viernes, 26 de marzo de 2021
DOMINGO DE RAMOS. CICLO B «¡Bendito el que viene en nombre del Señor!»
Procesión de los ramos.
Lectura del Santo Evangelio según San Marcos (11, 1-10): Bendito el que viene en nombre del Se-ñor.
Se acercaban a Jerusalén, por Betfagé y Betania, junto al monte de los Olivos, y Jesús mandó a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Id a la aldea de enfrente y, en cuanto entréis, encontra¬réis un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta por qué lo hacéis, contestad¬le: "El Señor lo necesita y lo devolverá pronto."»
Fueron y encontraron el borrico en la calle, atado a una puerta, y lo soltaron. Algunos de los presentes les preguntaron: «¿Por qué tenéis que desatar el borrico?» Ellos les contestaron como había dicho Jesús; y se lo per¬mitieron.
Llevaron el borrico, le echaron encima sus mantos, y Jesús se montó. Muchos alfombraron el camino con sus mantos, otros con ramas cortadas en el campo. Los que iban delante y detrás gritaban: «Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor. Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David.
¡Hosanna en el cielo!»
Lecturas de la Santa Misa.
Lectura del libro del profeta Isaías (50, 4-7): No me tapé el rostro ante los ultrajes, sabiendo que no quedaría defraudado.
Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento.
Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados.
El Señor me abrió el oído. Y yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos.
El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.
Salmo 21,8-9.17-18a.19-20.23-24: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? R./
Al verme, se burlan de mí, // hacen visajes, menean la cabeza: // «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; // que lo libre, si tanto lo quiere.» R./
Me acorrala una jauría de mastines, // me cerca una banda de malhechores; // me taladran las ma-nos y los pies, // puedo contar mis huesos. R./
Se reparten mi ropa, // echan a suertes mi túnica. // Pero tú, Señor, no te quedes lejos; // fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. R./
Contaré tu fama a mis hermanos, // en medio de la asamblea te alabaré. // Fieles del Señor, ala-badlo; // linaje de Jacob, glorificadlo; // temedlo, linaje de Israel. R./
Lectura de la carta de San Pablo a los Filipenses (2, 6-11): Se rebajó a sí mismo, por eso Dios lo le-vantó sobre todo.
Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos.
Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muer-te de cruz.
Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nom-bre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
Lectura del Santo Evangelio según San Marcos (14,1-15,47): Pasión de Nuestro Señor Jesucristo
O bien, más breve (Mc 15,1-39)
Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes, con los ancianos, los escribas y el Sanedrín en pleno, se reunieron, y, atando a Jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato. Pilato le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Él respondió: «Tú lo dices.» Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato le pre-guntó de nuevo: «¿No contestas nada? Mira cuántos cargos presen¬tan contra ti.» Jesús no contestó más; de modo que Pilato estaba muy extrañado.
Por la fiesta solía soltarse un preso, el que le pidieran. Es¬taba en la cárcel un tal Barrabás, con los revol-tosos que ha¬bían cometido un homicidio en la revuelta. La gente subió y empezó a pedir el indulto de cos-tumbre. Pilato les contestó: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?» Pues sabía que los sumos sacer-dotes se lo habían en¬tregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que pidie-ran la libertad de Barrabás. Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó: «¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?» Ellos gritaron de nuevo: «¡Crucifícalo!» Pilato les dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho?» Ellos gritaron más fuerte: «¡Crucifícalo!» Y Pilato, queriendo dar gusto a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.
Los soldados se lo llevaron al interior del palacio –al pretorio– y reunieron a toda la compañía. Lo vistieron de púrpura, le pusieron una corona de espinas, que habían tren¬zado, y comenzaron a hacerle el saludo: «¡Salve, rey de los judíos!» Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacaron para crucifi-carlo. Y a uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz. Y llevaron a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de «la Calavera»), y le ofre-cieron vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno.
Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: «El rey de los ju-díos.» Crucifi¬caron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su iz¬quierda. Así se cumplió la Escritu-ra que dice: «Lo considera¬ron como un malhechor.» Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo: «¡Anda!, tú que destruías el templo y lo recons¬truías en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz.» Los sumos sacerdotes con los escribas se burlaban también de él, diciendo: «A otros ha salvado, y a sí mismo no se puede sal¬var. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos.» También los que estaban crucificados con él lo insul¬taban.
Al llegar el mediodía, toda la región quedó en tinie¬blas hasta la media tarde. Y, a la media tarde, Jesús clamó con voz potente: «Eloí, Eloí, lamá sabaktaní.» Que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Algunos de los presentes, al oírlo, decían: «Mira, está llamando a Elías.» Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vi¬nagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber, diciendo: «Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo.» Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró.
