: Habitaré en la casa del Señor, por años sin término. R./
El Señor es mi pastor, nada me falta: // en verdes praderas me hace recostar; // me conduce hacia fuentes tranquilas // y repara mis fuerzas. R./
Me guía por el sendero justo, // por el honor de su nombre. // Aunque camine por cañadas oscuras, // nada temo, porque tú vas conmigo: // tu vara y tu cayado me sosiegan. R./
Preparas una mesa ante mi, // enfrente de mis enemigos; // me unges la cabeza con perfume, // y mi copa rebosa. R./
Tu bondad y tu misericordia me acompañan // todos los días de mi vida, // y habitaré en la casa del Señor // por años sin término. R./
Lectura de la carta del apóstol San Pablo a los Filipenses (4, 12-14. 19-20): Todo lo puedo en aquel que me conforta.
Hermanos: Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy entrenado para todo y en todo: la hartura y el ham-bre, la abundancia y la privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta. En todo caso, hicisteis bien en com¬partir mi tribulación.
En pago, mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades con mag¬nificencia, conforme a su espléndida riqueza en Cristo Jesús.
A Dios, nuestro Padre, la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Lectura del Santo Evangelio según San Mateo (22, 1-14): A todos los que encontréis, convidadlos a la boda.
En aquel tiempo, volvió a hablar Jesús en parábolas a los sumos sacerdotes y a los senadores del pue-blo, diciendo: -El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados encargándoles que les dijeran: tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la boda.
Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios, los demás les echa-ron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que aca-baron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados:
-La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda.
Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: -Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta? El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los camareros: -Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
Una de las ideas principales de este Domingo es la respuesta que cada uno de nosotros debe de dar a la gratuidad de Dios ya que «muchos son los llamados pero pocos los elegidos». La lectura del profeta Isaías presenta un horizonte esperanzador ya que muestra la intención de Dios que prepara, para los tiempos me-siánicos, un festín suculento en el monte Sión. Dios se dispone a enjugar las lágrimas de los rostros y alejar todo oprobio y sufrimiento (Primera Lectura).
En la parábola evangélica se pone de relieve la libertad y la responsabilidad de los invitados al banquete. La boda estaba preparada, pero los invitados no se hicieron merecedores de ella por su propia cerrazón a la invitación generosa y gratuita del rey. De manera indigna habían echado mano a los criados y los habían cubierto de golpes hasta matarlos. ¡Qué trágico y dramático el fin de aquellos invitados descorteses y ase-sinos: las tropas del rey prenden fuego a la ciudad y acaban finalmente con todos ellos!
Este pasaje se relaciona con la parábola que hemos escuchado el Domingo pasado de los viñadores homicidas. Dios invita al hombre, en Jesucristo, al banquete eterno, le ofrece la salvación y la vida eterna. Por parte de Dios todo está hecho; pero es el hombre quien debe acudir al banquete libremente. Hay que personalmente encontrarse con Jesucristo para poder decir como San Pablo: «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Segunda Lectura).
«¡Alegrémonos y regocijémonos de su salvación!»
La enseñanza básica de la parábola de este Domingo es la vocación universal al Reino de Dios que, de acuerdo con la tradición bíblica, se describe como un banquete. En la Primera Lectura, el profeta Isaías presenta un cuadro fascinante y bellísimo, en el que resplandece en toda su amplitud el universalismo me-siánico. Yahveh es presentado como el gran Señor que da un banquete a todas las naciones en su mansión real, en este monte Sión, sede de la nueva teocracia. Los profetas, en general, presentaban las realidades espirituales de la era prometida, con imágenes vivas materiales para captar la atención de sus oyentes. En realidad, el banquete nupcial que Dios dará en la era mesiánica sobrepasará a todas las descripciones pro-féticas, que ya éstos nunca pudieron vislumbrar la realidad del banquete eucarístico en toda su realidad es-piritual y universal: «¡Dichosos los invitados a las bodas del Cordero!» (Ap 19,9).
Dios inaugurará con este banquete mesiánico una era de alegría sin fin, quitando el velo o signo de duelo que cubría el rostro de los pueblos, representados en la lectura como apesadumbrados y tristes por la des-gracia que sobre ellos pesa (ver Is 14,7-12). El velo era el signo de duelo en la antigüedad (ver Jr 14,3). Una vez quitado el velo del duelo, Dios limpiará las lágrimas de los rostros. La frase «el Señor de los ejércitos aniquilará la muerte para siempre» es considerada como la primera referencia al tema de la inmortalidad y San Pablo la utilizará a favor de la resurrección de los muertos (ver 1Cor 15,54). Refiriéndose a Israel he-mos leído en Deuteronomio 28,37: «Y vendrás a ser un objeto de espanto, de oprobio y de burla entre to-dos los pueblos, adonde Yahveh te llevará» por haber servido a dioses extraños y haber salido así de la senda trazada por el Señor. Ahora Dios promete a Israel redimirlos de este «oprobio», pues todas las gentes reconocerán la superioridad del pueblo escogido.
