viernes, 26 de febrero de 2021
Domingo de la Semana 2ª de Cuaresma. Ciclo B «Este es mi Hijo amado, escuchadle»
Lectura del libro del Génesis (22, 1-2. 9-13. 15-18): El sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe.
En aquellos días, Dios puso a prueba a Abrahán, llamándole: «¡Abrahán!» Él respondió: «Aquí me tie-nes.»
Dios le dijo: «Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio, en uno de los montes que yo te indicaré.»
Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abrahán levantó allí el altar y apiló la leña, luego ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el altar, encima de la leña. Entonces Abrahán tomó el cuchillo para degollar a su hijo; pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo: «¡Abrahán, Abrahán!» Él contestó: «Aquí me tienes.»
El ángel le ordenó: «No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas nada. Ahora sé que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, tu único hijo.»
Abrahán levanto los ojos y vio un carnero enredado por los cuernos en la maleza. Se acercó, tomó el carnero y lo ofreció en sacrificio en lugar de su hijo. El ángel del Señor volvió a gritar a Abrahán desde el cielo: «Juro por mí mismo -oráculo del Señor-: Por haber hecho esto, por no haberte reservado a tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la pla-ya. Tus descendientes conquistarán las puertas de las ciudades enemigas. Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia, porque me has obedecido.»
Salmo 115,10.15.16-17.18-19: Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida. R./
Tenía fe, aun cuando dije: // «¡Qué desgraciado soy!» // Mucho le cuesta al Señor // la muerte de sus fie-les. R./
Señor, yo soy tu siervo, // siervo tuyo, hijo de tu esclava: // rompiste mis cadenas. // Te ofreceré un sacri-ficio de alabanza, // invocando tu nombre, Señor. R./
Cumpliré al Señor mis votos // en presencia de todo el pueblo, // en el atrio de la casa del Señor, // en medio de ti, Jerusalén. R./
Lectura de la carta de San Pablo a los Romanos (8, 31b-34): Dios no perdonó a su propio Hijo.
Hermanos: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? ¿Dios, el que justifica? ¿Quién condenará? ¿Será acaso Cristo, que murió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios, y que intercede por nosotros?
Lectura del Santo Evangelio según San Marcos (9, 2-10): Éste es mi Hijo amado.
En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede de-jarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Estaban asustados, y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nu-be: «Éste es mi Hijo amado; escuchadlo.»
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos».
Pautas para la reflexión personal
El nexo entre las lecturas
El lenguaje por el cual el hombre es capaz de relacionarse con su Creador es el amor. Precisamente es el amor el eje central de las lecturas dominicales en el segundo domingo de Cuaresma. Ante todo, vemos el cuidado que tiene Jesús con los apóstoles que, después del primer anuncio de la Pasión (Mc 8,31-33), les va a revelar el esplendor de su divinidad en el hermoso acontecimiento dela Transfiguración (Evangelio).
Vemos también el amor misterioso, paradójico, de Dios a Abraham, al colocarlo en una situación extre-ma y delicada: sacrificar a su hijo querido destinatario de las promesas de Dios. Abraham confía plena y amorosamente en Dios a pesar de lo duro del pedido (Primera Lectura). Amor generoso de Dios que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó a la muerte por todos nosotros. Amor de Jesús que nos re-concilió mediante su muerte e intercede por nosotros desde la gloria eterna a la derecha de Dios (Segunda Lectura). Amor de los apóstoles al acoger amorosamente el mandato del Padre que les dice: «Éste es mi Hijo muy amado. Escuchadlo» (Evangelio).
El dilema de Abraham
Abraham es considerado el primero de los grandes patriarcas de Israel, elegido por Dios como padre del pueblo de la promesa. El Catecismo de la Iglesia Católica lo llama con justicia «Padre de los creyentes» por su excepcional confianza en las promesas de Dios al no tener reparo de ofrecer a su hijo en holocausto, es decir sacrificio por el cual toda la víctima tenía que ser consumida por el fuego. Abraham, proveniente de la rica ciudad de Ur a las orilla del río Eúfrates (Iraq), se casa con Sara, su media hermana y vive con su pa-dre Téraj y sus tres hermanos. Luego se trasladarán todos a Jarán donde muere su padre. Allí fue donde Dios le dice que se traslade a la región de Canaán. Abraham obedece el mandato de Dios y se hace nó-mada. El hambre y la necesidad hace que se traslade al sur (Egipto) sin embargo Dios le dice que regrese a Canaán.
Abraham envejecía así como su esposa Sara y no tenían descendencia. Según la costumbre de su tiem-po, Abraham tuvo un hijo con Agar, la criada egipcia de Sara, pero este hijo, Ismael, no era el hijo prometido por Dios. Entonces, ya ancianos, Dios les da el hijo de la promesa: Isaac. Abraham se queda sólo con Isaac ya que, a causa de Sara, tiene que despedir a Agar con su hijo Ismael. Esta soledad sin duda aumenta el dramatismo de la prueba ya que con el sacrificio de Isaac quedaría en nada la promesa hecha por Dios así como el largo peregrinar hecho por él y su familia.