El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expi¬rado, dijo: «Realmente este hombre era Hijo de Dios.»
Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
La Iglesia recuerda la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén y da inicio así a la Semana Santa. El Evangelio de este Domingo se puede decir que es doble ya que por un lado, al inicio de la Misa, se lee la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, acompañado por la multitud que lo aclama con ramos de olivos en la mano; y por otro lado, durante la liturgia de la Palabra, se proclama la lectura de la Pasión y Muerte según el Evangelio de San Marcos. Del mismo modo que en las lecturas dominicales de la Cuaresma, la perícopa evangélica es la que marca la pauta y el tema del día; el tema del sufrimiento del Redentor estará presente en todas las lecturas; a excepción de la antífona de entrada que explota en el jubiloso grito mesiánico del « ¡aleluya!»
La lectura del Antiguo Testamento, sacada del tercer cántico del Siervo de Yavheh del profeta Isaías; nos habla de la obediencia sufridora del «Siervo de Dios», y desemboca en el Salmo Responsorial, con los versículos sacados del Salmo 21: «¿Dios mío, Dios mío; porqué me has abandonado?».San Pablo en su carta a los Filipenses relata, en uno de los más antiguos himnos cristológicos, el movimiento kenótico - as-censional que marcará toda la vida y misión de Nuestro Señor Jesucristo; y que encontrará su plenitud en su Pasión - Muerte - Resurrección. Jesús se hace obedece obediente hasta la muerte y muerte de Cruz.
Domingo de Ramos en la Pasión
El sexto Domingo de Cuaresma o Domingo de Ramos en la Pasión ocupa un lugar muy importante en los cuarenta días previos. Por el título ya sabemos que se refiere a dos aspectos fundamentales que se fun-den en una sola conmemoración: la entrada de Jesús en Jerusalén y la conmemoración de la Pasión. Sa-bemos por el relato de la famosa peregrina Eteria que los cristianos de Jerusalén, en los inicios del siglo V, se reunían en el monte de los Olivos en las primeras horas de la tarde, para una larga liturgia de la Palabra; en seguida, al caer ya la noche, se dirigían a la ciudad de Jerusalén, llevando ramos de palmera o de olivo en las manos.
Esta costumbre fue asumida primero en las Iglesias Orientales pasando luego al Occidente (por España y las Galias) pero sin procesión. En esas regiones se entregaba en este Domingo el Símbolo de la Fe (el Credo) y se ungía a los catecúmenos leyéndose el Evangelio de San Juan 12, 1-11 (unción de Jesús en Betania), al cual se le aumentaron los versículos 12-16 (entrada de Jesús en Jerusalén). Por eso el día co-menzó a llamarse de Domingo de Ramos, pero no como una solemnidad propia. La bendición de los ramos de palmera, así como la procesión comienzan a divulgarse alrededor del siglo VII recibiendo, en los siglos posteriores, elementos cada vez más teatrales. En el nuevo Misal existen tres formas de poder conmemo-rar la entrada de Jesús en Jerusalén de acuerdo a razones pastorales.
¿Qué sucedió para cambiar tan rápido de opinión?
Al participar de esta Solemnidad uno no deja de sorprenderse por el contraste tan evidente entre ambos momentos de la liturgia. Los mismos que acompañaban, que aclamaban, que jubilosos reconocían a Jesús como el Mesías prometido; ésos mismos, pocos días después exigirán a gritos que sea crucificado. ¿Qué ocurrió en esos días para explicar este cambio? Ocurrió que Jesús cayó en desgracia y así perdió todo el favor popular. Los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos mandaron gente con espadas y palos a detenerlo, y Jesús se entregó mansamente para ser llevado ante Pilato y ser acusado. Viendo el pueblo que Jesús no reaccionaba con poder, sino que se dejaba escupir y abofetear le volvió la espalda. Sin embargo, no podemos olvidar que existe un plano más profundo que es la encarnizada lucha que se va a dar entre las fuerzas del bien y del mal; entre la vida y la muerte.
«¡Bendito el reino que viene, de nuestro padre David!»
