miércoles, 4 de noviembre de 2020
Domingo, 6 de noviembre de 2011; 32º ord. A: Mt 25, 1-13
Estamos en el mes de noviembre, mes de los difuntos y último mes del año litúrgico. Es natural que la Iglesia nos presente especialmente el tema de nuestro final de esta vida y lo que debemos hacer ahora para conseguir un final dichoso. Hoy nos presenta la parábola de las diez vírgenes o jóvenes, de las cuales cinco son necias y cinco son sensatas en la espera del esposo. Hay algunas cosas que nos parecen un poco raras y que se acomodan a la cultura de entonces, como el hecho de tardar el esposo, que parece ser que sucedía con frecuencia, pues en ese momento ultimaban los detalles de la dote y otros asuntos entre el novio y la familia de la novia. En fin, lo que nos interesa a nosotros es conocer el mensaje que nos quería dar Jesucristo.
Lo principal es que hay que estar vigilantes, porque no sabemos cuándo vendrá el Señor. La primitiva cristiandad creía que esta segunda venida de Jesucristo se iba a realizar pronto, de modo que estaban preocupados por la suerte de los difuntos, que ya no le podrían ver a Jesús. San Pablo, en el primer escrito que se conserva del Nuevo Testamento, que es la 1ª carta a los tesalonicenses y que se lee hoy en la 2ª lectura, les tiene que decir que no se aflijan por eso, que los difuntos le ven antes que nosotros al Señor. Luego dirá que el Señor vendrá cuando menos lo pensemos. Con ello, la Iglesia nos dice que el final de esta vida es sobre todo un encuentro con el Señor y que, para que ese encuentro sea lleno de felicidad, debemos estar preparados.
Aquellas diez jóvenes estaban todas dormidas, señal de que no pensaban en una inminente venida del esposo. La diferencia entre ellas estaba en que, para encender sus lámparas, unas tenían suficiente aceite y otras habían sido tan necias que no habían traído aceite de repuesto. Este aceite es el símbolo de nuestra fe, símbolo de la gracia de Dios, de la vida de Dios que debemos llevar en nuestra alma. Es algo personal. No vale que otra persona me quiera dar algo de su gracia, aunque me puede ayudar; pero esta fe y gracia es algo personal, que forma parte de la propia identidad. Por eso, el esposo tendrá que decirles: “No os conozco”. Este estar con la lámpara apagada y sin aceite es como tantos que están sin luz espiritual y sin esperanza, son aquellos que no ven sentido a su vida, aunque tengan muchos bienes materiales.
Aquellas cinco jóvenes no previsoras reciben una dura condena. El hecho es que parece que no han hecho nada malo, no golpean a los criados como en otra parábola hace el mayordomo infiel; pero no hacen nada positivo y esto ya es malo. Es como no dar de comer al hambriento o vestir al desnudo o negar el auxilio en carretera.
La vigilancia por lo tanto es algo positivo, no es quedarse “cruzado de brazos”, sino hacer algo positivo para acoger a Jesús que viene. Y a Jesús no sólo hay que esperarle, cuando venga al final de nuestra vida, sino que constantemente nos viene a visitar y llama continuamente a la puerta de nuestro corazón. Vigilar no es despreocuparse de las cosas materiales, sino ver a Dios en los acontecimientos de nuestra vida y de la historia. Hay mucha gente que vigila sus negocios materiales, por el miedo, y no vigila su vida del alma de las acechanzas del mal.
Vigilar es tener esperanza en la vida futura que Dios nos prepara. Por eso la vida cristiana está envuelta en la alegría. Y eso debe ser así, porque se ama. Cuando se ama de verdad, hay alegría y la vigilancia es una alegría. Jesús vendrá, pero ya está con nosotros de muchas maneras, sobre todo en la Eucaristía. Celebrar dignamente la Eucaristía es ir cargando más nuestra lámpara del verdadero aceite que sale del corazón de Cristo. Esa es la verdadera Sabiduría, de la que habla la Escritura. Se consigue por la gracia de Dios y por un dejar, con nuestra voluntad, que la gracia viva en nosotros por un amor a Dios constante, que se muestra en el cumplimiento de sus mandamientos y por la entrega constante a los deberes de cada día y a hacer el bien en lo que podamos a los demás. Así estaremos vigilantes ante el Señor.
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