jueves, 10 de diciembre de 2020

Domingo de la Semana 3º del Tiempo de Adviento. Ciclo B «Yo soy la voz del que clama en el desierto»

Lectura del profeta Isaías (61,1-2a. 10-11): Desbordo de gozo con el Señor. El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor. Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone la corona, o novia que se adorna con sus joyas. Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos. Salmo (Lc 1,46-48.49-50.53-54): Me alegro con mi Dios. R/. Proclama mi alma la grandeza del Señor, // se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; // porque ha mirado la humillación de su esclava. // Desde ahora me felicitarán todas las generaciones. R/. Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: // su nombre es santo, // y su misericordia llega a sus fieles // de generación en generación. R/. A los hambrientos los colma de bienes // y a los ricos los despide vacíos. // Auxilia a Israel, su siervo, // acordándose de la misericordia. R/. Lectura de la Primera Carta a los Tesalonicenses (5,16-24): Que vuestro espíritu, alma y cuerpo sea custodiado hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo. Hermanos: Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión: ésta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros. No apaguéis el espíritu, no despreciéis el don de profecía; sino examinadlo todo, quedándoos con lo bueno. Guardaos de toda forma de maldad. Que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente, y que todo vuestro espíritu, alma y cuerpo, sea custodiado sin reproche hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo. El que os ha llamado es fiel y cumplirá sus promesas. Lectura del Santo Evangelio según San Juan (1, 6-8.19-28): En medio de vosotros hay uno que no conocéis. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. Y éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?» Él confesó sin reservas: «Yo no soy el Mesías.» Le preguntaron: «¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?» El dijo: «No lo soy.» «¿Eres tú el Profeta?» Respondió: «No.» Y le dijeron: «¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?» Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: "Allanad el camino del Señor", como dijo el profeta Isaías.» Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?» Juan les respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia.» Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando.  Pautas para la reflexión personal  El vínculo entre las lecturas «¿Quién eres tú?».Ciertamente la figura de San Juan Bautista es bastante inquietante para las autoridades religiosas judías. «Si no eres el Cristo (es decir el Mesías), ni Elías, ni el profeta, por qué bautizas?». Es que Juan viene a cumplir una misión que es la de allanar los caminos del Señor (ver Is 40,3-5). Pero él no es el Cristo y no quiere ser confundido con Él. «El espíritu del Señor me ha enviado para dar la buena nueva...me ha enviado para anunciar...» (Is 61,1-2). Jesús iniciará su predicación haciendo suyo el pasaje de Isaías acerca de aquél que, ungido por el Espíritu de Dios, viene a anunciar la Buena Nueva y la liberación a los cautivos. Finalmente, San Pablo, el apóstol enviado por el mismo Jesús, llevará a cabo su misión mediante la predicación y sus cartas. En su primera carta a los Tesalonicenses les exhorta a vivir de acuerdo al mensaje anunciado y a estar preparados para la venida de nuestro Señor Jesucristo que «es fiel a sus promesas» como también leíamos en la Segunda Lectura de la Carta de San Pedro (ver 2Pe 3, 8-9) del Domingo anterior.  «¡Alégrense! el Señor está más cerca…» El tono general de este tercer Domingo de Adviento está dado por la antífona de entrada: «Estad alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. ¡El Señor está cerca!» (Fil 4,4.5). Esa doble invitación a la alegría se expresa en latín con una sola palabra: «Gaudete». Y esta exhortación es la que ha dado tradicionalmente el nombre a este Domingo, ubicado en el centro del Adviento. Por este motivo hay una mitigación en la nos-talgia por la ausen¬cia del Señor, que se expresa por el color de los ornamentos del sacerdote: no ya morado, que es el propio del Adviento, sino rosado. Una análoga invitación a la alegría había sido usada también, tiempo antes, por el ángel Gabriel, cuando, enviado por Dios, entró en la presencia de María, la Virgen de Nazaret: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Con este saludo llegaba para ella y para todo el pueblo de Israel la definitiva invitación al júbilo mesiánico (ver Zac 9, 9-10) ya que por ella Dios mismo se disponía finalmente a dar cumplimiento a todas las promesas de salvación hechas a Israel. Podemos decir que el tema que la Iglesia nos propone para meditar hoy es el de la alegría, pero no el de una alegría cualquiera, sino el de la alegría que se vive por la cercanía del Señor, que, en otras palabras, es la alegría que Santa María experimentó de modo eminente. Por ello, ¿qué mejor que acercarnos a la meditación a través del Corazón amoroso de la Madre Virgen? Su experiencia única y singular es la que hace madurar a los discípulos del Señor en la profunda alegría, en la silenciosa espera; que se vive cuando se experimenta la cercanía del Señor.  «Su nombre era Juan» Las primeras palabras de hoy están tomadas del prólogo del cuarto Evange¬lio: «Hubo un hombre enviado por Dios; su nombre era Juan». Este nombre es importante en el Evangelio. Aquí vemos que está destacado. El cuarto Evangelio es llamado el «Evan¬gelio según San Juan» pero, curiosamente, en este Evangelio se reserva el nombre de Juan a un solo personaje: al «Bautista». El apóstol del Señor, que conocemos por los otros Evangelios con el nombre de Juan, se llama siempre a sí mismo «el discípulo amado». El Evangelio concluye con su dis¬creta firma: «Éste es el discípulo que da testimo¬nio de estas cosas y que las ha escrito» (Jn 21,24). Ya en otro episodio evangélico ha merecido especial aten¬ción el nombre de Juan el Bautista. Al igual que Jesús, este nombre le fue dado por el ángel Gabriel, cuando anunció su nacimiento a su padre Zacarías, mientras éste estaba ofi¬ciando en el santua¬rio en la presencia de Dios (ver Lc 1,13). Juan era hijo único de madre estéril y avanzada en años. Como es natural, cuando nació todos que¬rían llamarlo igual que su padre: Zacarías. Su madre, para sorpresa de todos, intervino: «No; se llamará Juan» (Lc 1,60). Y cuando interroga¬ron al padre, éste escribió en una tabli¬lla: «Su nombre es Juan». El nombre dado en el nacimiento expresa ordinariamente, según la mentalidad judía, la actividad o la misión del que lo lleva. ¿Qué signi¬fica entonces Juan? En hebreo suena «Yohanan». Es un nombre teóforo (contiene la palabra Dios) que significa: «El Señor ha hecho miseri¬cor¬dia».  «¿Quién eres…?» Juan es la alborada que precede a la luz verdadera. Es el primer anuncio. Con su nacimiento comienza a cumplirse la promesa de salva¬ción. Había en él muchos rasgos que anuncian a Cristo mismo y por eso es necesario aclarar: «No era él la luz, sino que debía dar testimonio de la luz». Y cuando vienen los sacer-dotes y levitas a preguntarle: «Quién eres tú», el decla¬ra lo que no es: «No soy el Cristo, no soy Elías, no soy el profe¬ta». Juan nos deja un ejemplo admirable de modestia, de humildad y de fidelidad a su misión. El define a Cristo así: «En medio de vosotros está uno que no conocéis, que viene detrás de mí, a quién yo no soy digno de desatarle la correa de su sandalia». Pero por más que quisiera decrecer para que Cristo creciera, fue Jesús mismo quien lo exaltó. El no era la luz verdadera, pero parti¬cipaba de ella. Él no era la Verdad pero daba testimonio de ella. Así lo declara Jesús: «Voso¬tros mandasteis enviados donde Juan y él dio testimonio de la ver¬dad... él era la lámpara que arde y alumbra y voso¬tros quisis¬teis recrearos una hora con su luz» (Jn 5,33. 35). Hay motivos para aseme¬jarlo a Jesús, que dijo sobre sí mismo ante Poncio Pilato: «Para esto he venido al mundo: para dar testi¬monio de la ver¬dad» (Jn 18,37). Las preguntas de los enviados nos revelan la situación de expectati¬va que se vivía entonces en Israel. Es que se estaba cum¬pliendo el tiempo, en realidad, ya había llegado el tiempo de gracia y de salvación: «En medio de vosotros está uno que no cono¬céis». Se esperaba el Cristo, el Ungido, hijo de David que vendría a reinar y liberar al pueblo. Se esperaba a Elías que, habiendo sido arrebatado al cielo en un carro de fuego, debía volver a la tierra. Se esperaba un «profeta», según la antigua promesa de Dios transmitida por Moisés: «Yo les suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a tí, pondré mis pala¬bras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande» (Dt 18,18). Respecto de estos tres perso¬najes Juan declaró: «No soy yo». Pero fue exaltado también en esto. No soy Elías. Pero en su anunciación el ángel Gabriel había dicho a su padre Zaca¬rías: «Irá delante del Señor con el espíritu y el poder de Elías» (Lc 1,17). Y Jesús va más allá aun: «El es Elías, el que iba a venir» (Mt 11,14). No soy el profeta. Pero, cuando Je¬sús habla a la gente, que había ido al desierto para ver a Juan el Bautista, les pregunta: «¿Qué salisteis a ver al desierto: un profeta?». Y él mismo se responde: «Sí, os digo, y más que un profeta... entre los nacidos de mujer no ha surgido uno mayor que Juan el Bautis¬ta» (Mt 11,9).  «Yo no soy el Cristo» «Yo no soy el Cristo». Esta es la única afirmación que Juan se adelanta a hacer sin que le pregunten. Y en esta fue tajante. Él mismo después insiste ante sus discípulos: «Voso¬tros mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de Él. El que tiene a la esposa es el esposo; pero el amigo del esposo, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del esposo. Esta es pues mi alegría, que ha alcanzado su plenitud. Es preciso que Él crezca y que yo disminuya" (Jn 3,28-30). Aquí está completo el testi¬monio de Juan. Para este testimonio vino. Y si Jesús lo exaltó llamándolo Elías y profeta, no pudo llamarlo Cristo. A este nombre responde sólo Jesús y lo hace solemne¬mente, cuando en el curso de su juicio ante el Sanedrín, el Sumo Sacerdote le pregunta: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?». Entonces Jesús responde: «Sí, yo soy» (Mc 14,61-62).  «Estad siempre alegres. Orad sin cesar» El apóstol Pablo sabe muy bien que los tesalonicenses, con sus solas fuerzas, no podrán poner en práctica cuanto ha venido aconsejando, pues la santificación si bien requiere nuestra colaboración, es obra principalmente de Dios. Por eso pide para ellos que Dios «los santifique plenamente». De modo que todo su ser (cuerpo, alma y espíritu) se mantengan irreprochables y así aparezcan luego, cuando llegue el momento solemne de la parusía o segunda venida de Jesucristo. No deben jamás desconfiar de Dios, pues es Él quien los ha llamado a la fe y, consiguientemente, dará todo lo necesario para llevar a cabo su obra. «(Estoy) firmemente convencido de que, quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el Día de Cristo Jesús» (Flp 1,6. Ver también Rom 4, 20-21; 1Cor 1,9).  Una palabra del Santo Padre: «Desde hace veinte siglos esta fuente de alegría no ha cesado de manar en la Iglesia y especialmente en el corazón de los santos. Vamos a sugerir ahora algunos ecos de esta experiencia espiritual, que ilustra, según los carismas peculiares y las vocaciones diversas, el misterio de la alegría cristiana. El primer puesto corresponde a la Virgen María, llena de gracia, la Madre del Salvador. Acogiendo el anuncio de lo alto, sierva del Señor, esposa del Espíritu Santo, madre del Hijo eterno, ella deja desbordar su alegría ante su prima Isabel que alaba su fe: «Mi alma engrandece al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador... Por eso, todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1,46-48). Ella mejor que ninguna otra criatura, ha comprendido que Dios hace maravillas: su Nombre es santo, muestra su misericordia, ensalza a los humildes, es fiel a sus promesas. Sin que el discurrir aparente de su vida salga del curso ordinario, medita hasta los más pequeños signos de Dios, guardándolos dentro de su corazón, y no es que haya sido eximida de los sufrimientos: ella está presente al pie de la cruz, asociada de manera eminente al sacrificio del Siervo inocente, como madre de dolores. Pero ella está a la vez abierta sin reservas a la alegría de la Resurrección; también ha sido elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo. Primera redimida, inmaculada desde el momento de su concepción, morada incomparable del Espíritu, habitáculo purísimo del Redentor de los hombres, ella es al mismo tiempo la Hija amadísima de Dios y, en Cristo, la Madre universal. Ella es el tipo perfecto de la Iglesia terrestre y glorificada. Qué maravillosas resonancias adquieren en su singular existencia de virgen de Israel las palabras proféticas relativas a la nueva Jerusalén: «Altamente me gozaré en el Señor y mi alma saltará de júbilo en mi Dios, porque me vistió de vestiduras de salvación y me envolvió en un manto de Justicia, como esposo que se ciñe la frente con diadema, y como esposa que se adorna con sus joyas» (Is 61,10). Junto con Cristo, ella recapitula todas las alegrías, vive la perfecta alegría prometida a la Iglesia: «Mater plena sanctaelaetitiae», y, con toda razón, sus hijos de la tierra, volviendo los ojos hacia la madre de la esperanza y madre de la gracia, la invocan como causa de su alegría: «Cause nostraelaetitiae». Pablo VI, Gaudete in Domino, exhortación apostólica sobre la alegría cristiana  Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana 1. Pidamos a Juan Bautista su intercesión para que crezca en nosotros un verdadero amor por la verdad y la justicia. 2. ¿De qué manera concreta puedo vivir la auténtica alegría cristiana en mi familia? 3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 522- 524. 721-722. TEXTO facilitado por JUAN RAMON PULIDO, presidente diocesano de ADORACION NOCTURNA, Toledo

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