«Todo lo puedo en Aquel que me conforta»
En la Segunda Lectura, Pablo se dirige a los Filipenses haciéndoles ver que él está acostumbrado a todo. Sabe vivir en pobreza y en abundancia. Conoce la hartura y la privación y se ha ejercitado en la paciencia frente a las grandes dificultades de su ministerio. Nosotros, como Pablo, somos conscientes que en Cristo encontramos la fortaleza necesaria para perseverar en el bien y cumplir nuestra misión. Sabemos que nun-ca estamos solos en los momentos difíciles de nuestra vida. Sabemos que los sufrimientos son momentos privilegiados para conformarnos cada vez más con el Señor de la Vida y así repetir: «Todo lo puedo en aquel que me conforta».
La parábola del banquete nupcial
La parábola del banquete nupcial que leemos en el Evangelio de San Mateo, está ubicada en el mismo contexto que la parábola comentada el último Domingo, es decir, responde a la hostilidad de los sumos sa-cer¬dotes y ancianos del pueblo contra Jesús. En su situación concreta e históri¬ca, contiene, en primer lugar, un mensaje para ellos. Pero, siendo palabra de Dios, es palabra de vida eterna, y contie¬ne, por tanto, un mensaje que atraviesa todas las edades y nos interpela también a noso¬tros hoy. Jesús va a exponer el mis-terio incomprensi¬ble del desprecio del hombre hacia Dios. El rey manda a sus siervos a llamar a los invita-dos. Pero éstos desprecian la invita¬ción y no vie¬nen. Para comprender la magnitud del desprecio, hay que fijar¬se en el interés del rey -¡se trata de la boda de su hijo!- y en la soli¬citud con que todo fue prepara¬do.
Manda todavía otros siervos con este mensaje: «El ban¬quete está listo, se han matado ya los novillos y anima¬les cebados y todo está a punto: venid a la boda». Pero queda en eviden¬cia la intención de los invita-dos de ofender al rey: «Sin hacer caso, uno se fue a su campo, el otro a su negocio, y los demás agarraron a los siervos y los mataron». Estos primeros invitados eran personas ilustres en las cuales el rey tenía inte-rés. Pensando en ellos es que había preparado el banquete; les quería hacer una atención espe¬cial. Por eso el rechazo de éstos es más elocuente y doloro¬so; tiene la intención de herir. Entonces el rey declara: «La boda está preparada, pero los invitados no eran dignos». Por su propia decisión, éstos quedan excluidos del banquete.
En la segunda parte de esta parábola Jesús nos quiere enseñar princi¬pal¬mente dos cosas: la total gratui-dad y univer¬salidad de la sal¬vación y la actitud interior con que es nece¬sario recibir este don. Después que los prime¬ros invitados rechazaron la invita¬ción, el rey ordena invitar a todos a la fiesta: «Id, pues a los cru-ces de los caminos y a cuantos en¬contréis, invitadlos a la boda». Los pobres, los que no podían correspon-der a la invitación, los que nunca habrían soñado que tan alto Señor los invitara a su casa y a un banque¬te tan magnífico, ellos también fueron invitados.
Comentan¬do esta enseñanza es que San Pablo afirma: «Dios, rico en miseri¬cor¬dia, por el grande amor con que nos amó, estando nosotros muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido salva¬dos- con Él nos resuci¬tó y nos hizo sentar en los cielos con Cristo Je-sús» (Ef 2,4-6). Nosotros no hemos sido invitados a un banquete de esta tierra, sino al mismo cielo, al ban-quete de bodas del Cordero, Cristo Jesús. Y esto sin mérito alguno nuestro. En realidad, esto es imposi¬ble merecerlo con nuestro esfuerzo. Es puro don.
«Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de bodas?»
Al extender la invitación a los que estaban en el cruce de los caminos hay un detalle a considerar. Dice que los siervos, enviados por el rey para invitar a todos los que encontraran, reunie¬ron a «malos y buenos». Esto prepara la segunda parte, que se refiere a la suerte del invitado que entró sin el traje de bodas. Al repa-rar en él el rey le dice: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de bodas?». El rey ordenó: «Echadlo a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes». Esta segunda parte de la parábola parece empañar la gratuidad y la felicidad de todos los mendigos y misera¬bles que fueron invitados al banquete del rey.
En realidad, nos quiere enseñar que hay dos modos de despre¬ciar al rey. Un modo es rechazando su in-vita¬ción, como hicie¬ron los primeros invitados; otro modo, es en¬trando en el banquete, pero sin la presenta-ción debida. Es evidente que desprecia al dueño de casa el invitado que no se molesta en procurarse el vesti¬do conve¬niente para la ocasión. La parábola nos enseña entonces que la llamada a la salvación y a gozar del banquete del Reino es enteramente gratuita y que la perspectiva que se ofrece es completa¬mente inesperada e inmerecida; pero, una vez recibida esta gracia, exige de nosotros la conver¬sión, exige una dispo¬si¬ción interior correspondiente a la santidad y bondad de Dios que invita.