Al responder a su primer llamado Abraham entierra su pasado pero ahora Dios le pide que renuncie a su futuro. Abrahán podía pensar que él tenía derecho a ese hijo por haber sido obediente. Si Dios es justo, se-gún los criterios del mundo, la orden de eliminar al heredero no tiene sentido. Sin embargo, siguiendo la misma lógica, la alternativa sería horrible y blasfema: Dios sería injusto. Hasta ese momento Dios y las promesas han marchado juntos. Ahora el padre de la fe se enfrenta a un dilema : ha de escoger entre las promesas de Dios o el Dios de las promesas.
El relato nos dice que muy «de madrugada» inicia el camino que dura tres días. Deja a los servidores al pie de la montaña y sube, el anciano padre, con su hijo querido. Ya en el monte, el patriarca construye el altar, amarra a su víctima y levanta la mano. Parece inminente y lógica la muerte del hijo. Cuando alza la mano, Dios interviene; repite el nombre de Abrahán dos veces, con urgencia, y el héroe, de nuevo y por tercera vez en el capítulo, responde con la fórmula de disponibilidad «Aquí estoy». El Señor revoca la orden cuando parece que ya no hay esperanza y toma de nuevo la iniciativa. Por medio de un oráculo el mensaje-ro divino notifica al patriarca que ha pasado la prueba. Es de notar la correspondencia existente entre la orden: Toma a tu hijo único, a tu querido Isaac (Gn 22,2) y el desenlace: Ya veo que obedeces a Dios y no me niegas a tu hijo único (Gn 22,12), y en el centro la confesión del creyente: Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío (Gn 22,8). A la inexplicable petición divina responde la fe conmovedora de un hom-bre, ejemplar para todos los siglos.
¿Quién podrá estar contra nosotros?
La segunda sección de la parte central de la carta a los Romanos concluye con este himno apasionado y optimista. Si Dios nos ama, si Dios está con nosotros, todo lo demás será pura consecuencia. San Pablo hace una enumeración que hace eco, sin duda, de expresiones astrológicas empleadas en su tiempo y evoca una serie de fuerzas que los antiguos juzgaban más o menos hostiles al hombre. Él quiere resaltar, que no hay nada capaz de separar al cristiano de Cristo, ni siquiera los poderes que entonces se tenían por más fuertes
La Transfiguración de Jesús o teofanía de Dios
La Transfiguración de Jesús es una etapa obligada en nuestro itinerario cuaresmal, es decir, en nuestro camino hacia la Pascua del Señor. Ya desde antiguo han opinado los Santos Padres que la Transfiguración de Jesús se sitúa antes de su Pasión y Muerte para dar aliento a los apóstoles que deberían su¬frir el escán-dalo y el desa¬liento viendo a su Maestro golpeado, azotado e injus¬tamente sometido a muerte como un malhechor. La Transfiguración es claramente una teofanía, es decir, una manifestación de la divinidad de Jesucristo. A esta revelación de su identidad fueron invitados los tres apósto¬les Pedro, Santiago y Juan.
Lo que ellos vieron es difícil de expresar en pala¬bras: «Sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún lavandero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo». Lo que san Marcos quiere decir es que se trata de algo que supera la experiencia de este mundo. Aquí se estaba mani-festando un signo de otro orden de cosas. Un segundo signo inconfundible de la teofa¬nía es el temor que se apodera de los apóstoles: «Pedro no sabía qué responder ya que estaban atemorizados». Cuando la omni-potencia divina se pone en contacto con la pequeñez del hombre, no hay título que valga ni poder humano que pueda resistir; toda criatura humana experimenta su miseria y su pecado, es decir, teme.
«Este es mi Hijo muy amado, escuchadlo»
La nube que los cubre es otro indicio de la presencia de Dios. Todo se aclara con la voz que sale de ella: «Este es mi Hijo amado, escuchadlo». Es la misma voz que había reconocido a Jesús en el momento de su bautismo en el Jor¬dán, cuando se abrió el cielo y vino sobre Él el Espíritu Santo en forma de paloma. En esa ocasión la misma voz del cielo dijo: «Tú eres mi Hijo amado, en tí me complazco» (Mc 1,11).
Pocos episodios evangélicos están situados con tanta precisión cronológica como el de la Transfigura-ción. Éste empieza con las palabras: «Seis días después, tomó Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan...». Esta introducción nos indica que hay otro episodio que el evangelista quiere conectar con éste y que ocurrió seis días antes. Si examina¬mos el Evangelio veremos que seis días antes había tenido lugar la importante pregunta de Jesús: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» y la respuesta de Pedro: «Tú eres el Cristo». En ese momento Jesús comenzó a enseñarles algo que ellos entonces no podían comprender: «El Hijo del hombre tiene que sufrir mucho, ser rechazado por los ancia¬nos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser sometido a muerte y resucitar al tercer día». Seis días después, en el monte de la Transfigu-ración, no es Pedro sino la voz del cielo la que declara quién es Jesús: «Este es mi Hijo muy amado». Ve-mos que todo gira en torno a la identidad de Jesús.
