viernes, 26 de febrero de 2021
2ª semana de Cuaresma. Domingo B: Mc 9, 2-10
Todos los años el 2º domingo de Cuaresma la Iglesia nos pone para nuestra consideración el pasaje de la Transfiguración del Señor. Siempre ha tenido mucha importancia este pasaje en la enseñanza de la Iglesia: hay una fiesta especial y el papa Juan Pablo II hizo de él un misterio del rosario. En este 2º domingo de Cuaresma hay una enseñanza especial: que si hacemos penitencias para mejor seguir a Jesucristo, no es porque las penitencias y la muerte sean un destino final en nuestra vida, sino que todo eso, siguiendo el camino de Jesús, nos debe llevar a la vida, a la resurrección.
En este año, que es ciclo B, el evangelio es según Marcos. Este evangelista era una especie de secretario de san Pedro, y por lo tanto conocía el suceso de muy buena mano. Pero tenía, al narrarlo, una finalidad clara en momentos en que por Roma y otros lugares estaba encendida la persecución. Para aquellos que flaqueaban en la fe les decía que todos los sufrimientos padecidos por Jesucristo iban a tener un final feliz, porque iban a reunirse con Cristo resucitado. Esto también nos lo dice a nosotros.
Hacía unos días que Jesús les había dicho a los apóstoles que Él, que se llamaba “el hijo del hombre”, como Mesías, iba a ser rechazado por los jefes de Jerusalén, sería muerto, pero al tercer día resucitaría. En esto último no se fijaban mucho. Les había impresionado lo de ser rechazado y muerto. No comprendían todavía que los planes de Dios no son como nuestros planes. Ellos pensaban que esa muerte temprana era como un fracaso en sus esperanzas para renovar la situación político-religiosa de Israel. Así debió pasar en el alma de Abraham (1ª lectura), cuando Dios le pidió el sacrificio de su hijo Isaac: todas sus esperanzas parecían fracasadas. Así pasa quizá en algunos momentos de nuestra vida: muerte de un ser querido, injusticias contra inocentes, catástrofes naturales... Encontramos preguntas angustiosas y porqués terribles, pues muchos se preguntan dónde está Dios. Y sin embargo Dios está junto a nosotros, dirigiendo la historia con amor maravilloso. La fe nos dice que ahí está Dios, que lo que quiere de nosotros es el abandono total en sus manos. Y quizá cuando menos lo esperamos viene la luz de la transfiguración. Dios se hace presente con mayores bendiciones, como lo hizo con Abraham, para realizar una mayor alianza de amor.
No sólo sabemos que aceptando la cruz y siguiendo a Jesús encontraremos un día la resurrección, sino que muchas veces Dios nos regala aquí momentos felices de gran euforia o momentos de intensa paz. Es el comprender en la fe que Dios se interesa por nuestra vida y que nos ama. Por esto Dios entregó a su propio Hijo (2ª lectura): por nuestra salvación. Un poco de esto les quería enseñar Jesús a aquellos tres discípulos, que estaban más preparados para entenderlo. Un día le acompañarían también en las angustias de Getsemaní. Para esto les llevó a aquella montaña. Para ellos la montaña era un símbolo de acercarse más a Dios. Nosotros sabemos que no es necesario subir a un monte para encontrarse con Dios, sino entrar más dentro de nuestro ser. Es una invitación para una oración más intensa en este tiempo de cuaresma.
Los tres apóstoles estaban muy contentos. Tanto que Pedro dice: “¡Qué bien estamos aquí!” y querían quedarse allí. En nuestra vida también podemos caer en la tentación de querer tener la recompensa, sin haber hecho el trabajo necesario. En la vida de seguimiento al Señor se mezclan los días radiantes con las noches oscuras. En todos los momentos pongámonos siempre en las manos del Señor y sepamos escuchar a Jesús. Este es el mandato que les da a los tres el Padre celestial: estar siempre en continua escucha de la palabra y gestos de Jesús. Escuchar a Jesús es
escuchar las enseñanzas de la Escritura y de la Iglesia. Por eso está reunido Jesús con Moisés y Elías, que representan la ley y los profetas. Y escuchar a Jesús es comprender que siguiendo su vida de entrega, de sacrificio por los demás hasta llegar a la cruz, llegaremos ciertamente a la verdadera vida de resurrección.
p. Silverio
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