sábado, 10 de abril de 2021
Domingo de la Semana 2ª de Pascua. Ciclo B «Dichosos los que no han visto y han creído»
Hch 4,32-35: Todos pensaban y sentían lo mismo.
En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía.
Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Se¬ñor Jesús con mucho valor. Y Dios los miraba a to-dos con mucho agrado. Ninguno pa¬saba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; lue¬go se distribuía según lo que necesitaba cada uno.
Salmo 117,2-4.16ab-18.22-24: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. R./
Diga la casa de Israel: // eterna es su misericordia. // Diga la casa de Aarón: // eterna en su misericordia. // Digan los fieles del Señor: // eterna es su misericordia. R./
La diestra del Señor es poderosa, // la diestra del Señor es excelsa. // No he de morir, viviré // para contar las hazañas del Señor. // Me castigó, me castigó el Señor, // pero no me entregó a la muerte. R./
La piedra que desecharon los arquitectos // es ahora la piedra angular. // Es el Señor quien lo ha hecho, // ha sido un milagro patente. // Éste es el día en que actuó el Señor: // sea nuestra alegría y nuestro gozo. R./
1Jn 5,1-6: Todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo.
Queridos hermanos: Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama a aquel que da el ser ama también al que ha nacido de él.
En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues en esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pe-sados, pues todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nues¬tra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?
Éste es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo. No sólo con agua, sino con agua y con sangre, y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.
Lectura del Santo Evangelio según San Juan (20,19-31): A los ocho días, llegó Jesús.
Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: -Paz a vosotros-. Y dicien-do esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió: -Paz a vosotros- . Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: -Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos.
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: -Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: -Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: -Paz a vosotros.
Luego dijo a Tomás: -Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.
Contestó Tomás: -¡Señor mío y Dios mío!
Jesús le dijo: -¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su Nom-bre.
& Pautas para la reflexión personal
El vínculo entre las lecturas
«La multitud de los creyentes no tenían sino un solo corazón y una sola alma». Sin duda el ideal del amor a Dios y al prójimo era vivido de manera plena por la primera comunidad cristiana como leemos en el pasaje de los Hechos de los Apóstoles. Una comunidad donde la comunión de pensamientos y sentimientos se traducía en el compartir fraterno «según la necesidad de cada uno»; dando así testimonio de la Resurrección de Jesu-cristo (Primera Lectura).
La primera carta del apóstol San Juan escrita cuando ya la comunidad cristiana había experimentado diver-sas y dolorosas pruebas , hace presente que «quien ha nacido de Dios», es decir, el que tiene fe en el amor de Dios y vive de acuerdo a sus mandamientos, ha vencido al mundo. Para vencer al mundo hay que creer en el Hijo de Dios (Segunda Lectura). El Evangelio nos presenta la primera semana del Resucitado donde se nos otorga el don del Espíritu Santo, el perdón de los pecados; así como el mandato misionero. También vemos como la incredulidad de Tomás termina, ante la evidencia del Señor Resucitado, proclamando la divinidad de Jesús. Sin duda será la fe en «Jesús Resucitado» lo que unificará nuestras lecturas dominicales en este se-gundo Domingo Pascual.
«Domenica en albis»
La solemnidad de la Resurrección del Señor nos hace participar en el hecho central de nuestra fe cristiana. Así lo afirma el Catecismo: «La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradi-ción, establecida en los documen¬tos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pas-cual al mismo tiempo que la Cruz» . Dos fiestas del Año Litúrgico son celebradas durante un «día largo» que dura ocho días del calendario: La Natividad y la Resurrección del Señor. La celebra¬ción de la Resu¬rrección del Señor dura estos ocho días y éste segundo Domingo de Pascua es el último día de la «octa¬va de Pascua».
Tradicionalmente la noche de Pascua era el momento en que los catecúmenos (conversos que habían sido instruidos en la fe cristiana) recibían los sacramentos de la ini¬ciación cristiana: el Bautismo, la Confirmación y la Euca¬ristía. Ellos realizaban sacramental¬mente los mismos pasos que Cristo: muerte al pecado y resurrección a una vida nueva. En esa ocasión los recién bautiza¬dos reci¬bían una túnica blanca con estas palabras: «Recibe esta vestidura blanca, signo de la digni¬dad de cristiano. Consér¬vala sin mancha hasta la vida eter¬na». Y la de-bían llevar durante toda la octava de Pas¬cua. Este segundo Domingo de Pascua se llama la «domenica in al-bis», porque los recién bautizados debían partici¬par en la liturgia dominical reves¬tidos de esta túnica alba que habían recibido el Domingo anterior.