Jesús entró en Jerusalén proveniente de Jericó. Atra¬vesó Jericó acompañado de una gran muchedum-bre. Y entonces un ciego se pone a gritar: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mi!» (Mc 10,47). Jesús lo hace llamar y le devuelve la vista. Con esto quedaba demostrado que Él era efectivamen¬te el «hijo de David». La gente no podía menos que recor¬dar la profecía que Natán dijo a David, el Ungido (Mesías) de Dios: «Afir¬maré después de ti la descendencia que saldrá de tus en¬trañas y consolidaré el trono de su realeza para siempre... ante mí; tu trono estará firme eternamente» (2Sam 7,12.16). Esta era la fama que había precedido a Jesús en su entrada a Jerusalén. Por eso gritan a su paso:«¡Bendito el reino que viene, de nuestro padre David!»
Cuando decían eso, decían literalmente una pro¬fecía que se cumplía en Jesús, pero no entendían lo que decían. Jesu¬cristo era Rey, el Rey anunciado, pero en el sentido que Dios lo enten¬día, no en el sentido que lo entendían los hombres. El Rey de Israel tenía que actuar como hijo de Dios, de manera que fuera Dios el que reinara por medio de él sobre su pueblo. También esto estaba dicho en la profecía de Natán acerca del «hijo de David»: «Yo seré para él padre y él será para mi hijo» (2Sam 7,14). Jesús no cedió nunca a la ten-tación de un poder terreno; pero este aspecto de la profecía de Natán lo vivió con absoluta fide¬lidad. El reino de Dios estaba pre¬sente en Él porque Él era Hijo de Dios. Y éstas son las dos cosas que consti¬tuyen el nú-cleo de la predi¬cación de Je¬sús: el Reino de Dios y la paternidad divina.
El Rey prometido a Israel
Jesús entró a Jerusalén como Rey, según su verdadera condición. Llama la atención de que, a pesar de ser tan solemne la ocasión (según el Evangelio de Marcos, ésta es la única vez que Jesús viene a Jerusa-lén), el relato se detenga con tanto detalle en el tema del asno. Cuatro veces se menciona este animal en el breve relato. Si la entrada de Jesús en Jerusalén se relata en 10 versículos, 7 de ellos se emplean en expli-car cómo se obtuvo el asno sobre el cual Jesús se sentó. Más todavía nos sorprende leer que el mismo Jesús a los que envió a traer el asno ordenó decir: «El Señor lo necesita». Es la única vez en el Evangelio en que Jesús expresa una necesi¬dad. A Marta, que se agitaba por muchas cosas, Él había enseñado: «Hay necesidad de pocas cosas, o mejor, de una sola» (Lc 10,4¬2). ¿Por qué necesita Jesús un asno para entrar en Jerusalén?
Cuando el Evangelista Mateo, leyendo a Marcos, compo¬ne su propio Evangelio, se hace la misma pre-gunta, y en¬cuentra la respuesta en una antigua profecía: «Esto suce¬dió para que se cumpliese el oráculo del profeta: 'Decid a la hija de Sión: He aquí que tu Rey viene a ti, manso y montado en un asno, en un bo-rrico, hijo de animal de yugo'» (Mt 21,4). En efec¬to, así estaba escrito en el libro del profeta Zacarías (9,9). Jesús se procuró un asno y lo consideró necesario para entrar en Jerusalén porque tenía que entrar como el Rey prometido a Israel. El puede prescindir de todo - «no tiene dónde reclinar su cabeza» (Mt 8,20)-; pero nunca de algo que tenga relación con su misión, porque la misión que le encomendó su Padre es esa «úni-ca cosa necesaria».
Sabemos que en diversas ocasiones la gente se dirigió a Jesús llamándolo «hijo de David». Pero si nos preguntamos: ¿Quién es el hijo de David que heredó su trono?, la res¬puesta correcta es: Salomón. Es in-teresante repasar la histo¬ria del reinado de David y de su sucesión tal como se relata en los libros de los Reyes. Allí veremos que David, ya anciano, dio a sus ministros estas disposiciones para asegurar el trono a su hijo Salomón: «Haced montar a mi hijo Salomón sobre mi propia mula y bajadlo a Guijón. El sacerdote Sadoq y el profeta Natán lo ungirán allí como Rey de Israel, tocaréis el cuerno y grita¬réis: ¡Viva el Rey Sa-lomón! Subiréis luego detrás de él, y vendrá a sentarse sobre mi trono y él reina¬rá en mi lugar porque lo pongo como jefe de Israel y Judá» (1R 1,33-35). Los presentes interpretaron estas instruc¬ciones como mandato de Dios, exclamando: «Amen. Así habla Yahveh, Dios de mi señor el rey» (1R 1,36). Las órdenes de David se cum¬plie¬ron y la entrada de Salomón fue apoteósica: «Hicieron montar a Salomón sobre la mula del rey David... El sacer¬dote Sadoq tomó de la tienda el cuerno de aceite y ungió a Salomón, tocaron el cuerno y todo el pueblo gritó: ¡Viva el Rey Salomón! Subió después todo el pueblo detrás de él; la gente tocaba las flautas y manifestaba tan gran alegría que la tierra se hendía con sus voces» (1Re 1,38-40).
Salomón fue hijo de David, entró a Jerusalén montado en una mula, fue ungido (Mesías) y reinó sobre la casa de Jacob (así se llama a Israel y Judá unidos); pero no se cumple en él la palabra dicha a David acer-ca de su hijo: «Yo consolidaré el trono de su realeza para siempre» (2S 7,13). Esta profe¬cía es verdad sólo en Jesucristo, a quien proclamamos Rey del Universo hasta hoy y así lo haremos hasta el fin del mundo.
¡Hosanna!
En cada misa que participamos repetimos la aclamación «¡Hosanna!» en la recitación del «Santo». Es probable que la hayamos cantado miles de veces y ahora la escuchamos en la entrada a Jerusalén...pero ¿cuál es su significado? Esta palabra es la trascripción griega de un verbo imperativo en hebreo que sona-ría: hoshiá-na. El verbo es «hoshiá» que significa salvar, liberar. El sujeto era generalmente Dios como ve-mos en los salmos 21,1; 20,9; 28,9. Pero sobre todo en el Salmo 18,25-27 es muy significativo: «¡Ah, Yah-veh, da la salvación!¡Ah, Yahveh, da el éxito! ¡Bendito el que viene en el nombre de Yahveh!... ¡Cerrad la procesión, ramos en mano, hasta los cuernos del altar!». Por eso en cada misa pedimos a Dios que nos salve y reconocemos que esa salvación nos ha sido dada por Jesucristo. El mismo nombre de Jesús signi-fica: «Yahvé salva».
Es importante registrar lo que gritaba el pueblo al paso de Jesús: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!...¡Hosanna en las alturas!». Así fue aclamado Jesús a su entrada en Jerusalén. Estos gritos iban a desencadenar los hechos que lo llevaron a su muerte en la cruz. Todos reconocemos en esos gritos de júbilo la misma aclamación que en cada Misa introduce la plegaria eucarís¬tica. Si con esa aclama-ción se dio entrada a Jesús en Jerusalén, donde iba a ofrecerse en sacrifi¬cio muriendo en la cruz, es signi-ficativo que se cante esa aclamación en la acción sacramental que va a hacer presen¬te sobre el altar ese mismo sacrificio con toda su efica¬cia salvífica. Por eso resulta inoportuno que al canto del «Sanctus» se le acomoden otras palabras. En efecto, adoptar otras palabras en ese lugar de la Misa hace perder toda la ambientación de lo que se está conmemorando.
Una palabra del Santo Padre:
«El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se vuelca sobre nosotros; no podemos prescindir de este, no podemos amar sin dejarnos amar antes por él, sin ex-perimentar su sorprendente ternura y sin aceptar que el amor verdadero consiste en el servicio concreto.
Pero esto es solamente el inicio. La humillación de Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo. Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto. Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimen-ta en su propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumirse la responsabilidad de su destino. Pienso ahora en tanta gente, en tantos inmigrantes, en tantos prófugos, en tantos refugiados, en aquellos de los cuales muchos no quieren asumirse la responsabilidad de su destino. El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento.
Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Pa-dre. Sin embargo, en el abandono, ora y confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio, precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado, llegando hasta el se-pulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay odio.
Nos pude parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de Dios, que se ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil incluso olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él viene a salvar-nos; y nosotros estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido de uno mismo. Podemos encaminarnos por este camino deteniéndonos durante estos días a mirar el Crucifijo, es la “catedra de Dios”. Os invito en esta semana a mirar a menudo esta “Catedra de Dios”, para aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del poder y de la fama. Con su humillación, Jesús nos invita a caminar por su camino. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender al menos un poco de este misterio de su anonadamiento por nosotros; y así, en silencio, con-templemos el misterio de esta semana».
Papa Francisco. Domingo de Ramos, 26 de marzo de 2016.
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. Leamos y meditemos el relato entero de la Pasión y Muerte de Jesús según San Marcos.
2. ¿Cómo voy a vivir la Semana Santa? ¿Será solamente un fin de semana largo?
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 595 – 630.
Texto facilitado por JUAN RAMON PULIDO, presidente diocesano de ADORACION NOCTURNA, TOLE-DO
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