Pastores según mi
corazón – II
Un hombre según su
corazón
Nos adentramos
en los entresijos de la historia de Israel y recogemos el encuentro entre el
profeta Natán y el rey Saúl, aunque más que encuentro habría que llamarlo
ruptura. El profeta es portador de un mensaje de Dios para el rey: ha sido
desechado a causa de su desobediencia, pues ha desoído su mandato para hacer lo
que él creía más oportuno. Para que no quede la menor duda de lo que ha
supuesto la deslealtad de Saúl para con
Dios, el profeta le dice textualmente: “Yahvé se ha buscado un hombre según su
corazón, al que ha designado caudillo de su pueblo, porque tú no has cumplido
lo que Yahvé te había ordenado” (1S 13,14).
Un hombre
según su corazón, es decir, alguien que dará prioridad en su misión a lo que le
dice Dios, y no a sus corazonadas, aquellas que dan paso a la desobediencia,
que fue lo que hizo Saúl. Pablo, al comentar la elección de David, resalta la
unión indisoluble entre corazón recto según y conforme a Dios y el cumplimiento
de su voluntad: “… les suscitó por rey a David, de quien precisamente dio este
testimonio: He encontrado a David, el hijo de Jesé, un hombre según mi corazón,
que realizará todo lo que yo quiera” (Hch 13,22).
“Os daré
pastores según mi corazón”, había prometido Dios a su pueblo por medio de sus
profetas (Jr 3,15). Promesa y profecía que alcanza toda su plenitud en
Jesucristo, y, por medio de Él, a los pastores que llamó y sigue llamando a lo
largo de los tiempos.
Antes, sin
embargo, de abordar al Hijo, nos conviene sondear en las inagotables riquezas
de la Escritura, cómo es la acción de Dios en orden a moldear, trabajar, el
corazón del hombre; ese corazón “tan retorcido como doloso” que nos retrata
Jeremías (Jr 17,19).
No, no se
cansa Dios de escrutar, como buen Alfarero, nuestro corazón tan posesivo; sabe
que se puede trabajar en él aunque las primeras impresiones den a entender que
es material desechable; algo así como el escultor que rechaza una piedra
arenosa por su inconsistencia, ya que sabe perfectamente que no puede sacar de
ella la figura que tiene en mente. Dios no es así; es capaz de convertir la
arena en roca firme y hacer su obra; por eso es llamado el Alfarero, el
Escultor por excelencia (Is 29,16).
Así es Dios.
Es Creador, el que hace ser de donde no es, el que da forma a lo que parece
hueco y vacío. Es capaz de moldear nuestro corazón hasta hacerlo semejante al
suyo. Lo trabaja con un cuidado y amor infinito, está pendiente, extremadamente
atento y preocupándose de que alcance la suficiente madurez mientras se fragua
en el crisol de la prueba. Él sabe marcar los tiempos para que pueda resistir
al fuego que le permite moldearlo. A la vez le va limpiando de toda ganga y
escoria. Oigamos la experiencia del salmista: “Tú sondeas mi corazón, me
visitas de noche; me pruebas al crisol sin hallar nada malo en mí: mi boca no
claudica al modo de los hombres. La palabra de tus labios he guardado…” (Sl
17,3-4).
Si fuerte nos
parece el testimonio del salmista, mucho más, creo yo, se nos antoja el de Job,
la figura bíblica que representa al hombre de fe, el que “se deja hacer por
Dios” por más que no entiende en absoluto los acontecimientos que caen sobre
él. Sólo sabe una cosa: que Dios no puede jamás hacerle el mal, sino el bien.
Por eso y enfrentándose incluso a sí mismo, a sus protestas interiores, se deja
hacer por Él. En su angustia se agarra a una certeza: si se deja probar por
Dios, llegará a ser oro puro a sus ojos. Oigamos su testimonio: “Pero él sabe
todos mis pasos: ¡probado en el crisol, saldré oro puro…! Del mandato de sus
labios no me aparto, he albergado en mi ser las palabras de su boca” (Jb
23,10-12).
No, no es
nada fácil dejarse hacer por Dios. No lo es en absoluto, ya que la tentación,
siempre vigente de la desconfianza que nos mueve a esquivar su voluntad, nos
acosa sin cesar. Llegar a tener un corazón según el de Dios es todo un proceso,
más aún, un combate en el que se ganan y pierden pequeñas y grandes batallas.
Al final, el vencedor -me estoy refiriendo al que deja vencer a Dios- puede
testificar, igual que Jeremías, que su corazón está con Él, le pertenece: “… A
mí ya me conoces, Dios mío, me has visto y has comprobado que mi corazón está
contigo” (Jr 12,3).
Cuando Dios
afirma respecto de alguien que tiene un corazón según el suyo, no le está
confiriendo una especie de título honorífico, está afirmando que ha alcanzado
la actitud e idoneidad para hacer su voluntad. Por increíble que parezca, es
como si Dios le dijera: “Eres de fiar, te encomiendo esta misión”.
No busco mi voluntad
Los
personajes que hemos citado a lo largo de este texto –David, Job y Jeremías-
son, al igual que las grandes figuras del Antiguo Testamento, iconos que
profetizan y preanuncian el Icono por excelencia, Aquel cuyo corazón fue uno
con el corazón de su Padre: Jesucristo.
De Él sí que
se puede decir que nunca aspiró a otra libertad, sea de palabra o de obra, que
la de identificarse con su Padre. No hubo dos voluntades, la del Padre y la del
Hijo, sino una sola. Jesús no se siente infravalorado por hacer la voluntad de
Otro. Es su gala y su orgullo y nos lo hace saber abiertamente: “Yo no puedo
hacer nada por mi cuenta: juzgo según lo que oigo; –al Padre- y mi juicio es
justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn
5,30).
En su
obediencia al Padre y como consecuencia natural a la misión por el Él confiada,
se va moldeando en su naturaleza humana un corazón disponible. Recordemos al
autor de la carta a los Hebreos: “Jesús aprendió sufriendo a obedecer” (Hb
5,8). Jesús tiene un corazón humano en total comunión con el del Padre; sólo
con su obediencia es posible tal identificación. Jesús, el Señor, es el Buen
Pastor por excelencia según el corazón de Dios anunciado por los profetas. En
Él confluyen dos voluntades, mejor dicho, dos corazones: el suyo y el de quien
le envía; digamos que el Enviado y el Dueño
de la mies tienen un solo corazón, el amor los ha fusionado.
El Padre ama
al Hijo, bien lo sabe Él en lo más profundo de su ser aun cuando su vida está
en juego a causa de su obediencia: “Por eso me ama el Padre, porque doy mi
vida, para recobrarla de nuevo” (Jn 10,17). Por su parte, Jesús ama al Padre,
lo ama en la más radical totalidad, lo ama como Hijo y como Enviado. Por amor
es capaz de someterse al poder del mal, personificado en el Príncipe de este
mundo. Se someterá para que quede bien claro ante el mundo entero quién tiene
la última palabra acerca de su vida y la de todo hombre: Si el Príncipe de este
mundo o Dios, su Padre. Dará este paso trascendental como broche de oro de toda
una vida y misión que testifica que su amor al Padre no es sólo de palabra sino
también de obra. Oigamos su confesión, justo a las puertas de su pasión, de este amor único e incondicional: “…llega
el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el
mundo que amo al Padre y que obro según su voluntad” (Jn 14,30-31).
Amor de
comunión, amor de palabras y obras el de Jesús. Amor donde no se sabe dónde
termina un corazón, el del Hijo, y dónde empieza otro, el del Padre. Amor que
pone en evidencia tantos falsos amores entre los hombres y Dios; falsedad que
el profeta Oseas denunció explícitamente: “¡Vuestro amor es como nube mañanera,
como rocío matinal, que pasa!” (Os 6,4b).
Amor volátil
a Dios, e incluso perverso, que los profetas denunciaron repetidamente y acerca
del cual Jesús se pronunció parafraseando a Isaías: “Este pueblo me honra con
los labios, pero su corazón está lejos de mí” (Mt 15,8). ¿Cómo pretender tener
un corazón según el corazón de Dios, con
esta lejanía? Una distancia bien establecida que hace entrever un Dios molesto
a quien hay que tener alejado, porque no nos permite vivir nuestra vida en paz.
Recordemos lo que decían estos israelitas a los profetas que les llamaban a
conversión: “Apartaos del camino, desviaos de la ruta, dejadnos en paz del
Santo de Israel” (Is 30,11).
Jesús, el
Hijo, el que con su obediencia se dejó modelar por el Padre, a quien le
permitió hacer hasta que su corazón llegó a ser según el suyo, tiene el poder
recibido de Él para modelar el corazón de los discípulos, de forma que también
en ellos se cumpla la promesa-profecía de Jeremías: “Os daré pastores según mi
corazón” (Jr 3,15).
Jesús es,
entonces, modelo y modelador. Las manos con las que hace su obra en sus
pastores son su Evangelio. Por supuesto que esta es una realidad que nos
sobrepasa. Tenemos la tentación de pensar que un buen pastor se hace a sí
mismo, como a sí mismo se hace un médico, un ingeniero, una juez… No, en
este caso es Dios quien hace por medio
de su Hijo, aunque también es necesario señalar que éste sólo actúa en quien se
deja hacer no pasiva sino amorosamente, confiadamente. En estas personas Jesús
deposita su Evangelio que, como dice Pablo, es operante (1Ts 2,13b). Es
justamente Jesús con su Evangelio quien más partido saca de todas las riquezas, intuiciones,
pulsaciones y metas de nuestro corazón.
Estremecedoras
hasta lo indecible nos parecen las palabras del Buen Pastor a su Padre acerca
de los futuros pastores que, sentados a su mesa, participan de la Última Cena:
“…Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben
que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me
confiaste se las he confiado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido
verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado” (Jn
17,6b-8).
Fijémonos
bien en lo que Jesús, acaba de susurrar a su Padre: “Las palabras que tú me has
confiado, aquellas por las que mi corazón es según el tuyo, yo, a mi vez, se
las confío a ellos para que, más allá de su debilidad, actúen en sus corazones
haciendo que lleguen a ser pastores según Tú y según Yo; según nuestro corazón:
el tuyo y el mío.
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