«Recibid el Espíritu Santo»
Tomás se hallaba ausente duran¬te la primera aparición de Jesús que es cuando vemos el cumplimiento de la promesa del «Espíritu Santo». Efectivamente Jesús realiza un gesto expresivo: «Sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíri¬tu Santo». Así como Dios, al crear al primer hombre del barro, sopló en sus narices y el hom-bre fue un ser viviente, de la misma manera, el soplo de Jesús, con el cual comunica el Espíritu Santo, da co-mienzo a una nueva creación. Con el don del Espíritu Santo comenzaron también los apóstoles su misión de prolongar en el mundo la misma obra de Jesús. Por eso, junto con darles el Espíritu, Jesús explica el senti¬do de este don: «Como el Padre me envió, también yo os envío». En esto los apóstoles se asemejan a su Señor: en que poseen el mismo Espíritu. Y no sólo en esto, sino también en que poseen el poder de comunicarlo a los demás; de lo con¬trario, muerto el último apóstol, habría acabado la obra de Cristo. La comunicación de este don tiene lugar en todos los sacramentos de la Iglesia, pero es el efecto específico de uno de ellos: la Confir-mación. Las palabras con que el Obispo acompaña el gesto de la unción son éstas: «Recibe, por esta señal, el don del Espíritu Santo».
«Dichosos los que no han visto y han creído»
Después de la aparición del Maestro, los apóstoles le dijeron a Tomás: «Hemos visto al Señor». Él cierta-mente debió haber creído que habían tenido la aparición de algún ser trascendente, pero que éste fuera el mismo Jesús, eso era más de lo que podía aceptar. Curiosamente los apóstoles tuvieron esa misma impresión como leemos en el texto de San Lucas: «Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero Él les dijo: “...Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo”. Y, diciendo esto, los mostró las manos y los pies» (Lc 24,37-40). Después de esta expe-riencia en que habían palpado al Señor Resucitado, habían verificado que había carne y huesos, los apóstoles podían asegurar a Tomás: «¡Hemos visto al Señor!».
Pero Tomás también necesitaba verificar por sí mismo que el aparecido era Jesús. Una vez que él mismo lo verificó hizo tal vez el más explícito acto de fe de todo el Evangelio al reconocer a Jesús como: «¡Señor mío y Dios mío!». Tomás vio a Jesús Resucitado y lo reconoció como a su Dios. Su acto de fe va más allá de lo que vio. El encuentro con Jesús Resucitado y su apertura al Espíritu Santo lleva a Tomás a la plenitud de la fe. La fe es un don gratuito de Dios, que Él concede libremente y, en este caso, Dios quiere concederla, con ocasión de algo que se ve, de un «signo visible». Es cierto que nosotros no hemos visto al Señor Resucitado; pero nuestra fe se basa en el testimonio vivo de los mismos apóstoles y de la Iglesia. Es por eso que en los discur-sos de Pedro es constante la frase: «A este Jesús Dios, lo resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos» (ver Hch 2,32. 3,14-15. 5,30.32). Sobre este testimonio se funda nuestra fe. Por eso nos hacemos merecedo-res de la bienaventuranza que Jesús le dice a Tomás: «Dichosos los que no han visto y han creído».
La nueva vida: tenían todo en común
«La nueva vida que se concede a los creyentes en virtud de la resurrección de Cristo, consiste en la victo-ria sobre la muerte del pecado y en la nueva participación en la gracia» , nos dice el recordado Juan Pablo II. Esta vida nueva se ve claramente graficada en esta segunda descripción de la comunidad primitiva (Hech 2,42-44). El espíritu de unión y caridad fraterna actúa tan poderosamente, que los que poseen bienes no los consideran suyos, sino que someten todo a la necesidad del prójimo regulada por la autoridad de los apóstoles. La unión fraterna, en el Señor, es tan grande que tenían «un solo corazón y una sola alma». El par de términos «corazón-alma» recuerda el vocabulario que en el libro del Deuteronomio designa la existencia entera de la persona abierta a Dios (ver Dt 6,5; 10,12; 11,13; 13,4). La fuerza de su testimonio y predicación nacía de la coherencia en la vivencia del amor que nace del amor de Dios manifestado en la Resurrección de Jesucristo: «En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos» (1Jn.5, 2).
«Todo el que nace de Dios, vence al mundo…»
En esta afirmación de la carta de San Juan encontramos una invitación profunda a volver a la raíz de nues-tra fe. Nacer de Dios es recibir la fe, es recibir el bautismo y con él la gracia y la filiación divina. El mundo se presenta aquí como esa serie de actitudes, comportamientos, modos de pensar y de vivir que no provienen de Dios, que se oponen a Dios. Cristo mismo había dicho a sus apóstoles: «vosotros estáis en el mundo, pero no sois del mundo». Así pues, vencer al mundo significa «ganarlo para Dios», significa «restaurar todas las cosas en Cristo», piedra angular; significa valorar apropiadamente el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. Por Encarnación entendemos el hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra reconciliación. En Cristo, Verbo de Dios hecho carne, nosotros los cristianos vencemos al mundo. Él ha establecido un «admirable intercambio»: Él tomo de nosotros nuestra carne mortal, nosotros he-mos recibido de Él la participación en la naturaleza divina. Por otra parte, San Juan invita a sus lectores a no separar su fe de su vida y sus obras, peligro que vivía la comunidad de entonces, y peligro que vive el cristiano hoy. Se trata, pues, de amar a Dios y cumplir sus mandatos en nuestra vida cotidiana que no son una imposi-ción externa, sino la verdad más profunda de nuestras vidas. Aquello que nos conducirá a una plena vida cris-tiana, aquello que finalmente triunfará sobre el mundo.