En efecto, es que todo el Evangelio de San Marcos puede considerarse una inclusión entre dos afirma-ciones de la divinidad de Jesús. El Evange¬lio se abre con las palabras: «Comienzo del Evangelio de Jesu-cristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1); y hacia el final repro¬du¬ce las palabras del centurión que fue testigo de la muerte de Jesús: «Al ver que había expirado de esa manera, dijo: Verdaderamen¬te este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39). Todo el Evange¬lio es una revelación gradual de esa verdad, es decir, de la identidad de Jesús. La identidad de Jesús se capta en el equilibrio entre su gloria y su despojamiento, entre su divinidad y su huma¬nidad, entre su Resurrección y su Muerte, entre su instala¬ción a la derecha del Padre y su descen-so al lugar de los muertos.
El mismo equilibrio se observa en el episodio de su Transfiguración: después de verlo transfi¬gurado -que está del lado de su divinidad- los apóstoles «no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos». Toda nues-tra salvación se juega en saber quién es Jesús. Y, sin embargo, nosotros solos no podemos penetrar en este misterio. Es necesario que él se revele a nosotros. ¿Cómo lo hace? El Evangelio dice que Jesús «los llevó sobre un monte alto, a un lugar apartado, a ellos solos». Para comprender, para ver, para tener expe-riencia de quién es Jesús es nece¬sario disponer de momentos de silencio y sole¬dad. Es necesa¬rio estar a solas con Jesús. Sólo en el silen¬cio interior de la oración podremos escuchar la voz de Dios.
Una palabra del Santo Padre:
«El pasaje evangélico narra el acontecimiento de la Transfiguración, que se sitúa en la cima del ministe-rio público de Jesús. Él está en camino hacia Jerusalén, donde se cumplirán las profecías del «Siervo de Dios» y se consumará su sacrificio redentor. La multitud no entendía esto: ante las perspectivas de un Me-sías que contrasta con sus expectativas terrenas, lo abandonaron. Pero ellos pensaban que el Mesías se-ría un liberador del dominio de los romanos, un liberador de la patria, y esta perspectiva de Jesús no les gusta y lo abandonan. Incluso los Apóstoles no entienden las palabras con las que Jesús anuncia el cum-plimiento de su misión en la pasión gloriosa, ¡no comprenden! Jesús entonces toma la decisión de mostrar a Pedro, Santiago y Juan una anticipación de su gloria, la que tendrá después de la resurrección, para con-firmarlos en la fe y alentarlos a seguirlo por la senda de la prueba, por el camino de la Cruz.
Y, así, sobre un monte alto, inmerso en oración, se transfigura delante de ellos: su rostro y toda su per-sona irradian una luz resplandeciente. Los tres discípulos están asustados, mientras una nube los envuelve y desde lo alto resuena —como en el Bautismo en el Jordán— la voz del Padre: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7). Jesús es el Hijo hecho Siervo, enviado al mundo para realizar a través de la Cruz el proyecto de la salvación, para salvarnos a todos nosotros. Su adhesión plena a la voluntad del Padre hace su humanidad transparente a la gloria de Dios, que es el Amor.
Jesús se revela así como el icono perfecto del Padre, la irradiación de su gloria. Es el cumplimiento de la revelación; por eso junto a Él transfigurado aparecen Moisés y Elías, que representan la Ley y los Profetas, para significar que todo termina y comienza en Jesús, en su pasión y en su gloria.
La consigna para los discípulos y para nosotros es esta: «¡Escuchadlo!». Escuchad a Jesús. Él es el Salvador: seguidlo. Escuchar a Cristo, en efecto, lleva a asumir la lógica de su misterio pascual, ponerse en camino con Él para hacer de la propia vida un don de amor para los demás, en dócil obediencia a la vo-luntad de Dios, con una actitud de desapego de las cosas mundanas y de libertad interior. Es necesario, en otras palabras, estar dispuestos a «perder la propia vida» (cf. Mc 8, 35), entregándola a fin de que todos los hombres se salven: así, nos encontraremos en la felicidad eterna. El camino de Jesús nos lleva siempre a la felicidad, ¡no lo olvidéis! El camino de Jesús nos lleva siempre a la felicidad. Habrá siempre una cruz en medio, pruebas, pero al final nos lleva siempre a la felicidad. Jesús no nos engaña, nos prometió la felicidad y nos la dará si vamos por sus caminos».
Papa Francisco. Ángelus del domingo 1 de marzo de 2015.
Vivamos nuestro domingo a lo largo de la semana
1. «Éste es mi Hijo amado; escuchadlo», nos dice directamente Dios en el relato evangélico. ¿¡Qué me-dios voy a colocar para poder escuchar la voz del Señor? Solamente desterrando de mi corazón los ruidos y distracciones podré crear el espacio necesario para acoger la Palabra viva de Dios.
2. En este tiempo de Cuaresma habremos alcanzado su objetivo si al final de estos cuaren¬ta días pode-mos decir, por experiencia, quién es Jesús y qué ha hecho por nosotros y por nuestra reconciliación.
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales: 444. 459. 554 - 556.
texto: JUAN RAMON PULIDO, presidente diocesano de ADORACION NOCTURNA ESPAÑOLA, tOLEDO
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