sábado, 13 de febrero de 2021
6ª semana del tiempo ordinario. Domingo B: Mc 1, 40-45
Hoy nos presenta el evangelio la curación de un leproso por Jesús. La lepra era una enfermedad terrible. No era muy definida, pues se unía a diversas enfermedades de la piel; pero se creía muy contagiosa, aunque no es tanto, y por eso a los leprosos se les excluía de la sociedad: debían vivir aparte y así su vida era muy penosa. Lo peor es que se les consideraba “impuros” o malditos, porque creían que era consecuencia de pecados y por lo tanto maldecidos por Dios. Esto era lo que más desagradaba a Jesús, que en varias ocasiones testificó que la enfermedad no tiene porqué estar de una manera necesaria unida al pecado, aunque puede ser consecuencia de un pecado.
Hoy se nos muestra la confianza de aquel leproso en la oración que dirige a Jesús y el amor misericordioso que Jesús muestra al curarle. Aquel leproso habría escuchado hablar de Jesús y mucho tuvo que sentir en su alma las palabras y las actitudes del maestro para acercarse y hacerle una petición. La ley mandaba que desde lejos gritase: “impuro, impuro” para que nadie se acercase; pero es tanta su necesidad y su confianza que se acerca para pedir. Encuentra a Jesús lleno de misericordia y sin ningún prejuicio. Para Jesús el amor está por encima de toda exigencia de normas y leyes externas. Se enternece ante una petición tan confiada y no sólo le sana, sino que antes le toca, como mostrando su gran misericordia. El amor es lo que debe ir formando nuestra conciencia para saber actuar en momentos conflictivos; pero un amor que sea desinteresado y gratuito, lo cual es difícil y debemos pedirlo al Señor.
Mucha tuvo que ser la alegría del que dejaba de ser leproso y grande y ostentoso el entusiasmo que debía manifestar, cuando Jesús “severamente” le tuvo que decir que no lo dijese a nadie. Esta es una amonestación que encontramos con frecuencia en el evangelio, ya que la gente esperaba a un mesías triunfante y todos querían ponerse a sus órdenes en el sentido de batalla campal. El mesianismo de Jesús era por medio del amor y la entrega abnegada para el bien de todos. Esto era muy difícil entenderlo y aun hoy día sigue muchas veces siendo difícil; pero esta es la enseñanza que nos sigue dando Jesús hoy a todos: hacer el bien en lo que podamos, pues hay muchos que se sienten marginados: algunos por enfermedades como el SIDA, otros por la pobreza o diversas discriminaciones sociales o particulares. Jesús no sólo le cura en un sentido particular, sino que se preocupó de que se incorporase legalmente ante la sociedad. Por eso le mandó que cumpliese con la norma de ir a registrarse ante el sacerdote.
Hay muchos que no quieren hablar del pecado; pero es una realidad que está no sólo a nuestro alrededor, sino dentro de nosotros mismos: todos somos pecadores. Así nos reconocemos al comienzo de la misa, aunque a veces lo hagamos sólo con los labios y no con el corazón. El pecado suele decirse que es como una lepra del alma: Nos hace mal a nosotros y también a la comunidad. Hoy se nos invita a acudir a Jesús como aquel leproso con mucha humildad y valentía. Y desde el fondo del corazón le pidamos a Jesús que nos limpie del egoísmo, la avaricia, la soberbia... Todos debemos ser conscientes de que no estamos limpios ante Dios; pero también debemos ser conscientes de la infinita misericordia de Dios. El milagro es un signo del poder que recibió Jesús para librarnos de otra esclavitud más profunda que la lepra: el pecado.
Esta bondad de Jesús es también el ejemplo a seguir por nosotros. No es fácil, pues es exponerse a ser nosotros mismos marginados. Jesús no buscaba ostentación ni aplausos. Nos dice el evangelio que después Jesús ya “no podía entrar públicamente en una ciudad”. Esto podía ser por dos razones: porque su popularidad era más grande y porque haciendo el bien, a costa de no tener en cuenta diversos aspectos de impurezas legales, se había ganado más enemigos entre los fariseos y escribas.
Busquemos nosotros hacer el bien, a pesar de las dificultades y encontraremos más fácilmente al Corazón de Cristo dispuesto a sanar nuestras propias debilidades.
P. SILVERIO
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