Una palabra del Santo Padre:
«Todavía resuena en todos nosotros el saludo de Jesús Resucitado a sus discípulos la tarde de Pascua: «Paz a vosotros» (Jn 20,19). La paz, sobre todo en estas semanas, sigue siendo el deseo de tantos pueblos que sufren la violencia inaudita de la discriminación y de la muerte, sólo por llevar el nombre de cristianos. Nuestra oración se hace aún más intensa y se convierte en un grito de auxilio al Padre, rico en misericordia, para que sostenga la fe de tantos hermanos y hermanas que sufren, a la vez que pedimos que convierta nues-tros corazones, para pasar de la indiferencia a la compasión.San Pablo nos ha recordado que hemos sido sal-vados en el misterio de la muerte y resurrección del Señor Jesús. Él es el Reconciliador, que está vivo en me-dio de nosotros para mostrarnos el camino de la reconciliación con Dios y con los hermanos. El Apóstol re-cuerda que, a pesar de las dificultades y los sufrimientos de la vida, sigue creciendo la esperanza en la salva-ción que el amor de Cristo ha sembrado en nuestros corazones. La misericordia de Dios se ha derramado en nosotros haciéndonos justos, dándonos la paz.
Una pregunta está presente en el corazón de muchos: ¿por qué hoy un Jubileo de la Misericordia? Simple-mente porque la Iglesia, en este momento de grandes cambios históricos, está llamada a ofrecer con mayor intensidad los signos de la presencia y de la cercanía de Dios. Éste no es un tiempo para estar distraídos, sino al contrario para permanecer alerta y despertar en nosotros la capacidad de ver lo esencial. Es el tiempo para que la Iglesia redescubra el sentido de la misión que el Señor le ha confiado el día de Pascua: ser signo e ins-trumento de la misericordia del Padre (cf. Jn 20,21-23). Por eso el Año Santo tiene que mantener vivo el deseo de saber descubrir los muchos signos de la ternura que Dios ofrece al mundo entero y sobre todo a cuantos sufren, se encuentran solos y abandonados, y también sin esperanza de ser perdonados y sentirse amados por el Padre. Un Año Santo para sentir intensamente dentro de nosotros la alegría de haber sido encontrados por Jesús, que, como Buen Pastor, ha venido a buscarnos porque estábamos perdidos. Un Jubileo para per-cibir el calor de su amor cuando nos carga sobre sus hombros para llevarnos de nuevo a la casa del Padre. Un Año para ser tocados por el Señor Jesús y transformados por su misericordia, para convertirnos también nosotros en testigos de misericordia. Para esto es el Jubileo: porque este es el tiempo de la misericordia. Es el tiempo favorable para curar las heridas, para no cansarnos de buscar a cuantos esperan ver y tocar con la mano los signos de la cercanía de Dios, para ofrecer a todos, a todos, el camino del perdón y de la reconcilia-ción.
Que la Madre de la Divina Misericordia abra nuestros ojos para que comprendamos la tarea a la que esta-mos llamados; y que nos alcance la gracia de vivir este Jubileo de la Misericordia con un testimonio fiel y fe-cundo».
Papa Francisco. Basílica Vaticana. Sábado 11 de abril de 2015
Vivamos nuestro Domingo a lo largo de la semana.
1. Tomás no pudo quedar igual después del encuentro con Jesús Resucitado. Salió como un apóstol con-vencido, salió del cenáculo para anunciar a Cristo a sus hermanos. Cada uno de nosotros está llamado a experimentar el mismo amor de Cristo con tanta intensidad que no pueda seguir siendo el mismo. Cuan-do San Maximiliano Kolbe se encontraba de pie ante los oficiales nazistas viendo cómo condenaban a un hombre con familia a morir en el «bunker» del hambre, su corazón no quedó inactivo. Experimentó que él debía dar la vida, como Cristo la había dado por él. ¿Cómo me ayuda su ejemplo a vivir mi fe?
2. Este segundo Domingo de Pascua ha sido declarado por Juan Pablo II como el «Domingo de la Divina Misericordia». Título y tesoro que se ha difundido en las últimas décadas por impulso de Santa María Faustina Kowalska (1905-1938). La misericordia divina es, desde siempre, la más bella y consoladora revelación del misterio cristiano: «La tierra está llena de miseria humana, pero rebosante de la misericor-dia de Dios» (San Agustín). Ésta es siempre la «buena noticia» que debemos de comunicar a todos.
3. Leamos en el Catecismo de la Iglesia Católica los numerales 448-449.641-644.
texto facilitado por JUAN RAMON PULIDO, presidente diocesano de ADORACIÓN NOCTURNA, Toledo
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario