"Querido amigo Cayetano: con mucho gusto te envío
estas catequesis vocacionales que tanto bien están haciendo en muchas
realidades eclesiales. Ya sabes que de acuerdo con el director de la Editorial
(Buena Nueva) este material no está sujeto a ninguna traba de derechos de
autor, por lo que puedes hacer uso de el en cualquier modalidad de comunicación
tanto hablada como escrita....de hecho están siendo publicadas en revistas
,páginas web. blogs....y no tengo la menor duda de que es un instrumento válido
para que surjan en la Iglesia santas vocaciones al sacerdocio."
Tras su conferencia impartida en nuestra reunión de los Delegados de Zona, que nos impactó tanto ( puedes tener acceso en este blogs a la misma ), solicitamos a D. ANTONIO PAVIA el texto que éstas Catequesis que amablemente nos ha remitido. Se publicará ésta Catequesis semanalmente a fin de poderla meditar detenidamente.
Este Misionero tuvo que regresar a nuestro País debido a una dificial enfermedad dice se encomendó al Señor pidiendole le facilitase grupos humanos y palabra para llevarlos.
Pastores
según mi corazón - I
La Voz y las voces
Al igual que otros profetas, Jeremías es
impulsado por Dios a denunciar a su pueblo, el Israel de la alianza, el Israel
elegido y llamado a ser el torrente por el que todas las naciones serán bañadas
con las bendiciones divinas, el Israel en cuyo seno habrá de nacer el Mesías,
fundamento y razón de ser de nuestra inmortalidad (Jn 11,25-26).
Israel, “la
niña de los ojos de Dios” (Dt 32,10), se cansa de Él. Sus sentidos necesitan
ver, oír y tocar a su Dios, de la misma forma que los demás pueblos ven, oyen y
tocan a sus dioses. A esto hay que añadir que ya no son esclavos de nadie, han
prosperado, son ricos y fuertes, en fin, todo un conjunto de realidades que les
llevan a la conclusión de que pueden perfectamente prescindir de Dios. El
pueblo santo pasa así a una apostasía si no teórica, sí práctica.
Israel se
aparta, da la espalda a Dios, a pesar de lo cual sigue siendo la niña de sus
ojos. Por ello, porque “su ternura es inagotable (Jr 31,20b), le envía profetas
para recordarle su prodigiosa historia de salvación que le haga tomar
conciencia de quién es, y que su desarrollo y prosperidad han sido posibles
gracias a su Dios, ése que, si bien no es visible a sus ojos, nunca ha dejado
de estar a su lado.
Jeremías, que
expresa como nadie la ternura y también la misericordia de Dios para con su
pueblo, y en él a todos y cada uno de los hombres, denuncia la apostasía de
Israel en términos tan claros como inequívocos; no hay asomo de ambigüedad en
su hablar, aunque, y bien que lo sabe, le causará todo tipo de rechazo e
incluso persecución.
Sin embargo,
junto con la denuncia, Dios pone en su boca promesas que vienen en ayuda de la
debilidad de estos hombres. Escuchemos una de ellas profetizada justamente
después de haber denunciado la apostasía práctica del pueblo santo: “Volved,
hijos apóstatas, dice el Señor, porque yo soy vuestro Señor. Os iré recogiendo
uno a uno de cada ciudad… Os pondré pastores según mi corazón que os den pasto
de conocimiento y sabiduría” (Jr 3,14-15).
No nos cuesta
ningún esfuerzo reconocer en Jesucristo al Buen Pastor por excelencia según el
corazón de Dios, anunciado por Jeremías. Él es quien escribirá la Palabra en el
corazón del hombre llenándolo del sabio conocimiento de Dios (Jr 31,33-34). Él
será quien dará a conocer a sus discípulos los misterios del Reino de los
Cielos, expresión bíblica que en realidad significa los Misterios de Dios: “A
vosotros se os ha dado a conocer el misterio del Reino de los Cielos” (Mt
13,11).
Siguiendo
adelante en esta misma cita bíblica y en el mismo contexto, Jesús hace mención
de la palabra del Reino (Mt 13,19) en una referencia inequívoca a la Palabra de
Dios. Él es el Buen Pastor que, con su palabra, introduce a los suyos en el
Misterio de Dios, introducción que, como nos dice Marcos, es llevada a cabo en la intimidad como quien confía un
secreto: “Y les anunciaba la Palabra con muchas parábolas como éstas, según
podían entenderle; no les hablaba sin parábolas; pero a sus propios discípulos
se lo explicaba todo en privado” (Mc 4,33-34).
Creo que no
hemos tenido ninguna dificultad en reconocer a Jesucristo como el Pastor según
el corazón de Dios profetizado por Jeremías. La cuestión es que el profeta nos
habla de pastores en plural. Pastores según el corazón de Dios que sientan el
crujir de las telas de sus entrañas ante las inmensas multitudes que vagan por
el mundo entero, vejadas y abatidas porque no tienen quien alimente sus almas
(Mt 9,36).
El salto que se
nos pide a los hombres para pastorear así, según el corazón y la misericordia
de Dios, es una quimera, una utopía, se nos pide un imposible. Bueno, para eso
está Dios y para eso se encarnó, se hizo Emmanuel, para que fuésemos testigos
de la viabilidad de aquello que consideramos, con justo criterio, inviable,
imposible. De hecho, un hombre de fe es alguien que acumula muchos imposibles
en su vida y que Dios ha hecho posibles.
Una vez
resucitado, Jesús, el que somete toda utopía, se encuentra con los suyos, con
sus discípulos. Nos deleitamos en uno de esos encuentros, el que tuvo con Pedro
después de la pesca milagrosa. Conocemos las líneas maestras de la conversación
que mantuvo con él: Pedro, ¿me amas? –Señor, sabes que sí. – ¡Apacienta mis
ovejas!- Así por tres veces.
La propuesta del Hijo de Dios deja a Pedro
aturdido. Le está proponiendo un pastoreo a “sus ovejas”. Unas ovejas que
necesitan ser alimentadas, como decía Jeremías, con “pasto de conocimiento y
sabiduría”. Bastante estupor sobrelleva Pedro al ver a Jesús dirigirse a él con
el corazón lleno de perdón por su triple negación, como para asimilar esta
invitación: ser pastor como Él, según su corazón, con la misión de –como dice
Pablo- administrar los misterios de Dios (1Co 4,1).
Yo les capacitaré
No, no hay
corazón que pueda soportar tanto amor. Parece como si éste librase una batalla
por su propia supervivencia, como si todo en su interior fuera a saltar en mil
pedazos. Detengámonos un poco e intentemos hacernos cargo del caos que se ha
desencadenado en las profundidades del apóstol. En realidad Jesús le está
ofreciendo el don de alimentar-apacentar
a sus ovejas tal y como el Buen Pastor, descrito por el salmista, las apacienta
(Sl 23).
Así es. Jesús,
al proponer a Pedro el pastoreo de sus ovejas, le está capacitando para
conducirlas a los verdes prados donde puedan alimentarse de la fresca hierba,
es decir, no de pan recalentado, sino de ese pan de cada día, aún caliente y
crujiente, recién salido del horno del Misterio de Dios. Bajo esta llamada,
Pedro será el buen pastor que hará de la Palabra un banquete en el que cada
invitado será ungido con perfumes por el anfitrión –Dios- y en el que la copa
de la comunión –el amor en el espíritu- rebosa, como profetiza el salmista. Un
banquete en el que todos somos Juan (Jn
13,25) con nuestro oído recostado sobre el pecho de Dios, sede de su
Sabiduría…, es decir, a la escucha.
Apacienta mis ovejas. Por tres veces Jesús
confía esta misión a Pedro. Por tres veces el pescador rudo se estremece, sus
rodillas tiemblan como las de un adolescente que reprime sus emociones. Oigamos
el rumor interior de Pedro: ¡Jesús me confía sus ovejas, aquellas por las que
ha sido desfigurado en la cruz hasta morir! ¡Me confía lo que le ha costado
toda su sangre, su cuerpo y su dignidad…!
Pedro, sin
salir de su asombro, oye esta invitación. Siente que se dobla, como que
necesita una fuerza sobrehumana para tenerse en pie; no se atreve a decirle a
Jesús cuánto le ama, pues ni siquiera se considera digno de amarle. Sin
embargo, cada uno de sus temblores y estremecimientos le delatan. No sabe muy
bien por qué, pero adivina que sus negaciones se han perdido desdibujadas por
el cosmos inmensurable. Por supuesto que no entiende lo que está pasando…, lo
que sí intuye es que está limpio, sin pecado…; una sangre derramada le ha
purificado, ha borrado sus pecados sin dejar rastro de ellos, como siglos antes
había suplicado el rey David (Sl 51,3-4). Purificación que los cristianos
tenemos ante nuestros ojos cada vez que celebramos la Eucaristía: “…porque ésta
es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los
pecados” (Mt 26,28).
Pedro tiene ante
sí al que ha dado la vida por él y le ha hecho nacer de nuevo con su perdón
repitiéndole una y otra vez: ¿Me amas…? ¿Qué esperas para responder? ¡Quiero que seas mi boca, apacienta mis
ovejas!, dales mi Palabra, mi Evangelio. Mis ovejas se distinguen de todas las
demás por lo que comen, y también ellas distinguen mi Voz de la voz de los extraños (Jn 10,4-5).
Pues bien, ¡tú serás mi Voz!
Por primera vez
a lo largo de este encuentro, Pedro alzó sus ojos y los fijó en el Dios de los
dioses, el Señor de los señores. Por dos veces, con la cabeza gacha y como
avergonzado, apenas había alcanzado a susurrar: ¡Señor, tú sabes que te amo! En
esta tercera vez, y como he señalado, se atrevió a levantar su rostro hacia su
Señor. No se avergonzó de estar en presencia de su Maestro y Señor. Asiendo
fuertemente sus brazos, confesó: ¡Señor, sabes que te amo! Aquí me tienes no
con mis fuerzas sino con las tuyas, pues me has rescatado con tu amor, me has
hecho subir desde mis infiernos, y, por
supuesto que te amo. No te lo digo con mis palabras –bien conoce la criada de
Caifás el valor que ellas tienen- sino con las tuyas en mi corazón: tu
Evangelio. Jesús, viéndole ganado para la salvación del mundo, selló
definitivamente su propuesta: apacienta mis ovejas.
Este tú a tú
entre el Resucitado y el hombre rescatado marca un punto de inflexión, al
tiempo que abre una puerta a la
ininterrumpida generación de pastores según el corazón de Dios que nunca
faltarán en la Iglesia. Pastores que recibirán de su Señor y Maestro el don y
la sabiduría para partir el pan de la Palabra y darlo como alimento a sus
ovejas, “cuyas almas viven porque la escuchan” (Is 55,3). Esta misión de los
pastores según el corazón de Dios, tan impresionante como bella, no termina ahí.
Sabemos que son pastores porque su Señor les enseña a partir la Palabra para
darla como alimento a su rebaño. Esto, con ser sublime, es insuficiente, falta
otro paso que también Dios les concede, y es el de enseñar a sus ovejas a
partir la Palabra por sí mismas; sólo así alcanzarán la mayoría de edad, es
decir, la fe adulta.
Apacienta mis
ovejas. La propuesta-llamada de Jesús continúa recorriendo el mundo entero en
busca de pastores que alivien las heridas del hombre sin Dios, del hombre que
dio y da muerte a su esperanza porque su
arco existencial empieza y acaba en sí mismo. ¡Apacienta mis ovejas! He ahí la
voz que resuena insistentemente por el mundo entero. Bienaventurados los que oigan esta llamada y
comprendan que su aceptación “no es una renuncia sino una ganancia” (Flp
3,7-8).
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