Una palabra del Santo Padre:
«Esta es la vida cristiana, una historia de amor con Dios, donde el Señor toma la iniciativa gratuitamente y donde ninguno de nosotros puede vanagloriarse de tener la invitación en exclusiva; ninguno es un privile-giado con respecto de los demás, pero cada uno es un privilegiado ante Dios. De este amor gratuito, tierno y privilegiado nace y renace siempre la vida cristiana. Preguntémonos si, al menos una vez al día, manifes-tamos al Señor nuestro amor por él; si nos acordamos de decirle cada día, entre tantas palabras: «Te amo Señor. Tú eres mi vida». Porque, si se pierde el amor, la vida cristiana se vuelve estéril, se convierte en un cuerpo sin alma, una moral imposible, un conjunto de principios y leyes que hay que mantener sin saber porqué. En cambio, el Dios de la vida aguarda una respuesta de vida, el Señor del amor espera una res-puesta de amor. En el libro del Apocalipsis, se dirige a una Iglesia con un reproche bien preciso: «Has abandonado tu amor primero» (2,4). Este es el peligro: una vida cristiana rutinaria, que se conforma con la «normalidad», sin vitalidad, sin entusiasmo, y con poca memoria. Reavivemos en cambio la memoria del amor primero: somos los amados, los invitados a las bodas, y nuestra vida es un don, porque cada día es una magnífica oportunidad para responder a la invitación.
Pero el Evangelio nos pone en guardia: la invitación puede ser rechazada. Muchos invitados respondie-ron que no, porque estaban sometidos a sus propios intereses: «Pero ellos no hicieron caso; uno se mar-chó a sus tierras, otro a sus negocios», dice el texto (Mt 22,5). Una palabra se repite: sus; es la clave para comprender el motivo del rechazo. En realidad, los invitados no pensaban que las bodas fueran tristes o aburridas, sino que sencillamente «no hicieron caso»: estaban ocupados en sus propios intereses, prefe-rían poseer algo en vez de implicarse, como exige el amor. Así es como se da la espalda al amor, no por maldad, sino porque se prefiere lo propio: las seguridades, la autoafirmación, las comodidades… Se prefie-re apoltronarse en el sillón de las ganancias, de los placeres, de algún hobby que dé un poco de alegría, pero así se envejece rápido y mal, porque se envejece por dentro; cuando el corazón no se dilata, se cie-rra. Y cuando todo depende del yo ―de lo que me parece, de lo que me sirve, de lo que quiero― se acaba siendo personas rígidas y malas, se reacciona de mala manera por nada, como los invitados en el Evange-lio, que fueron a insultar e incluso a asesinar (cf. v. 6) a quienes llevaban la invitación, sólo porque los in-comodaban.
Entonces el Evangelio nos pregunta de qué parte estamos: ¿de la parte del yo o de la parte de Dios? Porque Dios es lo contrario al egoísmo, a la autorreferencialidad. Él ―nos dice el Evangelio―, ante los continuos rechazos que recibe, ante la cerrazón hacia sus invitados, sigue adelante, no pospone la fiesta. No se resigna, sino que sigue invitando. Frente a los «no», no da un portazo, sino que incluye aún a más personas. Dios, frente a las injusticias sufridas, responde con un amor más grande. Nosotros, cuando nos sentimos heridos por agravios y rechazos, a menudo nutrimos disgusto y rencor. Dios, en cambio, mientras sufre por nuestros «no», sigue animando, sigue adelante disponiendo el bien, incluso para quien hace el mal. Porque así actúa el amor; porque sólo así se vence el mal. Hoy este Dios, que no pierde nunca la es-peranza, nos invita a obrar como él, a vivir con un amor verdadero, a superar la resignación y los caprichos de nuestro yo susceptible y perezoso».
Papa Francisco. Homilía en la canonización de Beatos. 15 de octubre de 2017.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana
1. «Cuando entró a ver a los invitados, reparó en uno que no llevaba traje apropiado. Le preguntó: ¿có-mo has entrado sin vestir un traje apropiado?» ¿Tengo yo la adecuada reverencia y preparación cuando soy invitado al banquete del Señor?
2. «Todo lo puedo en Aquel que me conforta», nos dice San Pablo. ¿Cómo está mi confianza en el Se-ñor? ¿Podría repetir la frase de San Pablo?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 545 - 546.1027.1439.1682.
Texto facilitado por JUAN RAMON PULIDO, presidente diocesano de ADORACION NOCTURNA ES-PAÑOLA, Toledo
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